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Las otras vidas
Tribuna
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La corrupción tranquila

La antigua plaga española del clientelismo sigue prosperando en las zonas de sombra administrativa que le son tan propicias, en la impunidad no ya del desconocimiento, sino de la aceptación resignada o cínica de lo que siempre se ha hecho

La corrupción tranquila. Antonio Muñoz Molina
FRAN PULIDO
Antonio Muñoz Molina

Hay tantas cosas urgentes que a nadie le queda tiempo para ocuparse de las cosas importantes. Con el espanto de la guerra en Gaza, de la guerra en Ucrania, con el esperpento de ese fugitivo catalán de la justicia y los edecanes de su corte irrisoria en Bruselas recreándose en mantener en vilo a un país entero, ¿quién tiene tiempo, por ejemplo, para prestar seriamente atención al cambio climático, a las noticias diarias sobre los récords escalofriantes de temperaturas, o a las otras noticias no ya sobre la inacción a la vez criminal y suicida de empresas y gobiernos, sino sobre el incremento de las inversiones en combustibles fósiles en los mismos países teóricamente comprometidos a ponerles un límite? El ruido y la gresca lo borran todo. Los gritos roncos de esos bárbaros que ocupan la calle de Ferraz en Madrid con sus brazos levantados y sus banderas incendiarias remueven esa parte profunda de la memoria en la que sigue latente el miedo a lo peor del pasado: al Cara al sol, al uso bestial de la palabra “maricón”, la palabra “moro”, la palabra “hijoputa”, toda esa negra aspereza española que muchos de nosotros tuvimos la mala fortuna de experimentar en persona; una agresividad de barra de bar y copa de coñac, de arenga cuartelera, de exabrupto en tendido taurino o graderío de fútbol.

Personas de orden lamentan con una media sonrisa los excesos, siempre deplorables, y a continuación atribuyen a Pedro Sánchez la responsabilidad de que sucedan. Este último octubre ha sido el más caluroso en el mundo desde que existen registros, pero esa información se pierde bajo un nuevo alud de palabrería, de especulación y chisme político. Proyectos cruciales de plantas de energía eólica pueden quedar frustrados en España por culpa de la lentitud y la confusión de los procedimientos administrativos, y sin duda también porque muchas cosas acaban paralizadas cuando pasan tantos meses con un Gobierno en funciones, pero quién tiene tiempo ni ganas de ocuparse de esos asuntos, o de informarse sobre ellos, si la actualidad trae a cada minuto una nueva bronca que los algoritmos de las redes sociales agrandarán con su eficiencia automática.

Acabamos de saber que la producción de carbón va a seguir incrementándose al menos hasta 2030, y la de petróleo y gas, 20 años más. El mundo está quemando más del doble de los combustibles fósiles que habrían permitido cumplir con el Acuerdo de París de 2015, que aspiraba muy tentativamente a limitar el calentamiento del planeta a 1,5 grados. Más elocuentes que las cifras son los hechos: las inundaciones catastróficas, las sequías que convierten países enteros de África en desiertos, los incendios de amplitud continental que duran meses enteros. No pasa nada. Por ahora, son casi siempre otros los que cargan con las consecuencias de un sistema económico y un modo de vida que disfrutamos nosotros, otros los que sufren la contaminación de nuestra basura electrónica y pagan sin beneficio alguno el coste de nuestros privilegios.

Lo que parece que está lejos no importa. El espectáculo degradado y convulso de la así llamada actualidad política es una pantalla en la que se agitan fantasmas gritones, un teatro de títeres, un simulacro que oculta casi por completo la realidad al mismo tiempo que la intoxica con sus venenos de discordia y furia destructiva, no incompatibles con un trasfondo sórdido de cinismo. Los iluminados y los incendiarios, o al menos los menos tontos entre ellos, y los que luego los manejan y alientan no acaban de creerse su propia vehemencia. Al gran patriota perseguido y exiliado de Waterloo, que en otras épocas ha jugado a una épica redentora de tercera fila, ahora se le ha puesto en la cara un sarcasmo de tahúr, un gesto como de no poder contenerse la risa, la satisfacción de tener a un país entero pendiente de él, que se presenta a sí mismo y hasta tal vez se ve como la palpitante encarnación de su patria, pero quedó en quinto lugar en las últimas elecciones, detalle del que parecen olvidarse hasta sus adversarios. Esas elecciones resulta que las ganó en Cataluña el candidato socialista, que, sin embargo, por la extraña lógica de la política española, parece un hombre borroso, desalentado, vencido, con su voz débil y sus gafas grandes corridas sobre la nariz.

En medio de todo este circo, la antigua plaga española del clientelismo y la corruptela continúa prosperando en esas zonas de sombra administrativa que le son tan propicias, en la inercia, en la impunidad no ya del desconocimiento, sino de la indiferencia colectiva, de la aceptación resignada o cínica de lo que siempre se ha hecho. No hace falta molestarse en ocultar lo que ya no despierta vergüenza, y hasta el mayor escándalo se habrá olvidado en unos días, semanas como máximo. A quién le importa que a principios de este mes el Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía destituyese sin previo aviso al director del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Juan Antonio Álvarez Reyes, que ocupaba su puesto desde 2010 y lo había ganado en un concurso público y abierto, según el Manual de Buenas Prácticas que acordaron en 2007 los museos oficiales españoles, con el propósito de asegurar en lo posible la transparencia, el mérito y la equidad en los procesos de elección, tantas veces enturbiados en nuestro país por enjuagues políticos.

Pero el Manual de Buenas Prácticas resulta ser solo eso, y no una norma que deba ser obedecida. No conozco a Álvarez Reyes, ni tampoco a su sucesora, Jimena Blázquez, nombrada sin proceso de selección ninguno. Lo que sí conozco, tristemente, como cualquiera que se fije en estas cosas, es la corrupción insidiosa, tranquila, aceptada, que se impone en una Administración pública cuando todo depende del favor o el capricho de los cargos políticos, cuando son cargos políticos muchos puestos que deberían corresponder a funcionarios de carrera o a profesionales seleccionados según criterios objetivos de mérito, en concursos públicos, con todas las garantías de una legalidad que les otorgará las facultades y la independencia necesarias para cumplir con su trabajo. Civil servants, en la noble expresión inglesa, y no eso que lleva entre nosotros el título tan dudoso de “cargos de confianza”, que suena ya casi a conspiración mafiosa. Jimena Blázquez se declara dolida por las protestas que ha suscitado su nombramiento, apelando a su currículo y a sus credenciales en el mundo del arte, o del coleccionismo privado, pero esa no es la cuestión. Si el puesto de trabajo y la carrera profesional dependen del arbitrio político, inevitablemente se está suscitando la incertidumbre y el clientelismo, la necesidad no del cumplimiento exigente de la propia tarea, sino del favor del que manda, el miedo a no caer bien y a caer en desgracia, la sorda vileza del disimulo y la conspiración.

La consecuencia, de cara al exterior, es la ineficiencia y el descrédito: una Administración incompetente puede desbaratar hasta las políticas más racionales y mejor diseñadas, y está bajo la sospecha de servir a intereses partidistas, que cambiarán cuando ganen “los otros”, que solo para algunos serán “los nuestros”. Internamente, lo que acaba prevaleciendo es la desolación. Quien cumple y no medra siente muchas veces que ha trabajado en vano. Quien se empeña en hacer lo que debe y sabe y le gusta está destinado a la tranquilidad de conciencia y a la melancolía. Debajo de todo ese teatro, son ellos y sus semejantes en otros sectores fundamentales e invisibles los que hacen que el país, increíblemente, no se derrumbe.

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