El asesinato de JFK no se acaba nunca: Kennedy y Oswald siguen vivos en Dallas
Cuando se van a cumplir 60 años del magnicidio, los visitantes de la ciudad siguen recorriendo los lugares que recuerdan tanto al presidente como a su asesino: el museo, el memorial, el Texas Theatre...
Una X marca el lugar. Justo ahí, una bala voló parte de la cabeza de Kennedy, de John Fitzgerald Kennedy (JFK), que Kennedys hay muchos. Todo el mundo ha visto las imágenes. El anuncio del fallecimiento del 35º presidente de Estados Unidos se hizo oficial más tarde, a la una, pero ahí estaba cuando le alcanzó el disparo de Lee Harvey Oswald desde la penúltima planta del almacén de libros escolares de Texas. Eran las doce y media del 22 de noviembre de 1963, pronto se cumplirá el 60º aniversario. Y la X está pintada en el carril central de los tres que tiene la calzada de Dealey Plaza (Dallas). Un lugar que quedó marcado para la historia, que se convirtió en el centro del mundo en ese momento y los días posteriores. Qué menos que un museo lo rememore: The Sixth Floor Museum (El Museo del Sexto Piso). Curioso nombre y buena manera de recordar qué ocurrió allí. La X marca el lugar del magnicidio y el museo señala dónde se apretó el gatillo. Ambos, Kennedy y Oswald, forman parte de esta historia, son las dos caras de la moneda.
El visitante puede mirar por la misma ventana desde la que apuntó el asesino del presidente. Bueno, exactamente la misma, no; la que hay unos dos metros a la derecha. Desde allí se ve la X en la calzada, y otras dos más pequeñas que señalan los tiros anteriores. La ventana utilizada por Oswald está rodeada de réplicas de las cajas de libros dispuestas como las encontró la policía aquel día. Es uno de los lugares estrella del museo, nadie se resiste a tener esa vista. Alguno guiña el ojo como si estuviera observando por el visor del Mannlicher-Carcano de Oswald. Se exhibe un rifle idéntico, el original se conserva en el Archivo Nacional, como la mayoría de los objetos y documentos de este acontecimiento. Los comentarios se multiplican: “Está muy lejos”. “Era un buen tirador”. “No pudo ser él solo desde aquí”. El museo también contempla las teorías de la conspiración que giraron, giran y girarán alrededor del asesinato de JFK. En 1964, Harrison Salisbury, periodista de The New York Times, aseguró que en el año 2000 todavía habría discusiones sobre la muerte del presidente. Se quedó corto.
El último episodio acaba de salir, corre de la cuenta de Paul Landis ―entonces agente secreto encargado de la seguridad de la primera dama, Jackie Kennedy―, que publicará en octubre The Final Witness. A Kennedy Secret Agent Breaks his Silence After 60 Years (El testigo definitivo. Un agente secreto de Kennedy rompe su silencio 60 años después), un libro en el que aporta datos que contradicen la versión oficial, la concluida por la Comisión Warren, en la que se afirma que solo hubo tres balas, todas disparadas por Oswald. Ahora Landis asegura que él colocó una bala que encontró en el asiento trasero de la limusina donde viajaba el presidente en la camilla donde estaba el cuerpo de este ya en el hospital. 60 años después la leyenda no aminora, continúa.
A pesar de que Dallas se quiere vender como una ciudad que mira al futuro, orientada a fomentar las artes con importantes museos, colecciones y teatros construidos por premios Pritzker como Rem Khoolhas, Renzo Piano y Norman Foster, no puede negar el rastro indeleble que en ella dejó el asesinato de Kennedy. Lo prueba, por ejemplo, el número de visitas del Sixth Floor Museum, que antes de la pandemia alcanzaba las 400.000 anuales y ahora está en los 260.000, superando los de otros museos de la ciudad. Se nota a simple vista, en el resto de los centros se puede disfrutar de salas en soledad y en el dedicado a explicar el asesinato de JFK, el público se agolpa para leer los carteles, ver los vídeos o para observar las piezas. Por ejemplo, la herradura de uno de los caballos que tiró del carro fúnebre que llevaba el ataúd del demócrata el día de su entierro, el 25 de noviembre de 1963.
A una manzana del museo y más solitario que este, salvo cuando llegan grupos de turistas haciendo su particular peregrinaje por los lugares que homenajean Kennedy, se encuentra su memorial, un minimalista cubo blanco de hormigón construido por otro premio Pritzker, pero este mucho anterior, el primero a quien se le otorgó, Philip Johnson. Es una tumba abierta, no está cubierto para que el espíritu de JFK sea libre, cuentan las guías. Habrá quien crea en espíritus libres, pero lo que sí que se consigue es un espacio libre de ruidos, un lugar tranquilo en el que casi no se aprecia el continuo tráfico de Dallas.
