La historia se desvanece en el primer ‘archipiélago Gulag’
Una exposición fotográfica recoge retazos del pasado del primer campo de trabajos forzados para presos políticos de la URSS
Allí donde clavaría su compás un cartógrafo tembloroso para dibujar la costa que cerca el mar Blanco, allí está Solovkí. Peregrinos ortodoxos acuden a estas islas como imantados por un monasterio, patrimonio de la humanidad, que se cimenta en los tiempos de Iván el Terrible. Contarán que el archipiélago están cuajado de frondosos bosques perennes, de nieve o hielo de octubre a mayo, que el sol supera el horizonte apenas tres horas en diciembre. Con sus cámaras convencionales registrarán, innegable y concreto, el espacio físico.
Pero en este pequeño conjunto de islas de apenas 350 kilómetros cuadrados y unos 900 habitantes hay otro espacio, velado y en franca desaparición. A capturarlo se lanzaron en sendos viajes de 2015 y 2016 dos fotógrafos españoles, Juan Manuel Castro Prieto y Rafael Trapiello, a petición de la revista alemana Mare. Un proyecto que, aseguran, pronto trascendió el mero encargo de retratar los restos de un horrendo campo de trabajos forzados y castigo de presos comunes y políticos para convertirse en un propósito “más personal y más emotivo”. Aquel gran reportaje ha derivado en un libro y una exposición itinerante, comisariada por Alicia Ventura, en el Centro José Guerrero de la Diputación de Granada. Y también en un reto que el espectador juzgará o no superado: captar los fantasmas del terrible pasado de Solovkí en los ojos o las casas de sus habitantes actuales, en las sotanas espectrales de unos hieromonjes esquivos y en la fronda nacida de las fosas comunes.
Aleksandr Solzhenitsyn llamó a los campos de Solovkí “la madre del Gulag”, el primer “triturador de carne”, en la gráfica acepción de la ensayista Anne Applebaum. Un historiador que ha dedicado años de trabajo a investigar el horror del sistema de campos-prisión, Yuri Brodski, ilustraba en una entrevista de 2017 la impiedad con la que el primer Gulag devoraba a sus habitantes: “El primer hombre que izó la Bandera Roja en Solovkí fue su prisionero tres años después”. El Gulag de Solovkí fue copiado por doquier a lo largo y ancho de la URSS.
De todo el horror del primer Gulag, que llegó a contar con 8.000 prisioneros en algunos momentos de sus 16 años de existencia según un informe de la ONG Memorial, hoy apenas quedan rastros concretos. “Pensábamos encontrar alambradas, torres de seguridad, vías de tren, algo pragmático a lo que agarrarnos para salvar el reportaje”, confiesa Rafael Trapiello. Pero de eso no había nada. Comoquiera que la realidad no ayudaba con la escenografía, los dos fotógrafos optaron por otras maneras de revelarla. “Queríamos plasmar el pasado, pero también lo que es Solovkí actualmente: una especie de pequeño paraíso teñido de la impronta del pasado”, comenta Juan Manuel Castro Prieto. “Como no podíamos tener un registro real de lo que había habido, porque lo estaban borrando todo, decidimos adoptar un punto de vista más onírico, algo que te hiciera recordar”.
El útil encuentro en la isla con Yuri Brodski les abrió los ojos. Encontraron un pequeño museo dedicado al Gulag, pero su relato les pareció sesgado. “Se incide en las penurias sufridas por los monjes. La Iglesia ortodoxa está contando que Solovki es un lugar de paz antes de la llegada de los bolcheviques, que perturbaron esa paz y los convirtieron en mártires, y ellos inciden mucho en esa historia”, detalla Trapiello. Según Yuri Brodski, el lugar ya era una prisión en el siglo XVI. “Lo concibió Iván el Terrible como manera de dar tarea a los monjes. Era la prisión más temida de todo el Rus. Los registros aseguran que ni las ratas podían sobrevivir a sus mazmorras, por no mencionar a los seres humanos”. En una entrevista para EL PAÍS en 2003, Brodski ya denunció que las labores de restauración estaban alterando el discurso histórico. “Quieren el monasterio tal como era en el siglo XVI, como si no hubiera habido otra historia después", se lamentaba.
