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TRIBUNA
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A muerte con la pública

El Estado de bienestar se apoya en unos servicios de la Administración fuertes y una organización protectora y poderosa. Resulta imperiosa la necesidad de invertir en ellos para compensar los numerosos recortes

Manifestacion Sanidad
Manifestación el pasado febrero en Madrid a favor de la sanidad pública.Andrea Comas
Sara Berbel Sánchez

Nuestro país se caracteriza por un notable aprecio de su Administración pública y una elevada conciencia de la necesidad que de ella tenemos. Sin embargo, en las últimas décadas observamos una progresiva minusvaloración de todo lo público, situación que deriva en el crecimiento de los servicios privados y en una menor cohesión social. Pero no podemos permitirnos asistir pasivamente a la agonía, y eventual muerte, de la pública.

Son preocupantes los fenómenos de división y desigualdad social que llevan tiempo apareciendo, alentados por sectores conservadores, que esperan ganancias en el sector privado y el adelgazamiento de lo público en aras de una supuesta libertad individual. Me refiero a situaciones como NIMBY (not in my back yard, generalmente traducido como “no en mi patio trasero”), protagonizadas por comunidades vecinales que desean gozar del beneficio de una política pública, pero siempre que esté lejos de ellas. Así, nos encontramos con oposición a la implantación de energías renovables (imprescindibles para afrontar el cambio climático) por el rechazo a la proximidad de plantas solares o parques eólicos; ocurre también con los centros de acogida de personas sin techo, de superación de las adicciones o de jóvenes menores de edad no acompañados, y tampoco se desea convivir con espacios destinados al reciclaje de residuos, ni siquiera para instalaciones de limpieza o almacenamiento logístico.

La misma tendencia a minusvalorar lo público afecta a las políticas inversoras, que, con la excusa de su ineficiencia y supuesto exceso de personal funcionario —desmentido por todos los análisis—, se han ido retrayendo durante las últimas décadas, pese a que durante la crisis de la covid, el Gobierno ha hecho un esfuerzo enorme por ponerlas en el centro e incluso impedir que se reviertan.

Salud y educación son dos ejemplos fundamentales del retroceso de las políticas públicas en sectores esenciales de nuestra sociedad. La sanidad privada sigue cogiendo impulso, incrementándose a un ritmo anual del 4% desde 2017, y llegó en 2022 a registrar su máximo histórico con más de 12 millones de personas aseguradas. Por su parte, la mitad de los centros de salud mental en España pertenecen al sector privado. La sanitaria es una de las políticas públicas más sensibles, ya que nos permite vivir, e incluso morir, con dignidad.

Por su parte, los datos de la educación privada muestran en 2022 un incremento del 27% con respecto a 2015. Con el agravante de que esta situación ahonda en la desigualdad social, ya que nueve de cada diez colegios públicos se hallan en zonas con un nivel de renta más bajo, mientras que en los lugares de rentas altas los privados y concertados superan a los públicos. Estudio tras estudio reiteran la importancia de una educación pública de calidad para lograr un Estado de bienestar igualitario y equitativo.

Entre las formas de revertir esta situación hay algunas conocidas y otras que lo son menos. La necesidad de invertir de forma decidida para compensar los numerosos recortes es evidente e imperiosa. La obligación de reformar la propia Administración pública acercándola a la ciudadanía también resulta imprescindible: comunicación clara para ser inteligibles y no dejar a nadie atrás, procesos ágiles y desburocratizados, I+D+i administrativa, emprendimiento público, formación y motivación del personal funcionario, políticas contundentes de territorialidad y proximidad… los retos pendientes son numerosos y deberían abordarse con rigor y pasión.

Pero queda una parte menos conocida y, por ello, menos aplicada, que consiste en reducir la desafección de la ciudadanía con actuaciones psicosociales que impulsen a las personas a acercarse a la Administración y asumir como propio el bien público. Son políticas de nudges o impulsos colectivos que se están practicando en otros países con notable éxito. Las ciencias comportamentales han sido aplicadas en el Reino Unido para impulsar la pesca sostenible o aumentar la donación de órganos; en Dinamarca, para incrementar la participación de la juventud y aumentar la implicación ciudadana en los impuestos; en Países Bajos, para reducir la basura en los espacios públicos, para controlar multitudes y para abordar el acoso callejero. En otros países, como Perú o Australia, se ha utilizado también la ciencia del comportamiento para reducir las tasas de deserción escolar o para prevenir los sesgos inconscientes en las selecciones de personal, respectivamente.

Damos por hecho que los servicios públicos estarán para cuidarnos cuando los necesitemos. Nuestros hijos irán al colegio, a la FP, incluso a la Universidad, los bomberos vendrán a rescatarnos si nos perdemos en la montaña, la Policía velará por nuestra seguridad, los servicios sociales nos atenderán si sufrimos alguna vulnerabilidad, los hospitales nos acogerán si tenemos una enfermedad grave y, a la hora de la muerte, nos despediremos de nuestros seres queridos con el mínimo dolor posible y el máximo respeto. Los Estados de bienestar se apoyan y articulan sobre unos servicios públicos fuertes y una organización protectora y poderosa. Facilitar procesos de mejora interna y externa con todos los instrumentos disponibles es la obligación, pero también el derecho, de una Administración pública viva, cercana y eficaz.

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