“Heberto Padilla quiso ser el Solzhenitsyn de Cuba. Un error fatal”
El escritor Norberto Fuentes desgrana en ‘Plaza sitiada’ su versión de la famosa sesión de autocrítica forzada del poeta en 1971, en la que se vio involucrado
La última obra del escritor Norberto Fuentes (La Habana, 1943), Plaza sitiada (Cuarteles de Invierno), es una inmersión en la sesión de autocrítica a la que forzó en 1971 el régimen cubano al poeta Heberto Padilla, fallecido en el 2000 en el exilio en EE UU. La publicación de Fuera del juego en 1968 –con poemas como Para escribir en el álbum de un tirano o Cantan los nuevos césares– soliviantó a Fidel Castro y derivó tres años después en su detención y confinamiento en el centro de interrogatorios de la policía política.
Al salir, Padilla pronunció en la Unión de Escritores y Artistas un discurso de repudio a su propio libro y loa al sistema en el que acusó de desafectos a otros como el propio Fuentes, que se enzarzó in situ en una bronca con el poeta reivindicándose “revolucionario”.
El caso Padilla marcó el endurecimiento de la represión ideológica al mundo de la cultura y supuso la ruptura con Cuba de buena parte de la intelectualidad occidental –según el autor, “deliberadamente” buscada por Castro–. Fuentes siguió en la isla y en los años ochenta fue parte “del hardcore fidelista” (según escribió en Dulces guerreros cubanos, 1999), hasta que fue arrestado en 1989 durante la Causa 1 –el proceso que llevó al fusilamiento del general Ochoa– y terminó exiliándose en 1994.
En su casa de Miami, reflexiona sobre aquel episodio tras el que “todos se pusieron a llorar por Padilla, que en realidad fue una víctima de sí mismo” y él, a su juicio, quedó en el olvido “como un paria juzgado por extranjeros y cobardes de la intelectualidad criolla”.
Pregunta. ¿Por qué Fidel Castro decide lanzar su ataque a la intelectualidad?
Respuesta. Temía la posibilidad de tener en Cuba escritores disidentes de renombre internacional, como Alexandr Solzhenitsyn en la URSS. Decía que eso sería un caballo de Troya dentro de la revolución, que la bombardearían desde dentro. Y quería romper con los intelectuales occidentales que sentía que estaban monitoreando su proceso y que lo condicionaban ética y moralmente. A la vez le sirve como mensaje de adhesión a Moscú en un momento en que sus relaciones con los soviéticos no eran buenas: “Somos tan duros como ustedes. También metemos presos a nuestros intelectuales”, y en el que asomaba como alternativa la revolución pacífica de Allende en Chile.
P. ¿Cómo entendía Castro su relación con intelectuales y artistas?
R. Como con todo el mundo: mientras entraran por el aro, no había ningún problema. Para Fidel, como todo leninista, la cultura era un instrumento de la propaganda revolucionaria con un límite claro: “No me hagan contrarrevolución”. Era un límite elástico si lo sabías emplear. Pero Padilla, sencillamente, la jodió.
P. ¿Por qué?
R. Porque había estado en una URSS ya moralmente debilitada mamando una situación en la que los escritores e intelectuales armaban una cantidad de lío que Fidel Castro no iba a permitir en su joven revolución cubana. Eso aprende Padilla y considera que puede reproducirlo en Cuba. Quiso ser el Solzhenitsyn cubano. Fue un error fatal.
P. Pero la mecha, dice en el libro, la prende una obra suya, no de Padilla.
R. Sí, Condenados del Condado. Salió en el 68 unos meses antes que Fuera del juego. Fidel Castro lo leyó y al terminarlo lo tiró contra una pared. En aquel tiempo mi libro fue considerado el primer libro disidente que se hizo en Cuba. Es la primera obra de ficción sobre un episodio de la revolución que tiene un estilo crítico de la peor manera, con humor, y que refleja una realidad que nadie conocía, la Lucha contra bandidos [la persecución en los sesenta contra los alzados anticastristas en la sierra del Escambray]. Eso fue darle duro a la cadena del mono, y Fidel dijo: “Ojo, aquí viene algo”. Él le enseñó a la Seguridad del Estado que había que trabajar como los cristianos, por señales. Y mi libro fue una señal. Fidel dijo que me cogieran preso, pero mis amigos me defendieron –incluido el general Tomassevich, que era una figura sagrada en ese momento– y lo frenaron, aunque él les avisó: “Van a ver que esta mierda no para aquí. Tiempo al tiempo”. Tenía toda la baraja en su mano. Aún estaba esperando a ver qué pasaba.
