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Las otras vidas
Tribuna
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Todo privado y para ti

Cualquiera de los servicios que sostienen la vida democrática lleva mucho tiempo sometido a un deterioro que en algún momento resultará irreversible, a privatizaciones encubiertas, graduales, a trozos

Todo privado y para ti. Antonio Muñoz Molina
FRAN PULIDO
Antonio Muñoz Molina

El espacio de lo público se va reduciendo, desmoronando, encogiendo cada día delante de nuestros ojos, sin que prestemos demasiada atención, aturdidos y atomizados cada uno en la privacidad incesante de nuestras pantallas, abismados sobre ellas, hipnotizados, lo mismo en un vagón del metro que junto al ventanal superfluo del autobús, o la ventanilla del tren por la que discurre un paisaje que no mira nadie. Alzas los ojos de la pantalla, como el que se incorpora un momento y no llega a despertar, y lo que tienes delante es otra pantalla en la que muy probablemente hay un mensaje que se dirige a ti, en exclusiva, a ti porque eres especial, te asegura. Lo público o no existe o se va reduciendo tan irreversiblemente como el hielo del Polo Norte o de la Antártida.

En otras épocas, las personas sabíamos distinguir instintivamente entre el espacio privado y el espacio público, ayudados por los códigos de la buena educación, que no por azar se llamaba también urbanidad. Uno no salía a la calle de cualquier manera. En nuestra casa, a solas o con nuestra familia, nos permitíamos desahogos y libertades que serían inadmisibles a la vista de los extraños, no ya por pudor, sino porque en un ámbito que es de todos hay cosas privadas que no pueden hacerse porque interfieren con la vida de los demás. Uno llega a casa fatigado y se echa en el sofá con las piernas abiertas. Si hace lo mismo en un asiento del metro, es que no ve que está invadiendo el espacio legítimo y delimitado de otros y está privatizando groseramente lo que es público. Voy por la calle y me cruzo con gente que habla a gritos en el teléfono, insultando a alguien invisible, o que hace en voz alta confidencias íntimas que yo no tengo la menor curiosidad de escuchar. Va por ahí como si estuviera en una habitación de su casa. Y al moverse establece un territorio que es suyo, igual que ocupa el espacio auditivo de los otros. En un tren, a mi espalda, alguien está teniendo una conversación o está viendo una película en una pantalla, o un partido de fútbol, o uno de esos programas de televisión con gritos y aplausos. Es como si el salón de la casa lo llevaran consigo a todas partes. Irritado porque no puedo dormitar ni leer, ni distraerme mirando por la ventanilla, me decido a volverme hacia el asiento de atrás, no sin miedo a una reacción irascible. Rara vez el que venía usurpando tiránicamente el espacio acústico de todos cree necesario disculparse. La reacción menos agresiva es una mezcla de estupor y fastidio, que puede tener una añadidura de agravio si quien usaba la pantalla a todo volumen es un niño, y ha sido a su padre o madre a quien le hemos hecho nuestra cautelosa petición.

Nos han privatizado las calles con tráfico y con aparcamientos, las plazas y las aceras con terrazas. Han privatizado con anuncios gigantes toda la superficie exterior de los autobuses públicos y cada vez con más frecuencia privatizan los vestíbulos, los corredores, hasta el suelo y el techo de las estaciones de metro. En cualquier esquina de Madrid habrá un panel digital de publicidad en el que se sucederán los anuncios en un bucle sin pausa, a cualquier hora del día y de la noche. En las oficinas de Correos hay ahora pantallas del tamaño de una persona adulta que mantendrán cautiva tu mirada si no estás mirando la de tu teléfono mientras esperas a que llegue tu turno, en esos tiempos nunca muertos de espera en los que antes se fijaba uno en las personas que tenía cerca o se dejaba llevar por la deriva de sus pensamientos y sus recuerdos. Correos, que es un servicio público esencial, ahora se llama Tu Correos, en uno de esos amaneramientos publicitarios que, debajo de la apariencia de ingenio “creativo”, nos invaden la mente con las directrices despóticas de un capitalismo cada vez más entregado a la manipulación y al expolio. En ese “tu” posesivo está contenida la esencia de la privatización no solo de los espacios y de los bienes, sino de las almas. En lo público no cabe más posesivo que el nosotros. Las cosas públicas nos pertenecen a todos en la misma medida, sin privilegio ni premium, otro término ahora muy extendido. Dicen “tu Correos” lo mismo que dicen en los anuncios de la radio “tu concesionario”, “tu tienda Vodafone” o que repiten tanto “lo que tú quieras, cuando tú quieras, donde tú quieras”.

