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Reportaje:

Borges, poeta de todas las ciudades

El centenario del nacimiento del escritor argentino revive al autor cosmopolita

El 5 de octubre de 1984, en el último piso del hotel L"Arbalüte de Ginebra, donde solía alojarse cada vez que recalaba en esa ciudad, Jorge Luis Borges no podía imaginar que poco menos de dos años después lo sacarían en una silla de ruedas para morir en un apartamento cercano. Retornaba a Ginebra con asiduidad desde 1978, después de que comenzaron a lloverle condecoraciones y halagos en distintas capitales, emprendiendo la cincuentena de viajes que ornamentaron su ocaso. Entonces conservaba uno de sus dos amigos de la adolescencia, de las épocas de su bachillerato cursado en Ginebra entre 1914 y 1918. En 1985, el escritor cerraría un ciclo literario con un libro de poemas encabezado por Los conjuros, dedicado a Suiza, inspirado en algún momento de aquel frío atardecer de otoño. Hoy [1999] aparecen por primera vez en la Argentina los tramos más significativos de esta charla que tuvo lugar en castellano, en la que también se explayó sobre Argentina, la democracia, los militares y el peso de la deuda externa. Borges insistió en considerarse cosmopolita. Diluyó así los mitos de Ginebra y Buenos Aires, tan vivos en su literatura, cuya ausencia fue notoria en su testamento sobre dónde quería que descansaran sus restos. "Usted me hace las preguntas y yo contesto... Mejor es no saber de antemano cuáles son las preguntas...", le puso como condición al desconocido que acababa de abordarlo minutos antes, cuando entró al hotel del brazo de María Kodama.-¿Qué le hace volver a Ginebra? ¿La nostalgia?

-Sí, y el hecho de que me siento ginebrino. Hice una parte de mi vida como hombre en Ginebra. Llegamos aquí a principios de 1914 y la guerra estalló en agosto. Nos quedamos durante la guerra. De modo que aquí me fueron dadas muchas cosas: el francés, el latín -aprendí el alemán para leer a Schopenhauer- y, desde luego, la amistad. Vivíamos en la Rue de Malagnou, muy cerca del casco antiguo. De modo que cada vez que vengo a Europa, siempre paso unos días en Ginebra, que es una de mis diversas patrias. Trato de tener patrias en muchas partes del mundo. Especialmente, anoche estuve con un amigo mío, el único que ha quedado, Simon Jichlinski. También Maurice Abramowick, que ha muerto, y Slavquin, que tenía una librería en Chaudronniers, entre la plaza Bourg de Four y el College . Además, tengo el efecto de Suiza, desde luego. El año pasado publiqué un poema sobre Suiza. Se publicó en Buenos Aires, en la revista Lira. Ese poema que no tengo conmigo se llama Los conjurados. Bueno, supongo que para no decir Los confederados. Recibí una carta de felicitaciones del agregado cultural de la Embajada suiza. He venido tantas veces a Ginebra. Quise revelarle la ciudad a María, y ahora, claro, ella la conoce mucho mejor que yo, ya que yo tengo vagos recuerdos y ella no: ella tiene ojos, en fin. Ella ve las cosas, la ciudad vieja, el Rhéne, y aquí donde estamos, los puentes, el lago Léman, que es casi un mar...

-Parece que usted necesita retomar contacto físico con los lugares donde vivió. ¿No le alcanza con recordarlos?

-Son ambas cosas: la nostalgia y la presencia; la cercanía. Puede llegar a ser una gran ventaja. Yo perdí mi vista en 1955, mi vista como lector, quiero decir. La Buenos Aires que yo me imagino no existe ya. En aquella, las orillas eran el Palermo de Evaristo Carriego. Ahora no. En cambio, aquí por lo menos el casco antiguo se mantiene. Tratan de conservar el pasado y enriquecerlo. En cambio, en nuestros países, no: las cosas se modifican hacia otro estilo...

-Yo quisiera tocar otro tema para terminar con Suiza.

-¿Por qué quiere terminar con Suiza? Me parece una idea sanguinaria.

-No. Me refería a si existe algún tipo de afinidad entre usted y el sistema político que rige aquí.

-Desde luego, es el sistema hacia el cual tendemos ahora: la democracia. A mí me parece que aquí es más fácil que allá, ¿no? Cuando vinimos en el 14, como buenos americanos, preguntamos el nombre del presidente. Nadie sabía. Entre nosotros, un presidente es un personaje público, y aquí no. Aquí la política es eficaz y casi secreta. En todo caso, no es molesta. El ejemplo de Suiza es formidable. Le diré lo que usted habrá oído miles de veces: la Suiza alemana, la Suiza romande (de habla francesa), la Suiza italiana, los romanches también (una cuarta lengua oficial suiza, casi un dialecto), se entienden perfectamente por ese acto de fe que dice "soy suizo", "soy helvético". Un acto de fe admirable. En ese poema, yo digo que ojalá llegue un día en que si aumenta el número de los cantones, todo el mundo sea Suiza o Suiza sea el mundo entero.

-¿Qué le atrae del sistema político en Suiza?

