La palabra abatir
La licencia para matar se extendió por Occidente tras la gran entrada en escena del “terrorismo” en septiembre de 2001
¡A batir!, decían las abuelas cuando se enfrentaban al desafío de una mayonesa. ¡A batir al enemigo sin batirnos en retirada!, proclamaría un militar amigo de la abuela. Abatir, si acaso, lo diría un matarife cuando le preguntaban qué hacía con las vacas, por no decir: matarlas como perros —o incluso como vacas.
Al principio la palabra abatir, en castellano, significaba tirar o derribar. Su acepción mortal nos viene del francés, donde abattre solía usarse para los animales comestibles: un abattoir es lo que aquí se llama un matadero. Y en él, faltaba más, se abate y se abate y se abate, sin cura posible. Por eso la palabra abatir no figuraba mucho en nuestros intercambios: si no se recomienda hablar de bueyes perdidos, menos aún de vacas muertas o gorrinos agónicos, sus gritos agraviados.
Pero últimamente lo hemos conseguido. A veces pasa que una palabra logra volver a labios, papeles y pantallas gracias a un repentino cambio de sentido: abatir lo hizo. Ahora nuestras fuerzas del orden —verdes, azules, camufladas, de chaqueta y corbata— abaten con denuedo. Es una de las características del nuevo orden mundial: cuando un guardián se enfrenta a un “terrorista” no intenta reducirlo o detenerlo; lo abate.
Nos quieren hacer creer —como con tantas cosas— que siempre fue así, que es un derecho o una tradición. No es cierto. Mark Chapman, el chiflado tejano que mató a John Lennon para hacerse famoso, sigue con su famosa prisión perpetua en una cárcel de Nueva York. Mehmet Ali Ağca, el fascista turco que trató de asesinar a Juan Pablo II en pleno Vaticano, se pasó 30 años preso y ahora se dedica a predicar la verdadera religión, cualquiera sea. John Hinckley, que tiroteó a Ronald Reagan y a sus custodios, fue internado 35 años en un psiquiátrico y, ya en su casa, intenta vender sus canciones de paz y amor y se deja entrevistar por periodistas que quieren saber qué habrá pensado Thomas Crooks hace unos días, cuando disparó sobre el crooked Trump. Es, por supuesto, imposible saberlo porque lo abatieron en segundos —y me intriga mucho si murió creyendo que lo había logrado. Es posible preguntárselo a Hinckley porque aquel día de 1981 un agente se le echó encima para evitar que lo mataran como a Harvey Lee Oswald, el asesino de Kennedy, que se llevó sus secretos a la tumba. En esos días había algunos que aún querían saber.
Grosso modo, la licencia para matar se extendió por Occidente tras la gran entrada en escena del “terrorismo” en septiembre de 2001. A partir de ese crimen brutal, los estados democráticos, que en su mayoría habían condenado la pena de muerte, la restituyeron de hecho para los “terroristas”. Quizá la mejor imagen de ese cambio sea esa foto muy oficial que distribuyó en 2011 la Casa Blanca para mostrar al gran presidente gran demócrata Obama mirando en directo la eficacia con que sus muchachos asesinaban a Bin Laden en una casa afgana donde vivía con su familia.
La imagen fue esa y la palabra, en castellano, fue abatir. Si tienen ganas de buscar un rato verán la cantidad de personas que las armas de nuestros estados han abatido estos últimos años. Abatir, ahora, en nuestras lenguas, significa matar a alguien que un policía o un soldado han decidido que se lo merece. A veces porque es un peligro inminente para otros, otras porque ha hecho algo muy malo muy malo —aunque ya no pueda hacerlo más.
Abatir sería un sinónimo de ejecutar si a ejecutar se le sacara toda esa parte engorrosa en que se reúne un tribunal, un fiscal acusa, un defensor defiende, testigos atestiguan, se consulta la ley, se debate y decide. Aquí la decisión está tomada de antemano: tenemos derecho a matar a los que consideramos una amenaza para nuestras vidas. El ojo por párpado, diente por funda sería la expresión de nuestros tiempos.
Y lo que más me impresiona es la unanimidad: la facilidad con que nuestros medios escriben abatir y nuestros locutores dicen abatir y nosotros mismos retomamos la idea: esa gente merece la muerte y debe conseguirla sin más trámite. Por ahora suele ser limitado: se lo hacen a los “terroristas”. Por eso lo justifican millones de ciudadanos que dicen a mí no me va a pasar yo no soy terrorista si hacen cagadas que se jodan. Y así, sin proclamarlo, recuperamos la pena de muerte discrecional, semiautomática.
Todo eso informa la palabra abatir, últimamente. El castellano es rico y sabio: se puede ser y estar. Ser abatido se ha vuelto, por desgracia, un signo de los tiempos. Estar abatido por esos signos y esos tiempos parece mucho menos habitual, y así nos sigue yendo.
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