A la manera de Borges
Una sociedad fascinada por la urgencia de la novedad necesita volver a apreciar matices y detalles


No es tiempo de sutilezas, nada resulta ya propicio para reforzar los matices, detenerse en los detalles, disfrutar de la inmensa variedad de las cosas. Lo que hoy se impone es meter las manos en el estiércol, levantar un prontuario de ofensas, jugar a ser víctimas permanentes de una remota conspiración, buscar aliados para reforzarse en una batalla que se libra entre lo oscuro y lo luminoso. Por eso es estimulante encontrarse con el Borges profesor y meter las narices en su Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, que aterrizó en las librerías el año pasado y que rescata unas lecciones que dictó en 1966. Un Jorge Luis Borges ya ciego se ofrece como guía para explorar algunos momentos que lo conmovieron, e intenta explicar qué le ocurrió cuando quedó cautivado por una frase, un fragmento, los sonidos de una lengua, sus expresiones. “Es como si oyéramos el ruido de las espadas, el golpe de las lanzas sobre los escudos, el tumulto de los gritos en la batalla”, comenta a sus alumnos al tratar de los poemas épicos que escribieron los anglosajones en la Edad Media.
Borges ha quedado como el referente de lo más sofisticado y elitista, como alguien que forma parte del mundo espeso y severo de las bibliotecas y que ha perdido cualquier contacto con la vida. Luego resulta que fue un tipo que se mezcló con el ruido de su tiempo, que dio a conocer buena parte de sus textos en publicaciones destinadas al gran público, que tuvo una querencia muy grande por lo que ocurría en las calles, que le gustaba pasear y husmear en los asuntos corrientes, que hubo épocas en que puso la máxima atención en los arrabales, en los duelos a cuchillo, en las trampas de los tugurios, en el lado más salvaje de aquel Buenos Aires que crecía de manera caótica. Y, bueno, siempre estuvo el otro. El que cabalga a lo largo y ancho de todas las culturas a través de los siglos, y que lo hace como si fuera contemporáneo de un viejo sabio chino, de un ilustrado escocés, del propio Cervantes.
“Tigres, laberintos, duelos, calles, libros, siglos, voces”: todo está a disposición de Borges para construir su literatura, dice el escritor argentino Alan Pauls en un libro que publicó hace años —El factor Borges— y que constituye acaso la mejor herramienta para volver a sumergirse en sus obras. En un momento dado se pregunta si no es nada más que un artista de la copia y la falsificación. “Leer, glosar, reseñar y traducir son solo algunas formas evidentes de ese parasitismo”, apunta. “Es como si escribir fuera eso, nada más y nada menos que eso: cambiar cosas de lugar, cortar y pegar, extrapolar y hacer injertos, descolocar y reponer, expatriar y arraigar, separar e insertar”.
¿Es todo tan original como pretende esta época que se rinde a cada nuevo hallazgo como si acabara de descubrir el mundo? Borges, que construyó algunos de los artefactos literarios más sorprendentes y que despejó la maleza de los caminos para descubrir prodigios ocultos y que ofreció maneras para enfrentarse a las cosas desde lugares insospechados, piensa que no.
“Intento pasar lo más desapercibido e invisible que puedo; tal vez, la única manera de pasar desapercibido es vestirse con un poco de cuidado, ¿no?”, dijo en una entrevista. En pleno ruido y cuando tantos sacan el pecho para rasgarse las vestiduras, acaso sirva operar a la manera de Borges. Hacerse invisibles y poder escuchar “el golpe de las lanzas sobre los escudos”.
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