Castro Prieto y Trapiello tuvieron pronto pruebas de que el poder omnímodo del monasterio sigue vigente cuatro siglos después. Acuden al monte Sekírnaya. Allí, debajo de un faro, están las fosas comunes y hay unas tumbas de víctimas del Gulag. Un grupo de personas reza ante ella. ¡Eureka!, por fin tienen un vestigio de los tiempos negros de Solovki. Pero la mujer que lidera el grupo de oradores, sabrán más tarde, trabaja para el todopoderoso monasterio, verdadera autoridad en un lugar sin apenas sombra del poder civil, y que es el patrón de muchos habitantes. La mujer da el quedo. Desde entonces, notan que su presencia no es grata. Les impiden fotografiar el monasterio.
Y en el monasterio, les ha dicho Yuri Brodski, están los restos de una puerta con una mirilla, una celda, pegada como muchas al edificio religioso mismo. Las tareas de restauración emprendidas a principios de este siglo parecen un pretexto para borrar el pasado. Los fotógrafos encuentran a obreros raspando la cal sobre las paredes de ladrillos donde los presos grabaron en su día sus grafitis.
A falta de poder registrar esa evidencia, Brodski los lleva a una cárcel, aunque jamás llegase a albergar a preso alguno. El estallido de la Segunda Guerra Mundial sorprendió al primer Gulag, que en sus dos últimos años, en un epítome de crudeza, había llegado a prohibir incluso que los presos se apoyasen en las paredes para descansar. En 1939 el antiguo campo-prisión se convirtió en base militar. Los prisioneros se trasladaron a Siberia u otras partes del inmenso país. Eso, los trabajadores más capacitados, los que habían levantado, con su faena de esclavos, la industria maderera de la zona. Los débiles y enfermos murieron fusilados. Un empresario que restaura monumentos de piedra, de apellido Ruslan, unos 40 años, checheno, les explica para qué sirve cada parte de la cárcel sin estrenar. Él también ha estado entre rejas, les cuenta que hace pocos años, en la Rusia de Putin. A Trapiello y Castro Prieto les sorprende que una prisión actual siga el modelo de otra diseñada hace casi un siglo.
Imagen onírica
El recurso a la imagen onírica, sugerente, es una constante en el trabajo de los dos fotógrafos. “Cada uno se hace en su cabeza la imagen de lo que ha sido. Es como cuando lees un libro y en tu cabeza te montas una escena visual”, detalla Castro Prieto, Premio Nacional de Fotografía en 2015. Esa sensación de irrealidad queda reflejada en unas imágenes captadas con una cámara de gran formato, con la que, a diferencia de las cámaras más convencionales, se pueden enfocar o desenfocar elementos de la escena que están a una misma distancia del aparato fotográfico. Así aparece nítida la cara de un viejo farero, y borrosas sus manos y sus pies.
La exposición recorre los rostros, duros y tiernos a la vez, de los habitantes de Solovkí. Al farero se le muestra en su casa de una sola habitación, rodeado de objetos que resumen su vida; una maestra-guía repasa un cuaderno con la misma soledad íntima de la Habitación de hotel de Hopper; una mujer de edad mira a cámara tímida y desconfiada con la barbilla apoyada en sus manos leñosas...
Pero también se detiene, y mucho, en imágenes frescas de niños: a resguardo del frío en una colorida escuela, a la intemperie, en un parque de recios columpios hechos con troncos. ¿Son conscientes los habitantes de Solovkí de su pasado? "Creo que sí, hay gente, la más preparada, sí". ¿Y los niños? "Yo tengo mis dudas. Ya no hay huellas. Es como en España con la Guerra Civil. ¿Los jóvenes hablan de la Guerra Civil? ¿Saben lo que fue el Golpe de Estado de Franco? Algo parecido, pero más bestia, ocurre en Rusia, donde no tienen ninguna cortapisa", detalla Castro Prieto. "Stalin es un potentísimo generador de identidad nacional, y atacarlo es menoscabar esa identidad", apunta Trapiello. La historia, en su opinión, se está reescribiendo en Solovkí en clave ensalzadora y nacionalista. Al tiempo, se borra la escritura de los presos sobre los ladrillos.
De carcelero a preso
A las fotos de los dos reporteros españoles se suman otras del rico archivo personal de Yuri Brodski, cedidas para la exposición. En una imagen de grupo se ve a un hombre uniformado acompañar al escritor Máximo Gorki, enviado en 1929 a Solovkí para contrarrestar con sus escritos propagandísticos la reputación de crueldad mortífera del campo. Es Alexander Petrovich Nogtev, el primer director del "campo de propósitos especiales", según el eufemismo estalinista. Años después, es un preso más en Siberia, y su ficha de recluso, que también se puede contemplar en la exposición, lo muestra demacrado. “Una mañana un hombre podía ser el carcelero y al día siguiente podía estar picando carbón”, pone por ejemplo Rafael Trapiello.
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