P. ¿Por qué explotó con Padilla y no con usted?
R. Yo conocía bien el terreno en el que me movía. Ya me habían jodido antes, sabía lo que tenía que hacer. No formar líos exógenos a la literatura, concentrarme en escribir, no salir de ahí. Pero Padilla quería un papel protagónico, dar conferencias, hacer grandes declamaciones, despachar con la prensa extranjera, ser el superintelectual crítico. Y se le fue de las manos. Los premios en 1968 de la Unión de Escritores a Fuera del Juego y Los siete contra Tebas [de Antón Arrufat] fueron la segunda y definitiva señal, aunque todavía Fidel deja esa bronca en stand by. Hasta que en 1971 reúne a la Seguridad del Estado y dice: “Comenzó la guerra contra los intelectuales. Hay que cortarles las patas ya”.
P. ¿Qué había echado a andar el espíritu crítico?
R. Pues que la gente había empezado a probar su fuerza, a tensar la cuerda por las influencias de la época. Ya se sabe qué pasa en Moscú. Se había publicado en Cuba a Isaac Bábel, Un día en la vida de Ivan Denisovich de Solzhenitsyn, y dijimos, “¡Coño, esto se puede hacer!”. Comenzamos a respirar, a tener visos de otra cosa. Los que no tenían talento, por supuesto, prefirieron seguir con la línea oficial, pero los que lo tenían querían intentar hacer cosas nuevas. Ahí Padilla encuentra un campo sin explorar, el de la discusión y el debate, y, como todo artista, quiere poner su pica en Flandes.
P. Y, finalmente, se vuelve el objetivo principal.
R. Sí, porque estaba desbocado. Yo le dije: “Heberto, muchacho, te están dando cuerda, te están dando cuerda”; pero no hacía caso, se sentía invulnerable. Y ya lo venían cocinando hace tiempo. Hasta le habían hecho un estudio de personalidad.
P. Usted sostiene que era el segundo en la fila.
R. Padilla tenía las instrucciones de la Seguridad del Estado de todos a los que tenía que nombrar en la autocrítica, y yo seguía siendo un objetivo por Condenados del Condado. Pero después de que él hace su discurso yo me niego a decir que soy contrarrevolucionario y armo el lío. Yo no tenía nada en contra de la revolución. No quería tumbar a ese gobierno. Yo era un escritor revolucionario que quería hacer literatura revolucionaria. Y eso estaba montado para que todos se autocriticasen.
P. En La mala memoria (1989), Padilla escribió: “Norberto Fuentes escenificó con brillantez el papel que la policía le había asignado”.
R. Y de alguna manera ha sido la tesis que prevaleció. A mí, como siempre se hace con respecto a Cuba, se me aplicó la óptica de los lugares comunes. No aceptaron que un escritor fuera revolucionario y no renegase de ello. Yo trato de explicarle al lector lo que pasó, hago el cuento de cómo yo viví las cosas y cómo las hice. Este es un libro que yo me debía a mí mismo.
P. ¿Cuándo se reencontraron en el exilio en EE UU, hablaron de lo que pasó?
R. No, nunca le toqué el tema. Estuvimos bastantes veces juntos e incluso planeamos hacer un libro entre los dos sobre el 1959 [año de la revolución cubana]. Heberto fue uno de mis mayores defensores para que yo saliera de Cuba y para mí era más importante agradecerle eso y mantener mi amistad con él. No quise revivir aquel muerto.
P. ¿Cómo cree que se sentiría leyendo este libro?
R. Mal, pero yo no soy el responsable de la cobardía de nadie. Heberto embarcó a mucha gente aquella noche. Lo que hizo no tiene nombre.
Babelia
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