Maná: “Cuando vamos a EE UU, no les cantamos en la lengua del patrón, sino en la que aprendieron de su madre”
Cuatro décadas después de que comenzara a rodar, la banda mexicana sigue con la energía intacta. Tras el éxito de su última gira por América Latina y EE UU, ahora llegan a España para reencontrarse con su público ocho años después
Las canciones… Fher Olvera cree, es más, sabe de sobra a sus 64 años, que son lo que verdaderamente resistirá el paso del tiempo. “La gente olvida, tal vez se olvide de nosotros, de quienes las hicimos, pero las canciones…”. No pronuncia rotundamente que quedarán. Pero lo dice. Con la mirada, con el gesto, que a veces resulta mucho más contundente que la palabra mientras observa por la ventana de la camioneta la noche electrizante y rabiosa de Buenos Aires. A juzgar por cómo gritan sus letras allá, donde Maná ha llenado cinco veces las 15.000 plazas del Movistar Arena, debe de llevar razón. Y visto que en esta nueva gira que arrancó en febrero en Asunción (Paraguay), padres, hijos y abuelos se entremezclan para corear sus cuatro décadas de himnos latinos trufados de rock y mariachi, de salsa, merengue, cumbia y reggae, de bolero y rhythm and blues, parece que el tiempo se la va a dar.
Como van pasando los años, cambian los métodos. Todos son muy conscientes de que encima del escenario nada los puede quebrar. Olvera ha caminado por el barrio de Palermo sin miedo a los selfis, pero también ha descansado y se entrega a sus estiramientos mientras a la vez calienta la voz en su camerino-cuartel general, que mezcla el olor a clavo, canela y romero con el árnica de las cremas tonificantes. Juan Calleros perfecciona algunas escalas y ha evitado el día del concierto una de sus grandes aficiones: volar en avioneta. Sergio Vallín no ha comido nada desde hace seis horas para salir con hambre y, también, ejercita los dedos. Lo mismo Alex González, que ha dormido plácidamente su siesta de dos horas después de un plato de pasta que le proporcione energía para reventar seis u ocho baquetas y algún tambor de su batería en el escenario.
La capital argentina los espera vociferante y convulsa. Otra vez. Recalaron por allá los mexicanos por última vez en marzo, dentro de un tour que comenzaron con muchas ganas, ningún miedo, pero sí bastante cautela. Llevaban ocho años sin conectar con el público de América Latina. Lo habían hecho con quienes sienten sus hermanos en Estados Unidos, al norte, con esa parte de la diáspora y sus descendientes que allí los veneran. Empezaron la gira con discreción en el ánimo pero mucho apoyo en la taquilla y la cerrarán en Londres el 13 de julio en el OVO Arena Wembley. Antes darán 11 conciertos en España —comienzan en Barcelona el 9 de junio y terminan en Chiclana el 11 de julio—, con ya casi todo vendido.
Cada reencuentro produce inquietudes. Las del grupo con América Latina se han esfumado a base de calor y voces desgañitadas coreando sus canciones. “Somos una banda que no damos nada por sentado, vamos despacito”, dice Olvera. “Empezamos poco a poco, cautos, pero los boletos volaron y fíjate, después de todas estas crisis, de tantos artistas girando en la misma órbita, nos hemos dado cuenta de que las generaciones han trasladado la estafeta a los hijos. A pesar de que entró por ahí una cosa que se llama reguetón, sentimos mucho apoyo de público joven. Parecería que, como las truchas, vamos contra corriente, pero la música hace magia y aquí estamos cosechando algo que sembramos hace demasiado tiempo”.
Hoy quizás se sienten un poco fuera de sitio, pero la realidad es que andan donde siempre. Fieles a lo que representan. Esa labranza comenzó en Guadalajara (Jalisco) hace 38 años, en 1986. Pero fue la consecuencia contundente de una historia anterior llamada Green Hat. Así se llamaba la banda que Fher Olvera fundó en 1978 junto a la guitarra de Gustavo Orozco y tres de los 13 hermanos Calleros: Juan, Ulises y Abraham, de los que hoy solo se mantiene ahí, al bajo, el primero. El último de ellos tocaba la batería, pero decidió dejarlo. Ulises lo hizo más tarde y abrió paso a que se incorporara Sergio Vallín cuando ya la banda era Maná. Pero antes, para cubrir la baja de la percusión en Green Hat pusieron un anuncio en el periódico y acudió un chaval con tambores en las entrañas y baquetas en las manos casi desde que nació. Alex González, se llamaba. Luego lo apodaron El Animal.
Su madre buscaba baterías de segunda mano para comprar. La que traían de Miami, junto a un divorcio en el equipaje que los obligó a mudarse a Ciudad de México, se la requisaron en la aduana. “Yo solo quería una Tama negra como la que tenía. Mi mamá estaba preocupada. Solo, sin amigos en la ciudad y sin mi batería temía que me volviera loco”. Mientras miraba en las páginas del Excelsior se topó con otro anuncio: “Grupo reconocido busca baterista entre 15 y 21 años con más de nueve años de experiencia”. Su madre lo escondió durante dos semanas. “Sabía que si lo veía me largaría”. Y así fue. “Aquel día me monté en un tren por primera vez”, dice. Desembocó en Guadalajara, donde le admitieron nada más hacer la prueba. Tenía 15 años y no había estudiado música, pero sí controlaba como un diablo el instrumento.