Es mentira, por supuesto. Nuestro servicio de Correos, como nuestro sistema de salud o de educación, o de transporte ferroviario, o nuestra radiotelevisión pública, todo lo que sostiene la vida democrática, llevan mucho tiempo sometidos a un deterioro que en algún momento será irreversible, a privatizaciones encubiertas, graduales, a trozos. Y en cuanto a ese cliente que es el centro de los desvelos de todas las compañías privadas y las agencias de publicidad, el “tú” poético de los anuncios —”Experiencias exclusivas para viajeros como tú”; “Te llevamos donde tú quieras llegar”— está cada vez más sometido al maltrato, a la extorsión y al abuso, tan inerme como un súbdito de Corea del Norte, como podrá comprobar quien llame por teléfono para hacer una reclamación o para resolver un malentendido bancario. La palabrería halagadora de la publicidad tiene un reverso de sarcasmo: ”Tú eres el centro de todas nuestras atenciones”.

En un país donde los servicios públicos fueron nulos o muy escasos hasta no hace mucho tiempo, lo privado siempre tuvo un prestigio intocable, aunque también inmerecido. Cuando yo era niño, las personas mayores, para indicar que iban a la consulta particular de un médico, decían que iban “por los dineros”, subrayando así que no acudían a la caridad. Bien entrados los años sesenta, cuando ya había excelentes institutos públicos de enseñanza media, muchas familias hacían el esfuerzo innecesario de mandar a sus hijos a colegios de pago, casi siempre de curas, en los que, en vez de licenciados universitarios, como en los institutos, las clases las daban seminaristas ignorantes. Los años de la democracia fueron, entre otras cosas, los de la expansión y la mejora de los servicios públicos, gracias en gran medida a la ayuda europea y a un impulso progresista que, por desgracia, perdió fuerza muy pronto. Tuvimos la mala suerte de llegar al Estado de bienestar con tal retraso que llegaron al mismo tiempo las directrices ideológicas y las políticas que legitimaban su desmantelamiento. Empresas esenciales en las que se habían acumulado muchos años de patrimonio colectivo se malvendieron atolondradamente y lo que había sido de todos sirvió para enriquecer todavía más a unos pocos. Hasta la gestión del agua ha llegado a privatizarse en muchas ciudades, lo cual es casi como privatizar el aire.

Privatizaron la banca pública y dejaron hundirse las cajas de ahorros y a nadie pareció importarle mucho. Han privatizado de hecho hasta las estaciones de tren, que en otro tiempo tuvieron una nobleza de plazas públicas y ahora son remedos medio cochambrosos de centros comerciales en los que hay que pagar para sentarse y hasta para ir al baño. Faltaba por privatizar cada momento de la vida cotidiana, cada paso, cada deseo, cada mirada: invadir hasta los últimos reductos de la intimidad como invaden los microplásticos las células de nuestro cuerpo.

No hay nada más urgente que lanzarse con arrojo y astucia a la reconquista de lo público, que es también la de la propia vida soberana, emancipada del sonambulismo de las pantallas, fortalecida y caldeada por las redes fraternales de la ciudadanía.

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