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Svetlana Alexiévich: “No me dedico a recoger solo horrores, sino que busco una nueva mirada que haga reflexionar”

La premio Nobel de Literatura, que prepara un libro sobre el “Gulag de Bielorrusia”, describe desde su exilio en Berlín la opresión que sufren sus compatriotas

Pilar Bonet
Svetlana Alexiévich, en su casa de Berlín el pasado 10 de diciembre./ PILAR BONET
Svetlana Alexiévich, en su casa de Berlín el pasado 10 de diciembre./ PILAR BONET

La cita con Svetlana Alexiévich es en Berlín, en el piso tan enorme como desangelado donde el Servicio de Intercambio Académico de Alemania (DAAD) acogió a la escritora en otoño de 2020, cuando la Nobel de Literatura 2015 tuvo que abandonar precipitadamente Bielorrusia ante un peligro de represión todavía real. “No sé cuándo podré volver a mi país”, afirma en esta entrevista realizada el 10 de diciembre pasado.

A la bielorrusa Alexiévich, 73 años, le acaban de prolongar el permiso de residencia, un año más, que ella preferiría pasar en una vivienda pequeña y acogedora. “Yo no estaba incluida en el programa de intercambio alemán cuando me marché de Bielorrusia, así que me alojaron en este apartamento que estaba disponible por entonces”, dice mientras recorremos los salones cuyos techos están a más de tres metros por encima de nuestras cabezas. Svetlana se para junto a la lámpara de lectura, digna de Gulliver, que acaban de enviarle y sonríe, pese a que su salud (una inflamación recurrente del trigémino) la atormenta estos días.

La escritora fue miembro del consejo coordinador de las protestas contra los truculentos comicios presidenciales de Bielorrusia, que el 8 de agosto de 2020 proclamaron como vencedor a Aleksandr Lukashenko (en el poder desde 1994). Durante la represión que siguió, Alexiévich fue interrogada por el comité de investigación de Bielorrusia. Según cuenta, los diplomáticos extranjeros y funcionarios internacionales, que durante varias semanas habían montado guardia en su domicilio de Minsk, la acompañaron a finales de septiembre al aeropuerto para dar la alarma si a la escritora le ponían pegas para partir. No se las pusieron.

En Bielorrusia se vive ya como en los libros de Solzhenitsin, con una mochilita preparada con lo imprescindible para los primeros tiempos en prisión

Alexiévich se siente cómoda en Alemania, donde ya estuvo exiliada en la primera década de este siglo cuando recibía amenazas por su libro Los muchachos de Zinc, voces soviéticas de la guerra de Afganistán. “Mis condiciones de vida son muy buenas, pero soportar el exilio me resulta ahora mucho más difícil que la primera vez, porque entonces era más joven”, explica.

En Berlín la escritora ha comenzado un nuevo libro y, de momento, ha interrumpido la obra sobre el amor y la vejez, a la que tanto tiempo y esfuerzo dedicó. En vez de indagar en la felicidad personal al margen de la política, se concentra ahora en una nueva obra coral, cuyos protagonistas son sus propios conciudadanos, los bielorrusos que —por haberse atrevido a exigir unos comicios justos— han perecido, son torturados o se consumen en siniestros calabozos. “Quisiera acabarlo en un año, pero ya veremos cómo me resulta. No tengo fecha, pero no se puede dar a luz antes de nueve meses. Yo no me dedico a recoger solo horrores, sino que busco una nueva mirada que haga reflexionar”, señala.

Desde Berlín, Alexiévich viaja a otras ciudades, a otros países europeos para escuchar las voces procedentes de ese “nuevo “Gulag” en el que, según ella, se ha convertido el país dirigido por Lukashenko. “Hoy tenemos un ‘archipiélago Gulag’ a escala de Bielorusia. Lo que sucede allí hoy es absolutamente comparable con el mundo de Alexandr Solzhenitsin”, afirma. “La gente tiene miedo, porque en cualquier momento y lugar, en las ciudades o en los pueblos, pueden irrumpir en tu casa para detenerte” afirma. Y continúa: “En Bielorrusia se vive ya como en los libros de Solzhenitsin, con un maletín de emergencia preparado, una mochilita con lo imprescindible, un cepillo de dientes, una muda, para los primeros tiempos en prisión”. “Al salir de la cárcel, el mejor regalo que puede hacer un preso a sus compañeros de celda es dejarles su ropa interior”, puntualiza.

Entre el Gulag soviético y el de Bielorrusia hay diferencias de escala y de profundidad. “Stalin tenía ideas. Ahora no hay ideas, solo el deseo de mantener el poder. Lukashenko ha logrado manchar de sangre y poner en un callejón sin salida a policías y carceleros, a los que asusta diciendo que serán represaliados si a él le pasa algo”. En Bielorusia, los guardianes del régimen “pegan y no saben en nombre de qué”. “Son los nuevos amos, tienen buenos sueldos y pueden detener a cualquiera”, añade.

