Ken Follett: “Si los europeos olvidan lo cabrones retorcidos que podemos ser los británicos, quizás un día volvamos a la UE”
El autor de ‘Los pilares de la tierra’ vive en la campiña inglesa, en una casa con un granero, donde da conciertos como bajista de una banda de blues rock, y una librería con sus obras —175 millones de ejemplares vendidos— en 40 idiomas. Lo visitamos antes de la publicación de su nuevo libro, ‘La armadura de la luz’
No se puede negar… Ken Follett (Cardiff, 74 años) ha sabido aplicar a su vida el sentido práctico. Es algo que sabe reconocer en ciertos aspectos de Napoleón, por ejemplo. Como el hecho, dice, de que impusiera en Francia colocar simples números en la puerta de las casas para no desorientar a quien fuera a buscarte y no un galimatías de códigos. El caso es que el conductor que nos traslada desde Londres hasta Knebworth da con su mansión y nos deja en la verja, donde nos espera Stephen Pattinson, uno de sus asistentes. Lo seguimos hacia dentro y la gravilla del suelo anula cualquier signo de discreción con nuestros pasos.
Knebworth es un pueblo de apenas dos centenas de habitantes, situado a algo más de media hora de la capital, en Hertfordshire, y famoso desde 1974 gracias a su festival de música. Pero esta mañana de finales de agosto reina la paz en la ondulada serenidad de la campiña. No hay rastro de decibelios, aunque, en casa de los Follett, todo ande a punto para que durante el fin de semana ofrezcan su próximo concierto privado de blues y rock, con él al bajo, en el granero.
Entramos… A la derecha destaca un pequeño escenario con micrófonos y altavoces acoplados entre las enormes estanterías donde el autor guarda al menos una muestra de todos los ejemplares de su obra original y traducida a más de 40 lenguas. Allí reposa ya uno de La armadura de la luz (Plaza & Janés), que aparece el 26 de septiembre y cierra —por ahora— la saga que comenzó con Los pilares de la tierra.
Cinco volúmenes la componen desde que arrancara en 1989. El primero da título a la serie y abarca la construcción de las catedrales. Le sigue Un mundo sin fin (2007), que trata de contar cómo la irrupción de la peste negra revolucionó la medicina en toda Europa. En 2017 apareció Una columna de fuego, que aborda las guerras de religión, y en 2020, Follett decidió volver a la era de antes del principio e inventar una precuela que tituló Las tinieblas y el alba. Concretamente se remontó al año 997, cuando Gran Bretaña era un pozo oscuro y atrasado atravesado por guerras entre vikingos y galeses, donde llegaron los normandos para cambiarlo todo. “Con ellos se empiezan a construir castillos, iglesias, se dictan leyes… La Inglaterra moderna comienza ahí”, asegura Follett.
La armadura de la luz aborda los efectos de la revolución industrial entre los siglos XVIII y XIX. Ahí, el autor ha cerrado un milenio de peripecias ancladas en varios puntos de inflexión, sin que esa fuera su intención inicial. “Ha ido saliendo”, dice. Follett nos ha invitado a sentarnos en el antiguo granero, hoy reconvertido en un espacio acogedor para el esparcimiento con visitas y amigos. Viste un traje negro y camisa blanca y dice que le vendría bien un café.
Si bien ha cumplido su propósito de contar a su manera y para el gran público un periodo de mil años, en las dos décadas que llevamos del tercer milenio, no sabría dónde encontrar puntos de luz. Así que empieza a pensarlos y no se le ocurre apenas nada positivo que destacar. “Vamos a ver…”, duda. “He leído un montón de buenos libros en estos años…”. Quizás eso tenga relación con que la crisis agudiza la creatividad, pero no solo. “Ah, y mi nieta se ha convertido en escritora y ha publicado ya tres libros. Se llama Alexandra Overy, y aunque aún no ha logrado un best seller, va camino de ello”, anuncia el abuelo.
No sabe si ella, con las historias de género fantástico que inventa, batirá su marca de alrededor de 175 millones de ejemplares vendidos. A él también le costó al principio y se toma a broma que le confundan con otros autores de dimensiones parecidas, como le ocurrió hace tiempo en Sevilla. “Una mujer se acercó a mí y me dijo: ‘Perdone que lo moleste pero lo he reconocido: ¡Usted es Stephen King!”. Pese a los despistes de algunos, hoy no concibe su obra sin conquistar el gusto del lector. “No puedes escribir sobre lo que quieres, tienes que preguntarte en cada página: ¿a quién le interesa esto? Algunos autores dicen que escriben lo que les da la gana y me parece una maravilla si coincide con el gusto de sus lectores. Pero yo no lo hago por eso: no se trata de complacer o satisfacer exclusivamente a quien te lee, sino de captar su atención”, asegura.
¿Captar su atención por lo que les gusta o por lo que les preocupa? “No sabría decirte…”, afirma. Al tiempo, Follett sigue pensando en algo bueno que pueda apuntar de este principio de siglo XXI. Lo malo salta a la vista. La pandemia. La guerra de Ucrania. El Brexit… “¡Ay, sí! Tengo la tentación de hacerme una camiseta con este lema: ‘Os lo advertí”. Pero a ese ya evidente desastre, a ese suicidio nacional en la esfera internacional, Follett no le ve buena solución en el futuro.
