Un reto formidable
Ahora que sabemos que la ley de amnistía tiene una pulcra argumentación jurídica, Sánchez debe explicar su proyecto en el Parlamento con luz y taquígrafos
Si en los pactos políticos cabe la posverdad, la cesión incluso en la descripción de los hechos para llegar a un acuerdo, la ley no permite esa ficción ponderada: exige un lenguaje común para pasar el filtro de los contrapesos liberales. Quizá por eso, a diferencia del pacto entre el PSOE y Junts de la pasada semana, en el preámbulo de la ley de amnistía pesa más la argumentación jurídica que la política. El relato que teje esa exposición de motivos da la espalda a aquellos que oponen dos legitimidades, la legal y la popular, como forma de justificar la crisis del procés. Separarlas es tan absurdo como decir que por un lado el pueblo decide, y por otro, se protegen sus derechos individuales.
El hecho de que la amnistía no esté explícitamente reconocida en la Constitución obliga a esa pulcritud jurídica y a buscar su encaje en el espíritu de la Ley Fundamental, porque esta es mucho más que la suma de sus artículos: es una afirmación ética en sí misma, un gran contenedor de nuestro mundo común. Y porque aprobar una ley de amnistía no es lo mismo que aprobar una ley de vivienda. La excepcionalidad de la medida es de tal calado que en países como Italia, que sí recoge en su Constitución la amnistía, se exige para su aprobación una mayoría de dos tercios en ambas Cámaras. Una amnistía es un acto de generosidad democrática tan excepcional que debe emanar de un consenso mayoritario. Y lo es porque afecta a principios tan importantes del Estado de derecho como la igualdad ante la ley y otorga al legislador la potestad de sobreponerse a otro poder del Estado como el judicial. Por eso, su justificación solo puede ceñirse por el bien constitucional que se persigue. Si es la convivencia, ¿por qué la parte magnánima no tiene frente a sí a otra que se arrepiente explícitamente? Renunciar a la unilateralidad no es renunciar a tus ideas políticas, sino a los medios ilegítimos para querer imponerlas. Se habla de un conflicto político que hay que resolver, aunque los conflictos políticos se resuelven a través del consenso, y aquí es difícil que lo haya cuando el partido de la oposición se queda fuera y aquellos que se benefician de la norma son decisivos en la votación para que la amnistía salga adelante.
Tal vez el problema reside en que para hablar de las razones de Estado primero debemos enfocar el debate. Hay un clarísimo interés instrumental, que es el de hacer a Sánchez presidente. Muchos votantes socialistas no están cuestionando la legitimidad del Gobierno por sus apoyos parlamentarios: simplemente les incomoda el medio a través del cual se va a instalar, y aunque finalmente estén de acuerdo con él, ese medio debe exponerse abiertamente para evitar la demagogia de las buenas razones. Sánchez debe ser claro y directo en este asunto. Hay una dimensión moral en el debate de investidura que tiene que ver con el imperativo de la franqueza, con el deber en el cuidado en decir las cosas como son, aunque molesten o disgusten.
Ahora que sabemos que la ley goza de una pulcra argumentación jurídica y que el más controvertido de los conceptos del pacto con Junts, el lawfare, no aparece, el candidato socialista debe explicar su proyecto ante la sede de la soberanía nacional con luz y taquígrafos. Ese discurso que se avecina es probablemente uno de los fundamentales de su carrera política. Le toca persuadir y convencer de que la amnistía va más allá del puñado de votos que necesita para ser investido. Le tocará demostrar que más adelante habrá servido para apaciguar Cataluña, y que ahogando ese fuego no ha alentado un incendio justo en el otro lado, el del nacionalismo español. Un reto formidable.
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