La escritora advierte: “La represión no llegó aún al nivel de Solovkí [el severo campo de trabajo del Gulag en el mar Blanco], pero esa es la tendencia. ¿Acaso se puede convertir a una persona en un trozo de carne solo porque quiere elecciones libres, que es lo que está escrito en la constitución? Alexiévich dice haberse sentido mal al contemplar las fotos con las que un médico documentó el estado de los heridos ingresados en el servicio de urgencias tras las manifestaciones. La policía quería borrar las huellas y a los médicos se les prohibió redactar partes sobre aquellos pacientes”. Después, relata un testimonio: “El jefe de un servicio médico se quejaba a un jefe policial por las condiciones de los heridos. El policía, a su vez, increpó al médico por enviar a doctores llorones e hipersensibles (a los lugares donde la policía había actuado contra los manifestantes) y luego le colgó el teléfono. Un médico joven advertía a quienes llegaban al hospital con traumas y señales de violencia que estaba obligado a denunciarlos y les recomendaba que se fuesen cuanto más lejos mejor”.

Polonia, Ucrania, Lituania o Alemania han sido los principales destinos de quienes siguieron aquellas recomendaciones. Todos los miembros públicos del consejo coordinador de la oposición bielorrusa están hoy en el exilio o en la cárcel. “Entre los exiliados hay quien prefiere mantener el anonimato, para proteger a los miembros de sus familias residentes en Bielorrusia”, apunta. En su país, Alexiévch no hubiera podido escribir el libro en el que trabaja ahora, pues “hubiera vivido en constante sobresalto con peligro de ser arrestada y de que los manuscritos fueran confiscados”. La autora quiere ir más allá de una recopilación de testimonios sobre la brutalidad, e inquiere sobre el origen del mal y las raíces del sadismo. Como fuentes utiliza entrevistas, cartas y documentos publicados, tales como los “últimos alegatos” de los procesados antes del veredicto judicial.

Una persona que sale del campo de concentración donde se pasó la vida no puede ser libre de la noche a la mañana. Solo ahora se comprende que estamos ante un largo camino

Alexiévich admite que se apresuró al dar por concluida la época del hombre soviético. “No solo no se había acabado sino que se reproduce en los jóvenes uniformados y se mantiene en una parte de la población”, dice. “En los años noventa salimos a la calle reclamando libertad, derribamos el monumento a Felix Dzerzhinsky [el fundador de la checa o policía política soviética], pero después se hizo evidente que aquello eran solo palabras y ahora, treinta años más tarde, se abren museos dedicados a Stalin, se afirma que el derribo de Dzerzhinsky fue ilegal y se quiere prohibir la organización Memorial. Eso significa que la democracia retrocede”, dice.

“Una persona que sale del campo de concentración donde se pasó la vida no puede ser libre de la noche a la mañana. Solo ahora se comprende que estamos ante un largo camino”, afirma. “Cuando yo estaba escribiendo El fin del “Homo Sovieticus” y llegaba a Moscú procedente de las provincias rusas, mis interlocutores no me creían si les decía que la gente libre de la que hablaban no existía, que los jóvenes debían crecer todavía. Ellos [los moscovitas] me aseguraban que su proceso [el de Rusia] era irreversible y sin vuelta atrás, a diferencia del nuestro [el de los bielorrusos], que seguíamos en el koljoz [una forma de explotación agrícola soviética]. ¿Y qué vemos ahora?”, explica Alexiévich.

“En Rusia la oposición a la dictadura era una capa muy fina. En Bielorrusia el año pasado salieron a la calle medio millón de personas y recuerdo la sensación de fiesta que tuvimos y que nunca había visto tanta gente tan bella junta. Nos mirábamos los unos a los otros y estábamos contentos de ser tantos y de no estar solos. Parecía que, al ver cuántos éramos, Lukashenko se asustaría y se iría. Era una ingenuidad total. En el consejo de coordinación insistimos en que no debía verterse la sangre y la acción pacífica fue mérito de las mujeres. En cada esquina de Minsk había un carro de combate, pero nosotros estábamos en contra de la violencia. Hoy, medio millón de personas, las más enérgicas, están en el extranjero, porque en Bielorrusia les amenaza la cárcel”, expone.

Alexiévich, el 9 de septiembre de 2020, hablando con los periodistas en la puerta de su apartamento en Minsk.
Alexiévich, el 9 de septiembre de 2020, hablando con los periodistas en la puerta de su apartamento en Minsk. TUT.BY (Reuters)

¿Cómo se puede poner fin al régimen de Lukashenko? “Es una cuestión difícil. Svetlana Tijanovskaia [la esposa del encarcelado candidato presidencial Serguéi Tijanovski que muchos reconocen como la vencedora real de los comicios de 2020] ha madurado. Todos tienen que hacer lo que puedan. Los que se han quedado en Bielorrusia deben tener cuidado, pues salir a la calle puede suponerles cinco o seis años de cárcel. El consejo coordinador se mantiene y tiene muchos miembros nuevos, cuyos nombres son secretos. Los que estamos fuera hacemos llamamientos, escribimos cartas, pero la gente que puede trabajar en la clandestinidad en Bielorrusia hace mucho más. Para mí lo principal hoy es escribir mi libro”.