Un detalle importante. Para la banda que se hacía llamar Green Hat, en inglés, sus referencias eran anglosajonas: The Beatles, The Rolling Stones, The Police… Hoy la recuerdan como Sombrero Verde. Entendieron que el futuro no consistía en mimetizarse con sus héroes, sino en buscar un camino propio dentro de un mundo en ebullición global que necesita diferentes voces. Por eso decidieron que cantarían en español. También que no se moverían de México. Pero eso se lo aconseja un grande: Miguel Ríos. Iban a pasar muchas cosas por ahí en el rock y en el pop. “Aguantad. Quedaos”, les dijo. “Ya saldréis”.
Fueron dos consejos fundamentales para su desarrollo posterior. Eso y la incorporación en 1995 de Vallín, después de que Ulises Calleros decidiera colgar la guitarra y seguir con ellos como mánager. El guitarrista llegaba de Aguascalientes, donde aún vive. No sabía cuánto podría durar, pero se adaptó rápido al engranaje. Aportó su toque inquieto, deudor tanto del rock y la melodía o la dimensión rítmica latina como del flamenco. También su humildad en búsqueda de una idea musical propia. Hoy se siente orgulloso del paso: “Maná ha trascendido el tiempo, la gente sigue enamorada de nuestra música”.
Con los cuatro definitivos componentes en liza, la banda acumuló esa vibra que la música latina y mestiza necesitaba para romper muchas fronteras a lo grande a mediados de los noventa. Lo hicieron con todas sus consecuencias y una compenetración, desde entonces, perfecta para su creación colectiva. Tan deudora, además, de Lennon & McCartney y Bob Marley como de José Alfredo Jiménez y Rubén Blades. La fórmula combina hasta hoy el carisma y la guía en el liderazgo con la voz de Fher, el poder exuberante y diabólico de Alex, la sensibilidad melódica y elegante de Vallín, junto a la discreta y callada contundencia de Juanito Calleros.
A partir de entonces, ya nada los puede parar camino de marcar un antes y un después en la música pop con más de 50 millones de discos vendidos —256 de platino y 133 de oro—, aparte de 12 Grammy, ocho de ellos latinos, una organización que los homenajeó en 2019 con Pablo Alborán, Enrique Bunbury, Sebastián Yatra y Vetusta Morla, entre otros, interpretando algunos de sus temas más celebrados.
Su regreso a los escenarios ahora es un reencuentro feliz. Y todo, sin meterse en un estudio de grabación desde 2015, cuando lanzaron Cama incendiada. Aparte de los recopilatorios o los directos editados, solo nueve discos componen su repertorio. Maná fue el primero en 1987. No cuajó. Apostaron al segundo en 1990, Falta amor… Tampoco empezó bien. Desesperados, casi abandonan. “He tenido dos broncas con Fher”, recuerda Alex. Pero aquella iba a ser definitiva. “Compartía un departamento, no teníamos ni para huevos ni pan y, en fin, llevábamos un poco de desorden en cuestión de fiesta. Veía que poseíamos mucho potencial y un buen material en ese momento, pero andábamos distraídos…”. Alex dijo que se iba y Fher le pidió que le diera unos meses, hasta encontrar un reemplazo. “Sin embargo, una canción nos salvó”. Empezó a sonar ‘Rayando el sol’ en todas las emisoras. Y ahí sí, se despejaron las dudas y empezó a olerse el éxito.
Los noventa fueron una década verdaderamente prodigiosa para Maná. “Fher y yo sabíamos cómo debía sonar la banda y seguimos con esa idea al crear ¿Dónde jugarán los niños? (1992): el despegue total”. Entonces sí podrían empezar a salir de su país, sin abandonarlo. Su rock radicalmente latino en español con base en México se convirtió en referencia para una carrera internacional. Miguel Ríos tenía razón. “Se lo dije cuando eran todavía los Green Hat y sin ningún sentido de la premonición”, comenta ahora el músico granadino, a punto de cumplir los 80 años, que le caerán el 7 de junio. “Ni mucho menos consciente de que arrasarían tiempo después de esa manera como Maná”.
En gran parte fue su culpa. Con el Rock & Ríos como detonante. “Yo estaba de promoción y veía a los grupos jóvenes desesperados. No podían tocar en casi ningún sitio y todos querían irse. Sin embargo, sentía que algo grande estaba a punto de ocurrir y, por supuesto, que debían cambiar su idea de cantar en inglés para hacerlo en español. Creo que el Rock & Ríos sirvió de detonante”.
Por eso extraña ahora que aquel acontecimiento no forme parte de relatos actuales sobre el rock latinoamericano en documentales como Rompan todo, donde a Ríos ni se le menciona. A Maná, en cambio, sí, pero la omisión del andaluz les parece escandalosamente injusta. Fue él, más que nadie, quien convenció a cientos de jóvenes hispanos de que debían tomar el idioma como fuerza no de resistencia ante el inglés, sino de empuje y arrastre.
