Atentamente, el Boom latinoamericano
‘Las cartas del Boom’ es una recopilación sin desperdicio de la correspondencia que se cruzaron los cuatro novelistas más notables de esa generación, a quienes unió la extraña circunstancia de ser al mismo tiempo grandes escritores y grandes amigos
Leo por estos días Las cartas del Boom, un volumen de más de quinientas páginas de gozo ininterrumpido, por lo menos para quienes tienen, como yo, el vicio incurable de las correspondencias. No sé desde cuándo me agobia a mí esta fiebre, y he constatado con algo de escándalo que no todos la comparten, pero las cartas privadas de los escritores han ocupado siempre un espacio considerable en mi vida de lector. En uno de los momentos más difíciles que he vivido, me ayudó mucho una recopilación de cartas: las que se escribieron durante poco más de veinte años Ernest Hemingway y su editor, Maxwell Perkins. Allí había todo un manual de instrucciones sobre lo único que las grandes novelas no pueden enseñarle a un novelista: a lidiar con la frustración y con el desánimo, o, en otras palabras, con esas fuerzas extrañas que vienen de fuera ―la envidia, el resentimiento, la calumnia y la maledicencia― y también con las que vienen de dentro ―el cinismo, la incertidumbre, la amargura y la sensación de fracaso―. Todavía tengo el libro al alcance constante de la mano, como el teléfono de un buen amigo. Y de ésos sí que hay pocos.
Pero me desvío. Las cartas del Boom es una recopilación sin desperdicio de la correspondencia que se cruzaron los cuatro novelistas más notables de esa generación, a quienes unió la extraña circunstancia de ser al mismo tiempo grandes escritores y grandes amigos. En orden de aparición: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa conformaron u ocuparon, para monumental rabia de tantos entonces como ahora, una suerte de lugar central de la literatura latinoamericana (el cogollito, como lo llamó José Donoso, otro gran novelista que se sentía a la vez dentro y fuera del grupo, y que dejó su testimonio al respecto en un libro que es al mismo tiempo deliciosamente chismoso e irrefrenablemente serio: Historia personal del Boom). Yo tengo para mí que lo siguen conformando, pues el tiempo, que todo lo pone en su lugar, ha pasado tal vez con menos indulgencia por unas novelas que por otras ―yo no puedo ya leer El libro de Manuel, por ejemplo―, pero la obra en su conjunto de estos novelistas sigue siendo ―y lo será cada vez más, me temo― uno de los fenómenos más sólidos y verdaderos de la literatura del siglo XX.
Siempre hay que repetir, un poco cansadamente, que ese movimiento llamado Boom no se limitó ni mucho menos a estos cuatro nombres, pero en el mismo aliento es preciso conceder la verdad inevitable de que no se puede hablar del Boom sin empezar con ellos. Tal vez nos hayamos acostumbrado a su presencia y a la mención de sus libros, porque ya nuestra relación con todos va cumpliendo sus años, y tal vez se nos hayan vuelto paisaje y se haya morigerado la sensación de asombro que debieron de tener los lectores de otras décadas, pero la coincidencia en poquísimos años de sus obras maestras tiene que ser fuente de fascinación, o por lo menos perplejidad, para cualquiera que conozca la dificultad casi insuperable de escribir un libro decoroso. Los cuatro editores de este libro ―en orden no de aparición, sino de alfabeto: Carlos Aguirre, Gerald Martin, Javier Munguía y Augusto Wong Campos― parecen estar muy conscientes de eso. En un prólogo informado y perspicaz y además escrito con gracia, identifican los cuatro rasgos de ese juego sagrado que fue la relación entre estos novelistas: la escritura de novelas totalizantes, la amistad, la vocación política y el impacto internacional de sus libros. Creo que dan en el blanco cuando citan como premisa una frase de Vargas Llosa en carta a Carmen Balcells: el ideal de novela debería ser al mismo tiempo Los tres mosqueteros y Ulises; es decir, una novela que sea de aventuras sin dejar de ser absolutamente moderna.
En el centro de la conversación ―no sólo la política, sino también la literaria― está Cuba. Sin la revolución cubana, que aparece muy poco después de la primera carta en las vidas de estos novelistas, es imposible pensar en el Boom; y no sólo porque los aglutinó y les puso sobre la mesa un propósito común, sino porque los comprometió de manera tan intensa que también fue una de las razones de sus desavenencias. Pero además (y esto también lo señalan los prologuistas) las grandes novelas de esa generación trataron de hacer en la ficción lo mismo que la revolución cubana trataba de hacer en la realidad: reescribir la historia. La historia latinoamericana, que tan pródiga había sido en mentiras y distorsiones interesadas, empezó a encontrarse con las molestas verdades de la ficción en novelas como Cien años de soledad o La muerte de Artemio Cruz o Conversación en La Catedral; en cambio la revolución, que trató de imponer categorías absolutas a la molesta relatividad humana, acabaría por ilustrar el error que puede cometerse cuando se aplican las ambiciones de la literatura a la vida política.
Pero nada de lo anterior bastaría para explicar la felicidad que es leer este libro, o no lo haría si no tomáramos en consideración la razón más importante: estos cuatro escritores eran también extraordinarios corresponsales. Ya lo sabía yo de Cortázar, cuyos cinco tomos de cartas tienen el único defecto de no ser diez o veinte, pues era tan inteligente, y su humor tan culto y tan despojado de pretensiones, que cada página suya nos deja con las ganas de seguir oyendo esa voz hasta el final de los días. Pero en Las cartas del Boom están también la inteligencia y la erudición de Carlos Fuentes, que parece haber leído todos los libros de antes y a todos los amigos de ahora, y además tener tiempo para escribir sobre ellos; y el ingenio vivo de García Márquez, que escribía sus cartas de un plumazo con la misma prosa incapaz de lugares comunes que usaba para la literatura. Vargas Llosa es quizás el que menos entusiasmo les ponía a sus cartas, y más de una vez se declara pésimo corresponsal por la razón suficiente de que no le gustaba la tarea de serlo. Pero en las cartas también se retrata: generoso, curioso sin descanso y comprometido a muerte con el arte de la novela.
El libro está lleno de grandes momentos: el proceso de escritura de Cien años de soledad, las lecturas críticas que Cortázar hace de Fuentes y viceversa, los ataques constantes que reciben todos de lo que Fuentes llama “los pigmeos”, la irritación profunda que causa su éxito, los trastornos del caso Padilla, las alegrías de los unos por las cosas buenas que les pasan a los otros. Y lo más extraño, para nuestra cultura de la imagen ubicua, para nuestro mundo demasiado fotografiado, es que sólo exista una imagen de los cuatro novelistas juntos. Se tomó en un restaurante el 15 de agosto de 1970; todos venían de una obra de teatro de Fuentes, El tuerto es rey; se dirigían a la casa de Julio Cortázar en Saignon, en el sur de Francia. Seguirían carteándose, pero ya nunca volverían a estar juntos. Lo más cerca que estuvieron de ocupar el mismo lugar es el último capítulo de Terra Nostra, la novela enorme que Fuentes publicó en 1975, donde se reúnen sus personajes. Eso tendrá que bastarnos.
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