-El hecho de que el Gobierno es casi imperceptible y es eficaz. Es impersonal. Es muy importante. Nosotros tendemos a ver en función de personas y no en función de hechos que se producen de un modo impersonal y continuo. Es raro que siempre se piense en Suiza como en un país homogéneo. Eso es del todo falso. Es heterogénea. Y ha dado gente extraordinaria, por ejemplo, Gottfried Keller, Paul Klee, Blaise Vendrars. De Rousseau no sé si podemos decir que era suizo, porque era anterior; Hodler, el pintor; Jung, que es más interesante que los chismes de Freud, más erudito, con debilidades, con arquetipos, mucho más interesante; y Paracelso. Precisamente, voy a publicar el año que viene un libro de cuentos fantásticos. Entre ellos, La rosa de Paracelso. Ese cuento sucede en Basilea, naturalmente, e imagino un diálogo entre Paracelso y un discípulo.

-Usted decía que trataba de tener varias patrias a la vez. ¿Es un ciudadano de ningún país?

-No, de todos los países. Como decían los estoicos: cosmopolita, es decir, ciudadano del mundo, como tradujo Goethe, weltbürger. Yo trato de sentir cada país en el que estoy, trato de buscar las afinidades entre ellos o sus gratas diferencias. He viajado bastante. Me faltan muchos países. Sobre todo, China e India. Porque he tenido la suerte de conocer Japón. Hicimos dos viajes allí con María y vamos a volver muy pronto. Un país admirablemente civilizado.

-Usted mencionó que la consolidación de la democracia es hacia donde estaría marchando la Argentina.

-Es lo que esperamos. La patria necesita ese acto de fe de nosotros. Va a ser una lenta convalecencia. Va a ser muy difícil, porque ahí están al acecho los peronistas, los militares, tantas ambiciones personales. No piensan en sacrificarse por la patria. Hay problemas económicos y éticos. Quizá los más graves sean los éticos. Pero debemos abordar esto como una oportunidad que tenemos: o este Gobierno o el caos o diversos caos anteriores.

-¿De nuevo los viejos años tan tristes?

-Imagínese. La época de Perón fue espantosa. Luego, esa especie de falsa aurora con la revolución del 55. Y después, el terrorismo, que fue terrible. Y después, la represión, que fue una especie de terrorismo oficial, y luego, el Gobierno militar, lo que se llamó el Proceso, una serie de discordias. Y luego, la más misteriosa de las guerras. Ahora, en fin, estamos tratando de resurgir de todo eso...

-Las agencias de noticias dan la imagen de una Argentina que estaría desintegrándose.

-Bueno, pero yo voy a tratar de que eso sea falso. Quizá sea cierto. Pero si ponemos nuestra buena voluntad al servicio de la salvación de la patria, podremos salvarla. En conjunto, tenemos ventaja sobre otros países de América: una fuerte clase media, un país dotado de todos los recursos, una fuerte inmigración extranjera; problemas raciales no existen. Claro, matamos a los indios y se murieron los morenos... Sin embargo, individualmente hemos producido buena literatura; la gente es culta, y eso no se ha aprovechado y está ahí esperando.

-De un tiempo a esta parte, Borges aparece en la prensa europea por sus opiniones políticas. Eso no pasaba antes.

-Mire, no; yo no entiendo de política. No estoy afiliado a ningún partido. Yo me definiría como un anarquista inofensivo. Lo decía Spencer, el individuo contra el Estado. Pero, al mismo tiempo, yo opiné sobre esos hechos antes de las elecciones. Era quizá un poco peligroso hacerlo, aunque no mucho en mi caso. Como soy más o menos conocido, podía decir lo que pensaba. Bueno, no sé si usted sabe que adolecíamos de 82 generales en servicio activo, pero ¿qué le parece? Una epidemia, realmente. Y 82 generales enemistados entre sí, felizmente, claro.

-En los temas de su literatura aparecen recurrentemente la fraternidad viril, la hombría, el peligro, el fantasma de la muerte. -La literatura es lo que importa, ya que la política... simplemente como una forma de ética. Pero el fantasma, no. Para mí la muerte es una esperanza. Yo espero, como dijera mi padre, morir enteramente, en cuerpo y alma, y ser olvidado también. De modo que no pienso en la muerte con temor. Aunque quizá cuando llegue sea bastante cobarde, como lo son todos. Pienso en muchas agonías. Impacientemente, deseoso de morir de una vez. -Como el Minotauro de uno de sus cuentos.

-Ah, sí, es cierto. Ese cuento yo lo escribí... Yo trabajé en una revista que se llamaba Los anales de Buenos Aires. Ahí publicó, por primera vez en su vida, un cuento Julio Cortázar. Un cuento que ilustró mi hermana. Un cuento que se llamó Casa tomada. Cuando teníamos que entrar en prensa, había tres páginas en blanco. Entonces, a mí se me ocurrió un argumento, La casa de Asterión. Fui a ver a la persona que hacía las ilustraciones, la condesa de Wrede , austriaca; le expliqué más o menos el tema cretense, un personaje que no se sabe muy bien quién es, un guerrero que avanzaba hacia él. Hizo un lindo dibujo. Aquella noche no salí. Lo escribí antes y después de cenar y a la mañana siguiente. Y a la tarde llevé el cuento. Tomé los datos de un diccionario. Un lindo cuento. Debió influir un óleo del pintor inglés Warch . En ese cuadro, el Minotauro no es un toro griego, es un toro inglés, con los cuernos muy cortos, que está mirando tristemente un jardín. De allí debió venir la idea. Es un cuento ocasional mío. El jardín del Minotauro lo escribí en dos días, cosa que no me sucede, ya que yo trabajo muy lentamente: corrijo mucho los borradores. Pero ese cuento, no; tuve que improvisarlo, y más o menos me salió bien esa guitarreada. Digamos esa payada...

© Clarín.

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