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La nueva versión de Arturo Valls: “¿Tengo que andar haciendo el payaso todo el rato? Me rebelo contra esa idea”

Confiesa que por primera vez hará un programa sobre algo que verdaderamente le apasiona. Es ‘That’s My Jam’, la versión española del ‘show’ televisivo de Jimmy Fallon. Y vienen más confesiones…

Arturo Valls
El actor y presentador Arturo Valls.Ximena y Sergio
Jesús Ruiz Mantilla

Arturo Valls cree que es un hombre sin conflictos… Pero los tiene. No con amigos, ni con su familia o su entorno de trabajo. Ahí, nada reseñable, apenas. Los mantiene con él. Con sus espejos. Cuando los descubre mientras conversamos, hasta se alegra. Y vete a saber si, a la larga, no les sacará partido.

“Tuve una infancia feliz; en mi casa, lo que reinaba, era la alegría. Mi padre era el alma de todas las fiestas. Con un tocadiscos, 10 vinilos y un garaje te montaba un guateque. Mi madre, la elegancia, tuvo que ponerse a trabajar en la cocina de un colegio para ayudar a pagar mi carrera de Periodismo en Valencia. De ahí no me vienen traumas”, afirma. Ese primer repaso a la infancia y adolescencia pasa el filtro. “Quizás por eso me di cuenta pronto de que mi fuerte sería la interpretación, pero no la creación”, dice, “para eso hacen falta problemas y yo no los tuve”.

“Crecí con una ausencia total de prejuicios”. ¿Seguro? Siempre le rondan a uno sin que se dé cuenta. “Creo que sí. Me acercaba a todo el mundo. En el colegio me hacía amigo de los empollones, de los frikis y de los que suspendían. Nunca me peleé con nadie, tenía aversión a la violencia, a la tensión. Todo trataba de arreglarlo por las buenas. Para crear, yo creo que debes haber experimentado mucho el conflicto, por eso, si me pongo delante de una hoja en blanco, no se me ocurre nada memorable, mi papel está en la otra parte…”.

Lo cuenta con un convencimiento enternecedor. Con una conciencia responsable de sí mismo, hoy, a sus 48 años. De conocer a la perfección su lugar, sus virtudes y sus limitaciones. Pero poco después se le escapa esto mientras diserta sobre su vis cómica. “Esta mañana entré en una tienda y una señora me dice: ‘¡Uy, qué serio estás…!’. ¿Qué pasa?, pensaba yo, ¿tengo que andar haciendo el payaso todo el rato? Me rebelo contra esa idea que a veces se hace la gente de mí”.

¿Un hombre sin conflictos? Ya…

“Pues es verdad, ya tenemos uno”. Por algo se empieza… Irán saliendo más. Aunque donde Arturo Valls no espera que surjan es en su nueva etapa al frente de That’s My Jam, el nuevo show que estrena este 2 de octubre en MovistarPlus+. “Por primera vez voy a hacer un programa sobre algo que verdaderamente me apasiona: la música”.

Cuando le llegaron noticias de aquel formato a cargo de Jimmy Fallon en Estados Unidos, quiso ver de qué se trataba. Desde Pólvora Films, su empresa, y LaCoproductora (productora audiovisual de PRISA, empresa editora de EL PAÍS) se aliaron para hacerse con los derechos. Escribieron un correo y sonó la flauta. “Andaban muchos detrás, pero lo que los convenció fue el hecho de que uno de los productores ejecutivos, en este caso yo, se encargaría de presentarlo”, comenta. Así ganaron la puja. Y comenzaron a producir. “Se trata de retar a músicos y famosos a hacer versiones de canciones conocidas. Impera la pura improvisación”. Y para que salte la chispa, obviamente, también el ingenio y el talento fresco, rápido, electrizante.

Para las primeras sesiones ha contado, entre otros, con Nathy Peluso, Rigoberta Bandini, Paco León, David Bisbal, Luis Zahera, Amaia Salamanca, Silvia Abril, Chenoa, Joaquín Reyes, Fran Perea, Pilar Rubio, Antonio Carmona, Edurne… Todos andan arropados por una banda de músicos antológicos y sabios, flexibles y heterogéneos, capaces de adaptarse a la versión que la suerte indique en cada momento, dirigidos por Víctor Elías. Purasangres musicales, algo que a Valls le fascina especialmente: “Lo que voy a aprender con gente así sobre algo que me vuelve loco y a lo que todavía, no sé por qué, gustándome tanto, no me he dedicado a profundizar en ello”.

En su casa reinaba una banda sonora de rock y pop instalada entre las paredes. Con los gustos de Arturo, su padre, entregado a los grupos e intérpretes más clásicos, tipo Frank Zappa, y los suyos después, con el indie, sobre todo. Pero donde no faltaban genios de la música negra a elegir entre Stevie Wonder, Michael Jackson o Jamiroquai junto a grandes cantantes melódicos, como Nino Bravo y Camilo Sesto, alternados con lo último del brit pop. “El primer disco que me compré fue uno de Oasis, creo”.

