La virtud esencial
El coraje constituye el único instrumento capaz de proporcionar calidez humana en circunstancias extremas


11 de septiembre de 1973. Santiago de Chile. Palacio de la Moneda, sede de la presidencia de la República. El golpe militar liderado por el general Pinochet está a punto de triunfar y la democracia chilena a punto de eclipsarse. Salvador Allende, presidente legítimo de la República, ha evacuado a las mujeres y los niños de La Moneda, donde solo permanecen un puñado de fieles a la legalidad. Faltan apenas unos minutos para que el presidente pronuncie en Radio Magallanes un discurso insuperable —quizá porque en realidad es un discurso póstumo: porque, cuando lo pronunció, Allende ya había elegido morir y hablaba desde el más allá— y, en medio de una niebla cerrada de humo y polvo, entre el aullido rasante de los Hawker Hunter que sobrevuelan La Moneda, el estruendo de las bombas, el zumbido de las balas, el olor inconfundible de la guerra y el temblor de terremoto de los suelos y las paredes, el presidente le pregunta a su secretario de prensa, el periodista Carlos Jorquera, alias El Negro Jorquera: “Oye, Negro, no tenemos miedo, ¿no?”. “No, presidente”, contesta Jorquera. “Lo que tengo es un susto que me estoy cagando”.
Eso es el coraje: gracia bajo presión, por decirlo como Hemingway, el don de hacer reír cuando uno sabe que se está jugando la vida. No creo que los seres humanos seamos capaces de nada mejor; tampoco lo creía Winston Churchill. Éste escribió en una ocasión (a Fernando Savater le gusta recordarlo) que el coraje es la base, el fundamento, la condición de posibilidad de todas las demás virtudes; cierto: pocas virtudes más altas que la bondad, pero la persona más bondadosa del mundo puede convertirse en un canalla si, dadas determinadas circunstancias adversas —un golpe de Estado, sin ir más lejos—, carece del coraje suficiente para ejercer su propia bondad. Recuerdo unas palabras de Svetlana Aleksiévich que bastarían para demostrar por qué esa mujer es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, o por qué posee un conocimiento de los seres humanos que solo se halla al alcance de un escritor realmente grande. (Quien no haya leído El fin del ‘Homo sovieticus’ que abandone de inmediato este artículo y salga corriendo a comprarlo: hasta donde alcanzo, se trata de uno de los mejores libros del siglo XXI). En una entrevista publicada en 2019 por el diario El Mundo, Antonio Lucas le preguntó a Aleksiévich qué cosas temía; como cualquier persona decente, la escritora bielorrusa vino a decir que nada temía más que a sí misma. “No quisiera saber cuáles son mis instintos en situaciones extremas”, declaró. “He hablado con mujeres y hombres que vivieron la batalla de Stalingrado y el cerco de la ciudad. Gente buena que en un momento así hizo barbaridades. Esa experiencia no me gustaría tenerla. Quizá por eso mis libros no son una recopilación de testimonios del terror ajeno, sino que el interés máximo que tengo al escribir es mostrar cómo se puede mantener la calidez humana incluso en situaciones infames”. Resulta imposible mantener esa calidez humana sin coraje; dicho de otro modo: el coraje constituye el único instrumento capaz de proporcionar calidez humana en circunstancias extremas. Y, como se trata de la virtud máxima, esencial, es un misterio; hasta que llega la hora de la verdad, nadie sabe quién lo posee y quién no: quien parecía más valiente puede revelarse como un cobarde, y quien parecía más cobarde puede revelarse como un valiente. Y por eso, cuando vienen mal dadas, las personas en principio buenas son capaces de hacer cosas muy malas y las personas en principio malas son capaces de hacer cosas muy buenas. Nadie sabe cómo va a reaccionar en la hora de la verdad, así que lo mejor es evitar que llegue, para que no tengamos que averiguarlo.
El problema es que siempre acaba llegando. Borges escribió que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Siempre acabamos sabiéndolo, el momento siempre llega. Y yo creo que a lo mejor que podemos aspirar es a que cuando llegue merezcamos, como El Negro Jorquera, el don de tener una salida graciosa.
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