Gritar más fuerte en un espacio cada vez más diminuto
Vivimos en una estructura que genera más personas ansiosas, más trabajos precarizados, amenazados por el extractivismo productivo, la fatalidad tecnológica o la falta de garantías sociales
La primera vez que vi la publicidad me pareció escalofriante. Luego sospeché estar ante una broma sofisticada: un intento de llamar la atención mediante un vídeo que pareciese un anuncio, sin serlo. Así que buceé en la página de la empresa en Instagram, porque ya no podemos fiarnos ni de lo que vemos, entre los deepfakes y las ironías rebuscadas. Por desgracia, lo que había contemplado no era ninguna broma. Una marca alemana fabrica unas cabinas verticales parecidas a las antiguas de teléfonos, pero más angostas, con una mesita y una silla alta en su interior. En realidad, lo que se vende es la insonorización; es decir, son silenciosos y diminutos espacios de trabajo insertables dentro de espacios de trabajo mayores.
Digerí varios vídeos y fotos, entre ellos la grabación que me había aterrado: una mujer entra en una cabina ubicada en una sala donde se oyen pájaros de fondo y están sentadas dos personas. La mujer cierra la puerta, suelta en la mesa unos papeles, y, sin más, grita estentóreamente. Bueno, en realidad suponemos que aúlla, porque solo oímos los pájaros. Ella se desgañita de forma desgarradora, pero su voz no nos alcanza. Las dos personas con las que comparte sala tampoco oyen nada, no se inmutan. La publicidad se redondea con esta frase: “Nosotros, cuando enseñamos la oficina a un nuevo empleado: este es el lugar donde puedes ir a gritar. No te preocupes, está insonorizado”.
A veces me pregunto, será la edad, en qué momento se nos fue la cabeza. Cuándo perdimos el norte civilizatorio y nos lanzamos a un tobogán sin darnos cuenta de que a partir de cierto momento ya no había tobogán y solo caíamos al vacío. No se trata de patologizarlo todo, pero, de verdad, ¿no es ir demasiado lejos, no les inquieta, no les parece enfermizo naturalizar que en nuestro espacio de trabajo llegue un momento en que debamos ir a gritar para desahogarnos, para no lanzarnos por la ventana o agredir a alguien? ¿Deseamos ver como algo normal sobrellevar la ansiedad trasladándola a microespacios tolerables, silentes, donde podamos berrear antes de volver a nuestra mesa recolocándonos el pelo? ¿Cuánto tardarán en opacar o esmerilar los vidrios de esas cabinas, para que no muestren a los empleados llorando, molestia que puede desmotivar a sus compañeros?
Los espacios, según Gaston Bachelard, son psicológicamente significativos. Generan sensaciones por sí mismos, o las liberan, o acorralan las emociones. Estos ergástulos laborales jibarizados me trajeron inmediatamente a la memoria los micropisos, las claustrofóbicas caravanas devenidas residencia habitual de los estadounidenses empobrecidos, los hoteles “cápsula”, las “skiphouses” presentadas como lo más en Instagram y que resultan ser… contenedores de obra convertidos en nanocasas de ocho metros cuadrados que, según los divertidos locutores de la empresa promotora, resultan ser “sorprendentemente amplios por dentro”. Precariedad molona: esto no lo vimos venir, pero ha venido para quedarse, como saben quienes buscan alojamiento en Madrid o Barcelona. Y claro, estos espacios infinitesimales, ¿no piden un peaje a sus habitantes? ¿No llegará un momento en que haya lista de espera para vivir en la cabina de la segunda planta, junto al ficus? También parece una broma, pero hace poco vimos cómo algunos empleados de Twitter bajo amenaza de despido se quedaban a dormir en las oficinas, para ser más productivos. El siglo XXI ha desarrollado un sentido del humor que se parece mucho al horror puro.
En su demoledora crónica Los brotes negros. En los picos de la ansiedad, el escritor y comisario de arte Eloy Fernández Porta relata una etapa de crisis, provocada por varios factores: la muerte en un breve período de su madre y su padre, una paulatina precarización de los trabajos culturales que conlleva la mudanza a un micropiso, una ruptura amorosa que funciona como detonante, ingredientes genéticos y ambientales, la autoexigencia extrema. Un cóctel explosivo. Sus brotes a veces se resolvían en ataques de llanto y otras en aullidos en público: “Y entonces empiezo a gritar de verdad. Primero son gritos extraídos de la pura garganta […] del fondo del esternón sale un bramido largo, una a creciente y desesperada”. Fernández Porta, con su inteligencia habitual, no achaca su ansiedad a un solo factor, no regala el terreno a ningún sesgo. Pero, desde luego, la precarización no ayudaba. El ínfimo espacio vital —más oclusivo aún para quienes pasaron intramuros el encierro pandémico— tampoco. Añade: “al declararme incapaz trato en vano de impugnar un sistema que solo sirve para los superdotados y no podrá sino crear multitudes de tullidos afectivos, negados rencorosos, desechados, donnadies”.
Hacia ese horizonte negro puede dirigirnos esta estructura implacable que genera cada vez más personas ansiosas, más trabajos precarizados, amenazados por el extractivismo productivo, la fatalidad tecnológica o la falta de garantías sociales. Nos deja en el borde, preguntándonos si esto es lo que tenía el futuro preparado para todos: el permiso para gritar cada vez más alto en un espacio angustiosamente menguante.
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