Después de dos décadas en la brecha como presentador de televisión, showman y actor, después de haber demostrado que sostiene índices de audiencia dando la cara en pantalla, tanto como reportero en Caiga quien caiga, intérprete en Camera Café o conductor 10 años seguidos en ¡Ahora caigo!, Arturo Valls ha querido darse un capricho. Un gusto personal que cree enganchará al público y arrastrará seguidores. El caso es intentar un salto hacia otro lado. “No sé por qué en este país se supone que solo podemos hacer una cosa”. Otro conflicto: su cruzada muy particular contra el encasillamiento. Van dos.

Quizás escondido, lata un tercero. Una escasa ambición de partida que sus golpes de suerte fortalecieron después convenciéndolo de que estaba llamado a lograr otros hitos. De alguna manera, cumplir con el sueño que tenía su padre. “Sospecho que hubiera llegado a ser un gran showman. De hecho, lo es y hoy es quien más orgulloso está de su hijo”, asegura. Cuando estudiaba Periodismo en Valencia, Valls se hubiese conformado con un programa en Canal Nou —”un magacín sin salir de mi tierra”, confiesa—. “Nunca busqué algo más que eso en aquella época”.

Pero un día recibió una llamada inesperada. “Yo creo que entonces no era muy común el uso de los móviles, aunque sí sabíamos localizarnos cuando surgía una urgencia”. En su caso, entre la barra y las mesas del bar Guadarrama en el barrio de Ruzafa, donde creció. “Ese sitio del vecindario al que bajas y sabes que siempre te vas a encontrar a alguien, así es el Guadarrama”.

Arturo Valls, peleado con el cable de un micrófono.
Arturo Valls, peleado con el cable de un micrófono.Ximena y Sergio

Un día estaba allí tomando algo con sus amigos cuando su madre marcó el teléfono del establecimiento y lo localizó. “Habían llamado de Caiga quien caiga. Yo pensé que era una broma, claro”. Pero no. Al parecer, Tonino, el reportero que se hacía el lerdo para clavar puñales que después dolían, lo había visto en el circuito autonómico. Hay un chico en Valencia… Lo sugirió al resto del equipo.

Se fue a Madrid para una prueba y lo admitieron. Tenía 23 años y enseguida detectaron en él frescura, desparpajo, cierto descaro. Justo lo que demandaban aquella banda de hombres de negro liderados por El Gran Wyoming, que cada domingo por la tarde agitaba el gallinero social, político, cultural reventando actos o hundiendo y catapultando carreras por efecto contrario, caso de Esperanza Aguirre, a quien elevaron a los altares.

Valls cuajó. Aunque con sus altibajos y sus criterios encontrados entre los responsables del programa. Un buen día quisieron despedirlo. “Me llamó la directora, Montse Fernández Villa, y me dijo: ‘Eres un reportero de segunda en un programa de primera”. No entendía nada. “Me quería morir, me entraron sudores fríos y me temblaban las piernas, no supe qué decir”. Colgó y empezó a jurar en arameo contra las paredes de su casa de la calle del Humilladero, en el Madrid de los Austrias, donde vivía entonces.

Comenzó a contárselo a sus compañeros y a Edu Arroyo, otro de los responsables del programa. ¿Qué pasaba? El propio Arroyo, Wyoming y Pablo Carbo­nell liaron un motín y aquella mala pesadilla acabó. “Fue muy emocionante que me defendieran así”. ¿No sería una técnica de motivación un tanto bestia? “No, no lo era”, zanja. En cualquier caso, a juzgar después por la trayectoria del propio Valls, menudo ojo… En el fondo, el mero hecho de que quiera recordar el episodio da cuenta de que aquello le lanzó todavía más. “Aproveché esa segunda oportunidad y… hasta hoy”. Una segunda oportunidad que vino, ¿de dónde…? De otro conflicto. Y ya son cuatro.

Después de Caiga quien caiga, Valls pasó a un nuevo éxito en horario de máxima audiencia: Camera Café, en Telecinco. Una máquina de cafeína sociológica para antes de acostarse. Una rendija con ojo de pez mediante la que se trazaba un panorama desternillante del mundo laboral entre el siglo XX y el XXI. Con un personaje como Jesús Quesada, que hoy nos recordaría a… ¿quién? “A Luis Rubiales, perfectamente”. Era el menda al que fuera de aquel espacio restringido de la máquina del café imaginábamos experto en escaqueos y cañones en los bares, con palillo en la boca, chiste malo y piropo torpe al canto. “Ese comercial de gin-tonic y cerrar tratos en puticlubs. Ese era Quesada”, define Valls, convencido de que pertenece a una España que no ha quedado ni mucho menos atrás.

