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Tribuna
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El futuro de la democracia

La ausencia de un horizonte claro para el sistema provoca la nostalgia del pasado en la derecha y una actitud conservadora en la izquierda, mientras se persigue el bienestar privado ignorando que no se puede sobrevivir sin un compromiso con lo público

Innerarity 3 nov
EULOGIA MERLE
Daniel Innerarity

Se han escrito muchos libros acerca de si la democracia tiene futuro, tratando de responder a la pregunta de si va a sobrevivir y cuánto tiempo le queda, pero me temo que el problema no es ese, sino que la verdadera crisis de la democracia es la falta de futuro. ¿En qué sentido? No se trata tanto de si la democracia tiene futuro, sino de qué futuro tiene la democracia, qué futuro nos ofrece: cuál es la relación que la democracia tiene con el futuro, en qué medida lo configura, anticipa, proyecta o teme, qué promesas, visiones e imágenes del futuro nos proporciona. No es tanto el futuro que le espera a la democracia, sino el que nos espera a nosotros en una democracia.

Muchos defectos de las democracias actuales tienen que ver con la mala calidad del futuro que proyectan. Un buen presente no basta para que la democracia resulte atractiva. El modo como divisemos el futuro condiciona nuestro afecto a la democracia. Detrás de mucho desapego hacia ella no hay otra cosa que un futuro frustrado.

Las democracias suscitan expectativas y modos de relacionarse con el futuro, esperanza o precaución. La democracia tiene la función de articular futuros deseables y no puede vivir sin esa promesa. Si esa promesa deja de ser plausible, también deja de serlo la democracia. Tarde o temprano la desconfianza respecto del gobierno se convierte en desprecio al “sistema” para acabar siendo desafecto hacia la democracia.

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La democracia está en crisis porque lo está su futuro y tal vez eso explique por qué resulta tan atractivo el pasado. La expresión más rotunda de esta ausencia de futuro es que el futuro prometedor consistiría en la recuperación de un pasado supuestamente glorioso; el futuro estaría realmente en el pasado. La frustración respecto del futuro se compensa retornando a un pasado político mejor o inmutable. Hay quien desea volver a un pasado en el que se tenía más futuro. Puede consistir en hacer que América vuelva a ser grande, en el Imperio británico antes de la Unión Europea, volver a la familia de antes o a la nación homogénea y colonial, a la masculinidad dominante e incuestionada. También se da una curiosa combinación de neoliberalismo y nacionalismo en esa nueva derecha que aspira a tener ambas cosas, mercado e imperio.

Aunque se perciba a sí misma como progresista, tampoco la izquierda se relaciona demasiado bien con el futuro y apela a mantener el presente; sueña con que las cosas se limiten a no empeorar, mantener las conquistas sociales (del pasado), con un lenguaje literalmente conservador. Y a pesar de que se autodenomine transformadora, no hay futuro alternativo, sino una especie de futuro continuo, como mera prolongación o supervivencia. En la izquierda hay actualmente más resistencia que revolución.

Podríamos tomar esta cuestión del futuro como el elemento que mejor nos define políticamente. En última instancia, las diferencias ideológicas se basan en diferentes relaciones con el tiempo. La izquierda está preocupada por la desaparición del futuro, mientras que la derecha está más bien preocupada por la desaparición del pasado; la izquierda lamenta que el pasado tenga tanto peso en el presente (que intenta contrarrestar con la política fiscal o con la propuesta de la herencia universal, por ejemplo) y la derecha lamenta exactamente lo contrario (tratando, por ejemplo, de impedir que se revise el pasado con leyes de memoria).

En este contexto, la nueva cuestión social es la de los futuros desiguales. Desde esta perspectiva, las grandes divisiones del presente lo son entre quienes tienen al futuro de su parte y quienes tratan de defenderse de él. La auténtica brecha social no es la llamada polarización, sino el hecho de que unos, como la canción de The Rolling Stones, pueden decir “el tiempo está de mi parte” y otros no. Ya no es el clásico conflicto distributivo acerca de la propiedad de dinero y bienes, sino sobre quién tiene razones para esperar qué.

El futuro significa cosas distintas para las personas, en función de su edad y condición, a veces incluso contrapuestas. La discusión política es una confrontación de distintos futuros. Tal vez esto explique el resentimiento contra los migrantes, que son pobres de presente pero ricos de futuro, por parte de ciertos sectores de la población que son exactamente lo contrario, favorecidos en el presente y preocupados por el futuro. La tecnología parece amenazar las competencias adquiridas (en el pasado) y convertirnos en inútiles para el futuro. La economía distribuye futuros de una manera muy desigual: la inflación socava las seguridades de los cálculos económicos, las tasas de interés afectan de diferente manera a la capacidad de endeudarse de los diversos sectores sociales, la deuda pública es un mecanismo que contribuye a que el futuro sea asimétrico para los diferentes grupos sociales según la edad. La estructura urbana también reparte futuros desiguales: la periferia en relación con el futuro se concentra en barrios, geografías vacías y lugares mal comunicados, la movilidad o el cambio climático no es lo mismo para todos, el aumento de las temperaturas afecta de distinta manera a unos trabajadores que a otros, que haya o no zonas verdes, piscinas públicas o refugios climáticos, buenos transportes colectivos, es necesidad para unos y gasto superfluo para otros.

La solución a todo esto pasa por hacer creíble la promesa democrática de un futuro mejor y compartido. Un indicador de qué lejos estamos de un futuro igualitario y hasta qué punto lo hemos privatizado es el hecho de que en las encuestas se valore mejor la economía personal que la situación económica general, una percepción que puede compaginar optimismo personal con pesimismo colectivo. La privatización del futuro consiste en no esperar nada bueno en el plano colectivo y estar satisfecho con la propia situación, una actitud que pone de manifiesto, entre otras cosas, que hemos desvinculado nuestro destino individual del común y que hemos abandonado a su suerte a aquellos cuyo destino personal depende especialmente del destino de todos. Pero la democracia no es la mera agregación de futuros individuales sino la configuración de un futuro del que en buena medida dependen los futuros individuales, sobre todo de aquellos cuya única esperanza es que la política funcione bien.

La gran cuestión que debemos plantearnos es si podemos perseguir nuestro futuro privado sin prestar atención a los futuros comunes. La idea liberal es que el Estado debe ocuparse de posibilitar el futuro privado, sin entender que, en la era de los destinos entrelazados y las amenazas compartidas, ni siquiera es posible la promoción personal sin el cuidado de ciertos bienes públicos. Para asuntos como el cambio climático, la salud pública o la seguridad no podemos garantizarnos privadamente la protección a la que tenemos derecho si no hay una estrategia compartida, pública y global, de ciertos bienes comunes, es decir, de un futuro igualitario. Con el aire acondicionado, sin acometer compromisos públicos y globales contra el cambio climático, lo único que nos aseguramos es una muerte más confortable.

El futuro no es solo un asunto individual o familiar, privado. La democracia es un procedimiento para hacer visible ese vínculo entre lo individual y lo colectivo, negociando su articulación. En ella se lleva a cabo la distribución equitativa de futuros haciendo explícito el futuro en el que queremos vivir y los correspondientes derechos y deberes.

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