Hoy, Fher Olvera lo tiene integradísimo en su discurso. Para explicarlo recurre a una de sus mayores influencias: Octavio Paz, en cuyo poema Piedra de sol se inspiró para el título de uno de sus grandes discos, Amar es combatir. “Decía el maestro que el idioma vive en perpetuo cambio y movimiento, pero que esos cambios aseguran su continuidad y ese movimiento su permanencia. Gracias a sus variaciones, el español sigue siendo una lengua universal”, dice. Minoritaria aún en Estados Unidos, pero preponderante. Y eso les ha permitido triunfar allí a una escala enorme que podría haber sido mayor si no hubieran decidido negarse a ciertas cosas. “Nos ofrecieron varias veces convertirnos en estrellas de mayor alcance mediante una carrera que en la industria llaman de 360 grados. Eso implicaba dejar de cantar en español y nos negamos”, asegura. “Sabemos que cuando vamos a EE UU y lo hacemos en nuestra lengua nos dirigimos a una minoría, quizás la mayor, pero minoría. No les cantamos en el idioma del patrón, pero sí en la lengua que aprendieron de su madre, de su tierra, de los suyos. A esa parte de los gringos que es ignorante y racista les molesta que hablemos español en su país, pero creo que no debemos darles el gusto de cambiarlo”.
Guerrero y firme, con declaraciones así, Olvera ha marcado territorio. Y algunos políticos lo saben. De ahí que Obama los invitara a apoyarle en campaña cuando se presentó a su segundo mandato. Al recibir la sugerencia, quisieron asegurarse que regularía en favor de los inmigrantes. Les garantizó que sí. Luego vino Trump. Otro cantar. Después, Biden… Hoy, continúa la batalla en ese frente con demasiadas incógnitas inquietantes. En su ideal, Olvera y su grupo contemplan el contrapeso que debe ejercer una Latinoamérica unida con un idioma como base. “Sin la lengua no existe una base común para lograr esa unidad. Para hacernos valer como pueblo no podemos renunciar a lo que somos, a nuestra herencia cultural, expresada en el idioma materno. En las Américas se habla inglés, español y portugués… Nuestros países son esencialmente producto del mestizaje y el colonialismo. Podrá gustarnos o no, pero esa es nuestra esencia y nuestra realidad”. Una realidad, como decía antes, que implica movimiento: “Los latinos seguimos ahí, tratando de hallar nuestra identidad y nuestro lugar en el mundo. Buscamos nuestro destino y seguimos en desarrollo. Mientras el mundo se queda quieto, continuamos migrando”.
Cuando llega la hora de salir a escena, Fher se viste con una camiseta negra a la que después añadirá una chaqueta de seda turquesa. Ha elegido ‘Sex Machine’, de James Brown, para congregar al grupo antes de saltar al escenario y motivarse con pura dinamita soul. En la gira, las canciones de siempre, combinadas con distintos títulos cada noche para hacer brotar esa energía propia, la misma que fascinó en su día a los integrantes de Coldplay cuando les dijeron que no habían visto en directo nada semejante y les pidieron consejo para afrontar sus shows.
Una vez más, en esta salida mundial han contado con el cineasta Adrián Zurita para que los ayude a diseñar el espectáculo llamado México lindo y querido: “Tiene que haber una dramaturgia en los conciertos. Planteamiento, nudo y desenlace. Una estructura, una narrativa que te lleve de la mano por ese paseo musical a lo largo de más de dos horas. Con clímax, baladitas, descansos y despegues finales. Jugamos con los recursos: vídeo, pirotecnia, efectos especiales para darle apoyo a la música de Maná. Pero lo que de verdad sabemos es que ningún día se parece y todo el rato ocurren cosas. Por eso, nunca cansan”.
Para no dejar de sorprender al público también son conscientes de que todo debe funcionar. Además, en esta gira, Alex, Sergio y Juan insistieron en que Fher debía sentirse más cómodo y relajado que en las anteriores. El baterista se muestra claro en eso: “Fher siempre ha sido nuestro líder, pero no podía estar resolviendo cien cosas a la vez. Tiene que sentirse bien para cantar óptimo y pasársela chingón encima de un escenario. No resolver los distintos pedos en los que estaba antes con el marketing, los mánager… Andaba encima de todo y no se atrevía a soltar. Ahora tenemos una organización y un equipo impecable. Con madurez, con nivel y mi brother lo que tiene que hacer es prepararse para disfrutar y no pelearse con nadie. Eso no era vida. Te chupa la energía y lo único que debe absorbértela es el público”. Su exceso de perfeccionismo y una cierta desconfianza para delegar pesaban al cantante. Ya no, asegura Olvera: “Nos divertimos como nunca, suena raro porque llevamos tiempo en esto. Los artistas estamos bastante pirados y te preocupas porque una luz o una cámara no funciona. Pero he aprendido a aceptar los errores, a darme cuenta de que son humanos. Ahora me suelto y lo disfruto a toda madre”.
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