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Turismo
Columna
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La palabra turista

Es un ser contradictorio, ejemplo del modelo actual: cultura de masas con pretensiones de exclusiva

Un grupo de turistas atiende las explicaciones del guía en el centro de Málaga.
Un grupo de turistas atiende las explicaciones del guía en el centro de Málaga.Jordi Adrià
Martín Caparrós

Hay palabras que dan toda la vuelta y terminan, dichosas, allí donde empezaron. La palabra turista apareció en el inglés del 1700 para nombrar a aquellos muchachitos de alta cuna que, tras unos años de fiestas lluviosas en Oxbridge, bajaban hacia el sol. Se lo habían ganado a fuerza de ser hijos de papá y, gracias a eso, recorrían en carroza “el continente” —Francia, Italia, a veces Austria o Grecia— visitando ruinas, palacios y prostíbulos en eso que llamaban el Grand Tour, de donde el nombre de tourists y todo lo demás.

Con el tiempo, otros ricos y menos ricos de los países ricos se volvieron turistas. Los balnearios, las playas, las montañas, incluso los museos fueron la meta de los que podían. Primero los paquebotes y los trenes, y después por supuesto los aviones y coches llenaron ciertos lugares de turistas y ahora, lo sabemos, hay regiones que rebosan de ellos.

(Llamamos turista a quien viaja sin más justificación que el propio viaje. No viaja para educarse o educar, no para hacer negocios, no para escribirlo, no para ver amigos o amores o enemigos o amores enemigos, no para someterse a un médico o un brujo o alguno de esos monjes; no, hacer turismo es viajar para nada en particular y tanto al mismo tiempo. Viajar para viajar: el viaje, digamos, en su forma más pura, más inane.)

Hace poco más de medio siglo que el turismo se volvió una “industria” —con perdón— decisiva y se democratizó, dentro de un orden. El año pasado 1.300 millones de turistas cruzaron fronteras, engendraron el diez por ciento del producto bruto mundial —tanto como la agricultura o el petróleo— y causaron uno de cada diez empleos.

En esta industria sudorosa España es líder: el segundo país más visitado del planeta, tras Francia, y el primero en turistas por habitante —y no paran. En 2023 llegaron 85 millones: el sol, la paella, la sangría, la marcha, la sonrisa y los precios siguen siendo imbatibles. Siete u ocho millones de españoles viven de ellos.

El turismo es una gran metáfora de nuestras sociedades: una actividad impetuosa, omnipresente, que podría no existir y no pasaría nada. El turista es un ser contradictorio, ejemplo del modelo actual: cultura de masas con pretensiones de exclusiva. El turista suele creer que no lo es: que él no es como ésos. El turista, cuando lo es y cuando no lo es, desdeña a los turistas. Sólo que ese desdén tranquilo del local por el turista se ha convertido, últimamente, en algo parecido al odio: el enemigo que te arruina la vida. O al estallido de los instintos propietarios: basta de estos extraños que vienen a usarme lo que es mío.

Pero ya no queda claro qué es de quién. El turista obliga a sus destinos a parecerse más y más a la imagen que tiene de ellos, a volverse más típicos, más tópicos, más tontos —a renunciar a sus peculiaridades y sus cambios para amoldarse a la postal. Culturas que se banalizan, se pierden, poblaciones que ya no inventan, sino maneras de servir. Y, de forma muy brutal, la transformación de los barrios más bonitos de las ciudades más apetecidas en parques temáticos cuyas viviendas se alquilan por horas: barrios que pierden no solo su sabor sino también a sus habitantes, que no pueden pagar esos precios. Entonces reaccionamos: esto no puede seguir así. Y la solución que más se oye es acabar con el “turismo de masas”, el que llena nuestras calles y nuestras playas, para recuperar un “turismo de calidad” —o sea, más caro. “La masificación turística no solo afecta a la calidad de vida de quienes residen en los destinos, sino que también deteriora la experiencia del visitante, en especial de aquellos con mayor capacidad de gasto, quienes podrían acabar evitando destinos congestionados”, decía una columna reciente en este diario.

Hay que cuidar el “producto”, e incluso a los vecinos, y se discute cómo hacerlo: si cobrar una buena entrada a las ciudades con demanda, si crear un impuesto específico, si cerrar los alojamientos baratos, si prohibir que desembarquen los pasajeros de cruceros, turistas que escatiman.

Se precisan, sin duda, soluciones, pero todas estas giran sobre la misma idea: salvar a nuestras ciudades —de los pobres. Es una variante del sistema por el cual solo los coches caros y nuevos pueden ir al centro; los viejos y baratos, no. Es la consagración de la desigualdad empedrada de buenas intenciones: respeto, empleo, ecología. Y es, en última instancia, la recuperación de una palabra: el turista, al principio, era un niño rico; ahora muchos querrían que volviera a serlo.

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