Pero el presidente no es el único a quien se recuerda. El antagonista del 22 de noviembre, Oswald, también tiene sus lugares en la ciudad. En el cine donde estuvo esa tarde, antes de que le detuvieran, se conserva la butaca donde se sentó. Se coló y avisaron a la policía. El Texas Theatre sigue existiendo, aunque transformado. Es un bar y una sala de cine: este fin de semana han estrenado el documental Carlos. The Santana Journey. El bar abre a las siete de la tarde y antes de esa hora la zona está bastante vacía. En su tiempo fue el teatro más grande de las afueras de Dallas y también el primero en tener aire acondicionado, que en un clima como ese, se agradece. Es evidente que la zona ha cambiado en los últimos 60 años. Ahora uno de los negocios vecinos es una tienda en la que se venden vestidos para la fiesta de las quinceañeras, las lentejuelas de los que se ven en el escaparate hacen competencia a los neones del teatro. Esto no muestra más que cómo ha evolucionado la ciudad, en la que la comunidad latinoamericana, sobre todo de mexicanos y centroamericanos, es muy numerosa.
Sin embargo, como una cápsula en el tiempo se ha quedado la casa donde vivía Oswald, a unos 20 minutos caminando desde el cine. Si es que alguien camina en Dallas. Para describir su exterior lo mejor es apelar al imaginario colectivo y decir que es la típica vivienda de película estadounidense con porche y un jardincito delante, en la que ninguna valla impide el paso al curioso. Lo hace el cartel que indica que aquella fue la residencia del asesino ―él alquilaba una habitación pequeña en la que apenas cabe una cama individual y un armario―, y que solo se puede acceder con cita llamando a un teléfono. Señala también el horario, cosa que no hace con el precio, 30 dólares (unos 28 euros). Ahora es propiedad de Patricia Hall, la nieta de la dueña en los sesenta, que conoció a Oswald cuando era una niña: en 1963 tenía 11 años. Dice que como inquilino nunca dio problemas, que a su familia le costó creer que ese joven fuera el culpable del atentado. Esto sigue ocurriendo, los asesinos no llevan tatuado en la cara que lo son. Es el típico “siempre saludaba”.
Cuando Oswald fue detenido dijo: “I’m patsy” (“Soy un cabeza de turco”). Nunca confirmó su autoría. La mañana del 24 de noviembre, cuando lo trasladaban de las dependencias policiales a prisión, Jack Ruby ―un conocido de la policía por sus negocios nocturnos y su vinculación con la mafia― lo mató de un disparo. La televisión estaba retransmitiéndolo y su muerte se vio en directo. El fin de Oswald y el comienzo de más teorías conspirativas. El lugar donde ocurrió todo esto, hoy es el aparcamiento de la Facultad de Derecho, un lugar que no está abierto al público, aunque se está trabajando para que también sea visitable.
El sombrero y el traje blanco del policía que acompañaba a Oswald cuando fue asesinado se pueden ver en el museo, también el Fedora gris que llevaba Ruby. La directora, Nicola Longford, asegura que están trabajando para hacerlo bilingüe (inglés y español) y así ampliar los objetivos del centro: examinar la vida, el legado y asesinato de JFK y sus consecuencias, y fomentar el diálogo intergeneracional. Para ello expone fotos, noticias, transcripciones del juicio, informes, grabaciones y objetos curiosos como la vajilla de la comida que se quedó esperando al presidente y a la que nunca llegó.
En sus fondos conservan 95.000 piezas. Es un centro donde predominan los paneles explicativos, los vídeos y los audios que se entremezclan unos con otros. Cuando se visita se oye múltiples veces la voz que dice que el presidente recibió un disparo en Dealey Plaza, justo en la X que se ve por las ventanas. Y se repite en distintas pantallas las imágenes de esos días que marcaron la historia de Estados Unidos. Quizá roza el sentimentalismo la cantidad de veces que se ve el entierro del presidente, aquel 25 de noviembre, con la inmutable Jackie Kennedy acompañada de sus hijos, Caroline y John ―que ese día cumplía tres años―, y el saludo militar que el niño le hace al ataúd de su padre. Gesto que quedó inmortalizado en una figurita de barro que se lleva reproduciendo desde entonces como souvenir y de la que, por supuesto, hay una en el museo.
Fuera de sentimentalismos, los amantes de la información y de las cámaras pueden disfrutar con el primer teletipo que decía que el presidente había sido “gravemente herido” y de los modelos de las 12 cámaras que grabaron o fotografiaron la comitiva del presidente. Presentadas junto a un mapa que sitúa a cada una donde estaba para poder analizar las imágenes que capturaron. Así como la maqueta que reproduce a escala la plaza donde transcurrieron los acontecimientos. Instrumento que utilizó la Comisión Warren para entender y explicar la trayectoria de las balas, a falta de tecnología más avanzada. En ella se puede ver cómo en el cruce de Houston con Elm Street la caravana presidencial giró y comenzó la pesadilla que se sigue reviviendo y repensando 60 años después. Y aún no están todos los archivos desclasificados.
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