El 75º aniversario del Día D crea el espejismo de unidad en Occidente
Donald Trump, Emmanuel Macron y Justin Trudeau son algunos de los dirigentes que acompañan a la reina Isabel II al lugar donde embarcaron los soldados en la batalla que cambió el curso de la historia
El 75º aniversario del Día D ha logrado este miércoles, durante una fugaz mañana en la localidad costera de Portsmouth, brindar un espejismo de unidad entre naciones con intereses revueltos, y colocar en el centro de ese esfuerzo común a un Reino Unido que hoy ha optado por el repliegue. Los líderes de los 14 países que participaron en el segundo frente para liberar a Europa de la invasión nazi han celebrado aquel espíritu de colaboración y las instituciones internacionales que trajo consigo el final de la Segunda Guerra Mundial.
La reina Isabel II tenía 18 años cuando se puso en marcha la Operación Overlord, y una fuerza de 156.000 hombres protagonizó el asalto de la costa francesa de Normandía. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump; el primer ministro canadiense, Justin Trudeau; o el presidente de Francia, Emmanuel Macron, aún no habían nacido. Quizá por eso, la reina de Inglaterra habló con su propia voz, brevemente, al final del acto, para decir a los 300 veteranos congregados en la inmensa explanada frente al Atlántico: “Mi generación ha demostrado con creces su resistencia. Y estoy aquí de nuevo para deciros que nunca olvidaremos vuestro esfuerzo”. El resto de jefes de Estado accedieron, por el breve espacio de dos horas, a renunciar a todo protagonismo y prestar sus voces a aquellos que hicieron Historia con mayúsculas.
Trump leyó la plegaria del presidente Roosevelt, dedicada a todos los que atravesaron el océano y libraron una batalla “para preservar nuestra República, y parar liberar a una humanidad que sufre”. Macron aparcó por unos minutos su refriega con el Reino Unido por la pesadilla del Brexit, y dio las gracias en inglés antes de recitar la última carta de Henri Fertet, el joven resistente francés ejecutado a los 16 años: “Voy a morir por mi país. Quiero que Francia sea libre y que los franceses sean felices. No quiero una Francia arrogante ni que lidere el mundo, sino esforzada, laboriosa y honesta”.
El esfuerzo dedicado por la BBC a los preparativos del acto rindió sus frutos, en una ceremonia que recordaba al Reino Unido amable y acogedor que pudo verse en los Juegos Olímpicos de Londres de 2012. Los miles de ciudadanos anónimos que se expandían por la explanada adyacente al escenario, entre puestos improvisados de fish and chips, comida asiática y hasta un establecimiento de churros con chocolate que hacía su agosto, aplaudieron cada intervención, pero se volcaron cuando apareció John Jenkins, de 99 años, vecino de Portsmouth, toda una institución en la ciudad. “Nunca te olvidas de tus camaradas, porque en aquello estuvimos todos juntos. Yo fui solo una mínima parte de una maquinaria enorme”, dijo.
Una enorme pantalla sirvió para enfatizar, a lo largo del acto, el despliegue industrial, tecnológico y de inteligencia que fue necesario para lograr todo aquello. Y el sacrificio de miles de personas, cuyas palabras volvían a la vida a través de los actores que fueron sucediéndose en el escenario. Era un día de celebración en el que sobraban los matices, y la vitalidad de los estadounidenses, el patriotismo de los resistentes franceses o el indispensable papel de las mujeres británicas en la creación de una admirable maquinaria de espionaje de guerra fueron recordados y ensalzados.
La explanada se convirtió en una pista de baile improvisada cuando la Tri-Service Orchestra, con 70 músicos en el escenario, comenzó a interpretar los ritmos de swing o de boogie que llegaban al continente desde la América de los años cuarenta.
Trump trajo consigo la habitual manifestación de protesta por su presencia, pero no fue multitudinaria, y se mantuvo, como ocurrió en Londres el martes, lo suficientemente alejada como para no distorsionar la imagen de unidad y concordia. La canciller alemana fue testigo mudo de un acto en el que todo se contó del modo más delicado posible para no levantar susceptibilidades.
La primera ministra británica, Theresa May, deseosa más que ninguno de los presentes de alcanzar ya su orilla, leyó la carta a su mujer del capitán Norman Skinner, que murió en la playa Sword el Día D. “Confiaba en haber podido estar contigo el pasado fin de semana, pero me ha sido imposible abandonar el puesto y todo lo que quiero decirte deberé hacerlo por escrito”, leyó. May hará efectiva el viernes su renuncia al liderazgo del Partido Conservador.
La mayoría de los residentes de Portsmouth y de otras partes del Reino Unido que acudieron al acto no disimulaban de qué pie cojeaban. Banderas británicas por todas partes, gorras con la leyenda “hagamos grande de nuevo a Bretaña” y hasta camisetas de apoyo a Trump. La salva de aplausos más apagada se la llevó May. Hasta Macron tuvo mejor recibimiento.
Pero el momento de mayor silencio y respeto llegó cuando apareció en la pantalla la imagen de Winston Churchill, y en los altavoces resonó su voz: “Lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas. Nunca nos rendiremos”. El realizador tuvo el acierto de llevar a primer plano el rostro de Isabel II mientras escuchaba las palabras del primer ministro con quien echó a andar su reinado. Solo ella y los veteranos de guerra lograron que el público de la pradera se pusiera en pie con respeto, en una muestra implícita de nostalgia hacia un tiempo que ha quedado ya muy lejano, y que se presta en estos días a ser malinterpretado en el debate político del Reino Unido.
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