La escritora prosigue: “Como mínimo dos países diferentes coexisten en Bielorrusia. Uno deja la puerta abierta y brinda refugio a los que huyen del terror; el otro delata a los fugitivos e indica a la policía la dirección por la que han huido”. Las tensiones entre el campo y la ciudad se reflejan en las relaciones entre las dos “Bielorrusias”, explica Alexiévich, y cita otro testimonio: “Un funcionario de prisiones pegaba a un detenido y le increpaba: ‘¿Qué te faltaba a ti? Tú tienes un piso de cinco habitaciones y yo vivo con mi mujer en una residencia colectiva. Tú tienes un Mercedes y yo vine del campo y no tengo nada”.

Alexiévich relata que un familiar suyo renunció a comprar un confortable piso en Minsk, al enterarse de que su propietario era oficial de las fuerzas antidisturbios. “El oficial y su familia se mudaban de aquel edificio porque los vecinos no les saludaban y los niños de la escalera no querían jugar con los suyos. ‘¿De qué es culpable? ¿Qué tienen en su contra?’, exclamaba la madre del oficial. Llegada del campo para cuidar a los nietos, aquella mujer no solo no entendía por qué los vecinos le hacían el vacío, sino que estaba agresiva por ello”.

Al servicio de Lukashenko hay policías y carceleros masculinos que violan a detenidos (según los testimonios de Alexiévich, con preferencia por los hombres). En los abusos participan también las mujeres. “Me han hablado de una capitán llamada Cristina, a la que le gusta pegar a los hombres en los genitales”, relata. Lukashenko tiene sus propagandistas, como Grigori Azariónov, un condecorado periodista televisivo de 26 años, dotado de una agresividad verbal viperina muy superior a la de sus colegas rusos con análogas funciones de propaganda al servicio del Kremlin.

Me han hablado de una capitán llamada Cristina, a la que le gusta pegar a los hombres en los genitales

Según recogen las listas confeccionadas por asociaciones de derechos humanos, en Bielorrusia el número de presos políticos se acerca al millar. Entre ellos están Víktor Babarijo, el respetado banquero y refinado mecenas, que quiso competir con Lukashenko por la presidencia. Babarijo ha sido condenado a 14 años de cárcel por un tribunal que lo declaró culpable de lavado de dinero y de sobornos. Entre los presos está María Kolésnikova, la jefa de campaña de Babarijo, condenada a 11 años por “conspirar” contra el régimen y por “fundar una organización extremista”. A 18 años de prisión fue sentenciado Serguéi Tijonovski, poco después de esta entrevista.

Las condiciones penitenciarias en Bielorrusia parecen cortadas a medida de la sensibilidad de los presos, según relata la escritora. Activo socio del club de discusión que Alexiévich reunía regularmente en Minsk, Babarijo, un hombre grueso, vigila ahora (con las ventanas cerradas) el horno del pan de la colonia penitenciaria de régimen severo donde cumple condena. Kolésnikova, musicóloga formada en Alemania y gestora cultural internacional, está internada en una celda de cuatro metros cuadrados. Cuando los carceleros la sacan a pasear a un espacio de nueve metros cuadrados, las demás reclusas son obligadas a esconderse, cuenta Alexiévich, citando el testimonio de una presa liberada que oyó como María gritaba: “!Quiero ver a gente!”.

Opositores desaparecidos

Prisioneros en Bielorrusia están Alexandr Feduta, politólogo, filólogo y crítico literario, detenido en Moscú en abril de 2021 y extraditado a Bielorrusia, donde se le acusa de intento de golpe de estado. Y está también Guennadi Mozheiko, corresponsal en Bielorrusia del periódico ruso Komsomólskaya Pravda, que fue obligado a abandonar Moscú, donde se había refugiado, y regresar a Minsk, donde desapareció. También está prisionera la ciudadana rusa Sofía Sapega, que acompañaba al bloguero Román Protasevich en el avión de Ryanair obligado a aterrizar en Minsk en mayo pasado. “Rusia ha apoyado a Lukashenko desde el principio. Es comprensible, ya que las revoluciones democratizadoras son contagiosas”, dice la escritora.

Mientras hablamos, Alexiévich recibe llamadas desde Bielorrusia. Por el móvil, llega la voz de su amiga, la escritora María Vaitziashonak, que sigue residiendo en Silichy, en aquella dacha bucólica a 40 kilómetros de Minsk donde Svetlana se proponía escribir mirando los trigales y las colinas cuando la visitamos en el verano de 2019. Vacío quedó el piso que la autora compró en Minsk tras recibir el Nobel. Desde aquella magnífica atalaya sobre el ensanchamiento del río Svislach, la escritora se emocionó contemplando la riada de manifestantes que desplegaron enormes banderas rojiblancas. Luego, los carros blindados se apoderaron de aquel espacio y ella constató que el mundo soviético no había concluido.

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Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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