Rebelarse en defensa de los servicios públicos
A nivel europeo, las instituciones siguen apoyando, como una lengua de lava, el avance de la privatización. Es un eufemismo la defensa de los “servicios de interés económicos generales” en el Tratado de la UE
En Francia, el diario Le Monde ha denunciado recientemente el deterioro de la salud pública en algunas ciudades. Señala que, “en Orleans, los sanitarios están saturados; la falta de consideración, el agotamiento post-covid y, más allá de la crisis más visible, la de las urgencias, describen un sistema que se dirige hacia una catástrofe”. Eso que ocurre en esta ciudad trasciende a todo el sistema nacional de sanidad que, abandonado al albur de las manos de la privatización, será presa del mismo destino que encontraron, en los años 2000, los servicios de correos y de transporte público, entre otros, con la complicidad activa del Estado. Francia, que gozaba de uno de los mejores sistemas públicos sanitarios de Europa, está hoy experimentando su desaparición. De nuevo, y como si no hubiera habido una crisis económica tremenda dentro de la misma pandemia de la covid, el lenguaje que impera de forma idéntica en todos los países europeos es el de las restricciones presupuestarias y de la obediencia para 2024, propio de los criterios de convergencia. De ahí la prohibición de reclutamiento de médicos, la precariedad de las condiciones de este sector profesional, la exponencial deficiencia de medios técnicos para responder a las necesidades de la población. Y se puede extrapolar la misma situación a otros campos: educación, universidades, investigación, etcétera.
El objetivo no es otro que la privatización generalizada, es decir, la mercantilización de las actividades no mercantiles per se. Toda la cultura europea de la igualdad de oportunidades está condenada a muerte. En España, el nuevo camino depredador lo ejemplifican las comunidades de Madrid (13 universidades privadas, seis públicas) y de Valencia. Probablemente, Andalucía será la próxima. Emerge una temible contrarrevolución social de efectos letales para los más necesitados, que siguen aumentando. Las estrategias para imponer este modelo discurren disfrazadas de palabras aparentemente neutrales: “externalización”, “sostenibilidad”, “reformas estructurales”, “rentabilidad”, “trabajo parcial”...
La pandemia había puesto en evidencia el desarme colectivo frente a la alevosía de las leyes del mercado “libre”; los servicios de salud realizaron, con lo poco que disponían, un ejercicio de malabarismo para atender a los ciudadanos. ¿Pero estos sacrificios han cambiado algo? A nivel europeo, las instituciones siguen apoyando, como una lengua de lava, el avance de la privatización. Es un eufemismo la defensa de los “servicios de interés económicos generales” (SIEG) en el Tratado de la UE, si no va acompañada de una firme declaración constitucional de una moratoria para la salvaguarda permanente de los servicios públicos. Ello requeriría permitir a los Estados deducir de sus políticas presupuestarias los gastos necesarios vinculados a tales servicios, y por ende, devolver a la ciudadanía la semántica prioritaria del bien público frente al lema destructor de la “libre competencia”. Dos gobiernos progresistas, España y Portugal, rechazando la estrategia de privatización defendida por Bruselas en el sector de la electricidad, acaban de demostrar que hay vías alternativas que pueden frenar la guerra social impuesta a la ciudadanía. Basta voluntad política. Y rebeldía frente a lo intolerable.
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