En el ambiente comienza a fluir la idea de un segundo referéndum entre la opinión pública británica. Pero eso no es más que un desiderátum nacional interno por parte de ciertos sectores. La salida al desbarajuste requiere mucho tiempo. Su temor es el siguiente: “¿Nos dejarían ellos volver? Difícil que nos acepten, ¿no? Ahora parece que los británicos querrían, pero veo dos problemas. Primero, que resulta humillante para nosotros pedirlo. Segundo, que la gente más formada es consciente de que quizás no nos permitan entrar de nuevo”.
¿Y entonces? “Por ahora, deberíamos, para empezar, crear nuevos acuerdos comerciales que faciliten el movimiento de mercancías. Y después, tiempo, esperar hasta que la gente se olvide de lo que ha ocurrido. Sobre todo, que los europeos no tengan en cuenta lo cabrones retorcidos que podemos llegar a ser los británicos. Y quizás un día volveremos. Es una desgracia, nos hemos infligido mucho daño”. No solo en la esfera meramente económica, cree Follett. “También en las más íntimas, con ese sentimiento que detesto y que nos lleva a pensar: somos británicos y no necesitamos a nadie más. Odio esa actitud. Mi vida es la literatura y representa un asunto europeo. No podemos trabajar sin ser conscientes de la herencia francesa, italiana, alemana o española. Por cierto, ¿cree que Shakespeare llegó a leer el Quijote?”.
A juzgar por la obra que escribió con John Fletcher sobre el Cardenio, un episodio mítico y prerromántico incluido en la obra maestra de Cervantes, parecería que sí. Follett busca en eso su refutación al aislamiento. “Si en aquella época la creatividad fluía y el Quijote traspasó tan rápido las fronteras, ¿cómo es posible en el siglo XXI esa obsesión por la cerrazón?”. Toda su serie de Los pilares de la tierra habla de un pasado común entre las islas y el continente. Los editores apuntan a que su nuevo libro trata de los efectos de la revolución industrial, pero, concretamente, el tema principal de esta nueva entrega radica en el capitalismo. Sus primeros pasos. Sus consecuencias. Para bien y para mal. “Desde la irrupción de las máquinas a la formación de sindicatos, la parte que más me gusta”, asegura el viejo militante del Partido Laborista.
Si Kingsbridge sirvió como escenario para todo lo anterior, ese pueblo con su catedral, su puente, sus familias emparentadas, su solidaridad y su codicia resulta el laboratorio imaginario perfecto para desarrollar la materia. “Es así, trata sobre el capitalismo”, afirma Follett. “De hecho, en casi todos mis libros he tratado la creación de riqueza”, apunta como algo común en su obra. Pero en este ahonda más sobre dichos aspectos. Sobre algo, en consecuencia, muy actual: cómo resolver el hecho de que la maquinaria sustituya al hombre. “Por un lado, con cada invención surge una oportunidad, y por otro, están quienes pensaban en la época que en ellas habitaba el demonio y eran obra de Satanás. Siempre hemos sido supersticiosos”, asegura.
¿Y la irrupción de la inteligencia artificial en este inicio de siglo? ¿Lo incluye Follett en la lista de las ventajas o de las preocupaciones a tener en cuenta? Deja la duda en el terreno de la ambigüedad: “Es la última frontera. Dicen que, si le pides al invento escribir una novela al estilo de Follett, podría. Aunque espero que le salga muy mal. En cinco segundos es capaz de resolver cosas increíbles. Ya el hecho de que le pidas a Siri, por ejemplo, que te ponga a Bob Dylan y lo ejecute, me resulta muy inquietante”.
No se da tregua a la hora de imaginar algo bueno. En ese terreno se mueve con la paradoja de saber que, a él, en lo que respecta a su obra, lo sigue asistiendo la fortuna. Y un equipo de 26 personas, dirigidas por Barbara Follett, su esposa, antigua política activa y parlamentaria del Partido Laborista, hoy a cargo de la oficina abierta por ella y el autor, mientras en Knebworth, su casa, su territorio íntimo, donde estamos, se impone el aislamiento, la concentración, el espacio para su estudio y su creación.
Ante sus ojos, desde la ventana, solo cabe un horizonte verde trufado de árboles centenarios. Follett camina hacia un estanque para retratarse y deja tras de sí su piscina cubierta y la casa rodeada de bancos y sillones de madera donde a veces se sienta a leer por la tarde, si el tiempo acompaña. También una pista de tenis, aunque él haya dejado ya de practicar ese deporte tras enterarse de que su amigo Ridley Scott, productor de la serie sobre Los pilares de la tierra, sufrió algunas lesiones relacionadas con la edad y el uso de las raquetas. Pero el escritor tiene otras aficiones: “Me gusta cocinar…”, afirma. “Ayer hice un risotto francamente bueno con tomates frescos. Barbara y yo no tomamos comida procesada”.
