El lugar de Cortázar
El 12 de febrero se cumplieron 40 años de la muerte del “gran cronopio” y pensé que sus lectores habrían pasado por el cementerio de Montparnasse para hacerle sus homenajes privados
Por razones que no tienen ninguna relación con Julio Cortázar, hace unos días me encontré cruzando el cementerio parisino de Montparnasse, y una mezcla de curiosidad sociológica y de superstición literaria me obligó a desviarme unos cuantos pasos para ver su tumba por segunda vez en la vida. La primera había sido en el otoño de 1996, cuando Cortázar llevaba apenas 12 años muerto y el culto de su figura y de sus libros estaba, me pareció, agudamente vivo, y lo que recuerdo de ese día es una superficie de mármol tan cubierta de ofrendas —ramos envueltos en papel blanco, pequeñas materas plásticas, tulipanes sueltos, tiquetes de metro, cartas en sobres de colores— que leer la inscripción era imposible. De alguna manera esperaba encontrarme ahora con una escena semejante, pues el 12 de febrero pasado se cumplieron 40 años de la muerte del “gran cronopio”; y, después de pensar en lo insoportablemente cursis que me han parecido siempre los que lo llaman “gran cronopio”, pensé que sus lectores ya habrían pasado por allí para hacerle sus homenajes privados, y que me encontraría con la misma lápida cubierta de cosas, con el mismo nombre imposible de leer.
No fue así. Un solo tiquete de metro, dos materas de plástico del tamaño de un puño y una rosa de largo tallo sin espinas: eso era todo lo que había. El tiquete de metro, como sabrá más de un lector fanático o en vías de rehabilitación, es una referencia a El perseguidor, que para mí sigue siendo, más allá de sus usos fetichistas, uno de los grandes cuentos de la literatura latinoamericana: y la literatura latinoamericana, estarán ustedes de acuerdo, ha dejado una larga lista de maravillas en el género del cuento. Debajo de una de las materas, una nota hacía un inventario de virtudes y terminaba con la palabra “Gracias”, escrita en mayúsculas y seguida de un nombre de mujer; y junto a la nota vi una petición escrita sobre una placa de mármol, adosada a la lápida: “Estimados admiradores de Julio Cortázar y de su obra, gracias por respetar la claridad y la calma de esta tumba”. Y entonces me pregunté si la limpieza del lugar se debía a la obediencia de esos admiradores, o si era posible que la figura de Cortázar, que había marcado a más de una generación, ya no despertara entre sus lectores las mismas lealtades que antes.
Tal vez podamos permitirnos la pregunta, me parece: tal vez podamos preguntarnos cuál es hoy el lugar de Cortázar, cómo lo lee la gente, qué libros lee cuando lo hace. Entre los escritores latinoamericanos, ninguno ha despertado como Cortázar algo tan parecido a la devoción de secta, y basta leer su correspondencia para confirmar que no se trata solo de adolescentes letraheridos en busca de modelos; pero no seré el primero en reconocer que esos entusiasmos van cambiando, y que no todos los libros han sobrevivido de la misma forma al paso inclemente del tiempo. He hablado con muchos lectores de una generación mayor a la mía, los que eran ya adultos a comienzos de los años setenta, que hoy sienten una rara mezcla de rubor y melancolía cuando confiesan, bajando la voz: “Sí, a mí me gustaba hasta El libro de Manuel”. Pero la editora de Cortázar en España me decía no hace mucho que sus cuentos se siguen vendiendo con la misma terquedad de siempre, y yo pensé que allí donde se lean los cuentos de Cortázar no todo está perdido.
Me perdonarán ustedes un breve momento de proselitismo: pero es que nadie ha leído la literatura latinoamericana si no ha leído los cuentos de Cortázar. Cada lector tendrá su lista personal de querencias; la mía puede cambiar con los años, y de hecho ha cambiado, pero siempre han estado en ella Casa tomada, que Borges publicó en Los anales de Buenos Aires, y La isla a mediodía, aunque el final abuse de un recurso tramposo que le gustaba demasiado a Cortázar. Pero, si tuviera que escoger uno solo de los libros, sería Las armas secretas. Allí está El perseguidor, esa máquina capaz de producir tiquetes de metro en los cementerios, pero también el mejor de los cuentos que solemos llamar fantásticos, Cartas de mamá, y una maravilla de signo opuesto y delicadeza casi chejoviana: Los buenos servicios. Y en medio de todos ellos está Las babas del diablo, un cuento oscuro pero tan sólido que ha sobrevivido incluso a la película bastarda de Michelangelo Antonioni.
De lo que se habla menos, en cambio, es del otro género que dominó Cortázar: la correspondencia. Los cinco volúmenes de sus cartas, según los editaron hace unos años Carles Álvarez Garriga y Aurora Bernárdez, son una fiesta insólita de inteligencia, cultura y humor del bueno, y en ellas puede cualquiera perderse durante días con la impresión de haber hecho un largo viaje en la mejor compañía del mundo. Tanto Carlos Fuentes como García Márquez hablaron muchas veces del viaje en tren que hicieron los tres juntos para encontrarse en Praga con Milan Kundera. Cuenta García Márquez que en algún momento del viaje nocturno le preguntó a Cortázar quién había metido el piano en el jazz, y que la pregunta inocente dio lugar a una cátedra precisa y divertidísima que duró la noche entera; pues bien, la lectura de las cartas de Cortázar es como yo imagino que fue ese viaje: un tiempo sostenido con un tipo cuya cordialidad es tanta como su conocimiento, y su erudición tan de agradecer como su desprecio de toda solemnidad.
En sus cartas, que al fin y al cabo eran privadas, está el Cortázar más contradictorio. “Alguna vez, con inocencia, creí posible una visión estética de la realidad y de la literatura”, le escribe a Carlos Fuentes en 1968. Pero ahora, dice, esa escala de valores se le está quebrando por todas partes. ¿Qué ha pasado? En tres palabras: la Revolución cubana. “Ninguna revolución me hará renunciar a Marcel Duchamp”, escribe, “pero Duchamp ya no podría hoy hacerme renunciar a la revolución. Todo está, todo estará, como siempre, en buscar y encontrar las articulaciones de la nueva estructura”. Son palabras abstractas para hablar del enorme problema que agobiaba a los novelistas de esa década: hasta dónde llegar con el compromiso político. En palabras concretas: hasta dónde llega el apoyo a la Revolución cubana. Cortázar, lamentablemente, lo asumió a ciegas: aunque en privado se lamentara de lo que llamaba los errores de la Revolución —pero algunos, como el caso Padilla, no eran errores, sino desmanes autoritarios de la peor estirpe estalinista—, en público le ofreció un apoyo sin fisuras, convencido como tantos de que solo así se podía resistir a los fascismos que habían marcado —y marcarían todavía más— la historia del continente.
Al final, de Cortázar acaba siendo cierto lo que es cierto de todo gran escritor de ficciones: fue mejor en la ambigüedad que en la certeza. Sus mejores cuentos son exploraciones del lado oculto o invisible de este mundo que a veces creemos entender, y si Rayuela sigue mereciendo que la frecuentemos debe ser, aparte de su humor delicioso y sus diálogos inmejorables, por esa actitud de duda constante, de incertidumbre, de invencible ironía. Ese Cortázar, el que buceaba en el otro lado de las cosas, seguirá con sus lectores: mereciendo flores, si ustedes quieren, o cartas, o tiquetes de metro.
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