Sí mantienen otros vicios… El backgammon, por ejemplo. “Todos los días le dedicamos tiempo a nuestra partida. Es la línea que parte la jornada, el momento en el que no tenemos otra cosa que hacer más que pensar en el tablero. No aprendemos nada, no creamos nada en ese momento, solo jugamos”.
Follett se levanta muy pronto. A las 5.30 o 6.00 ya está trabajando. “Soy tempranero, me gusta aprovechar esas primeras horas de energía, cuando mi mente se encuentra completamente despejada, para concentrarme antes del desayuno”, dice. Mientras él escribe, Barbara coordina el equipo que trabaja en su compañía. “Se ocupan principalmente de dos cosas: la promoción y los contratos. Cada vez que aparece un libro mío debemos preparar cientos de acuerdos. Hemos llegado hasta 1.000, y eso requiere tiempo”.
Cada novela le ocupa tres años de trabajo: “El primero lo dedico a leer e investigar, el segundo a redactar y finalmente a corregir”. En el periodo de preparación, a veces acude al terreno. Para La armadura de la luz pasó unos días en Waterloo, cerca de Bruselas, para medir con sus propios pasos el terreno donde los británicos, los neerlandeses y los alemanes derrotaron a Napoleón. “En un momento crucial de la batalla, los prusianos dijeron a Wellington que sus tropas llegarían a la hora de la comida para apoyarlo. Estaban a 14 kilómetros y quise recorrerlos a pie. Tardé tres horas, así pude comprobar por qué les resultó imposible llegar a la hora prevista. Si a mí me costó ese tiempo, imaginen a un ejército, cargando artillería pesada y obligado a retroceder en algunos tramos”.
Su obsesión por el rigor, los datos, los hechos probados viene de su formación como estudiante de Filosofía en Londres, una etapa crucial en la que rompió con el ambiente de su infancia. Follett nació en Cardiff, capital de Gales, en el seno de una familia ultrarreligiosa. Sus padres pertenecían a una especie de secta puritana. Todo se medía a ojos de Dios. La ruptura con aquello también pertenece a su esfera íntima y no le importa hablar de ello: “Nací en 1949, el año que la URSS probó su primera bomba atómica o coronamos a la reina Isabel, pero nada de eso me afectaba directamente”.
Se recuerda como un gran lector de niño. Aventuras, sobre todo. “Me gustaban las historias de vaqueros y de naves espaciales. No teníamos radio o tele, ya sabía que, pasara lo que pasara, yo estaba destinado a contar historias. Estas no surgían en mí alrededor, sino de dentro”. La Biblia fue entonces, consciente e inconscientemente, una gran influencia. “Crecer rodeado de ese tipo de grandes historias que estás obligado a creer te marca: David y Goliat, el arca de Noé, Caín y Abel, el Génesis, los milagros de Jesús”. Aunque ya en la adolescencia comenzó a dudar. “Por eso estudié Filosofía, empecé a los 18 y estaba rebelándome contra lo que me inculcaron de niño, necesitaba herramientas para luchar contra aquello”.
En la universidad aprendió a alejarse de dogmas y fanatismos: “Supe lo difícil que resulta constatar algo y entendí que no debes fiarte de lo no probado. Esa era la atmósfera que respiré: ahondar en los elementos que conducen a la certeza. La verdad se basaba en valores de altísima exigencia”.
Aquel viaje interior supuso un disgusto para Martin y Lavinia, sus padres. “Pero yo no lo pude evitar. Los anduve cuestionando durante años y debieron adivinarlo. Aunque se decepcionaron, no debieron sorprenderse. Creó una distancia entre nosotros. No peleamos nunca, pero se instaló una especie de frialdad. Íbamos tres veces a la iglesia los domingos y, entre semana, otras tantas. Para ellos representaba un modo de vida. Si se hablaba de política, inmediatamente aparecía la cuestión: ¿qué querrá el Señor…? Si te ibas a comprar un coche, se planteaban la duda: ¿qué clase de vehículo conduciría Jesucristo? Ese era el nivel…”.
El tiempo curó aquella sima y al final volvieron a acercarse. “Los quería, me querían, se sintieron muy orgullosos de mí cuando empecé a publicar y vender tantos libros”. Sobre todo, uno basado en la construcción de las catedrales. Y vuelve a esa búsqueda de sentido en la trascendencia. “Cuando entras en un templo así, aunque seas musulmán, budista o ateo, te invade un tremendo sentido espiritual, atraviesa el aire, exuda el alma”.
Mientras relata su fascinación por la irrupción del cálculo y las matemáticas en una época en que construían indestructibles arcos ojivales a ojo para honrar a Dios, no deja de pensar en algo bueno que destacar para este comienzo del nuevo milenio. Por fin… Ya lo tiene. No lo duda. “Lo mejor que ha ocurrido en estos años, para mí, ha sido la consolidación de la lucha feminista. Eso sí ha merecido la pena”. Resuelta la duda, Follett nos despide con algo de esperanza. Al fin y al cabo, algo sigue cambiando. Para bien.
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