La etapa de Camera Café duró cuatro temporadas. “Si me metí a fondo en esas dos primeras fue por inconsciencia. No tenía nada que perder. Y en la serie aprendí mucho a quitar importancia a lo que hacía. Me marcó una frase de Luis Varela, mi compañero de reparto. Cuando yo le dije: ‘Qué bueno esto de ser actor, meterte en la piel de otra persona’, me contestó: ‘¿Sabes lo que a mí me gusta de ser actor? Acabar e irme al bar a tomarme una copa”.

Tanta importancia se quitaba que hasta le resbaló un poco que Pedro Almodóvar le llamara para un papel en Los amantes pasajeros y después de rodar algunas escenas prescindiera de él. “No me lo tomé mal, ni mucho menos”, confiesa hoy. Todo confluía para que no se le subieran los humos pese a tener una audiencia fija de cuatro millones entre semana. “Me venía muy bien irme los fines de semana a Valencia y presumir de que había conocido a no sé quién para que mis amigos del colegio me dieran unas cuantas collejas”.

El colegio… Conserva las amistades de aquel centro público al que acudió en su barrio, donde no destacaba por ser el más listo de la clase, pero tampoco el más torpe. “Las notas, bien, correctas, sin pasarnos, era un estudiante decente, aprobaba con cierta alegría”. Pero en don de gentes, 10. La infancia y la adolescencia le sonrieron con esa varita. Darse cuenta de que, con el tiempo, no podía agradar a todo el mundo todo el rato, le desconcertó. Otro conflicto. Cuesta abrir los ojos en ese sentido. Sobre todo, cuando has crecido con el poder de hacer reír. “Lo supe con 12, 13, 14 años. Me subía a un escenario y a la gente le gustaba. No sabía por qué, pero me producía mucha satisfacción. Era, sin duda, eso: un poder”, afirma Valls. “Ahí descubres que dispones de una empatía a explotar. Conectas, haces que la gente lo pase bien, que disfrute, de eso se trata, ¿no? De tener la capacidad de cambiar los estados de ánimo, de rebajar la tensión, de proporcionar un bálsamo”.

Puede resultar peligroso. Adictivo y pernicioso para el ego por la satisfacción que produce. Por el placer. Otro conflicto… Pero Valls encontró un equilibrio al cambiar el paso. “También quiero tener derecho a no ser gracioso, a crear división de opiniones. Probar otras cosas que me lleven a otros lugares es para mí un acto de rebeldía, no hacer lo que la gente espera de mí y demostrar… Bueno, quizás demostrar sea una palabra dura, dejémoslo en mostrar… Mostrar que también puedo adentrarme en otros territorios que generen controversia”. Eso no es asumir un conflicto. Eso supone directamente retarlo.

Justo lo que ha tratado de probar en la última etapa de su trayectoria. Después de Camera Café llegó otro éxito: ¡Ahora caigo!, en Antena 3. “Quizás, meterme en ello ha sido la decisión consciente más conveniente de mi carrera”, asegura. Entrar y salir. Ambas apuestas, acertadísimas. “Al principio lo tomé mal. ¿Un concurso? ¿Después de cuatro años como actor? ¿Por qué me ofrecen un concurso? Luego analicé la situación… Año 2008, comenzaba el panorama a no pintar bien por la crisis. Aquello me proporcionaba seguridad. Un colchón”, cuenta. “Y, además, podía hacer lo que me apeteciera, me permitían dar rienda suelta a muchos aspectos de mi lado cómico”. Fue un fenómeno transversal. La aventura en la que entró a tientas y no del todo convencido cautivó a una audiencia fiel y entre la que se mezclaban todos los públicos.

Pero, tras una década, sintió la necesidad de salir. Resultó duro convencer a la cadena de que quería dejarlo. “No lo entendían”. Sobre todo, el hecho de que no se redujera el asunto a una cuestión fácil de resolver por medio de una contraoferta. Más pasta y santas pascuas. No. Valls había tomado una decisión muy meditada. Perseguía un brusco viraje personal y profesional. Hacia territorios menos seguros. Buscaba riesgo, apuestas. Una brocha de incertidumbre que pusiera a prueba su tierra firme. “Quería producir, adentrarme en lugares que de siempre me han apasionado, desde el cine independiente al humor incómodo”.

O la música, de ahí este nuevo reto absolutamente volcado en su pasión. “Soy de lanzarme a cantar en cuanto me hacen una señal. En casa están hartos de mí”. Comparte esa afición con su hijo Martín, de 14 años: “Ha dado el beneplácito al programa. Eso para mí es importante”. Y su pareja, Patricia María Santiveri, con quien lleva 16 años de relación, también. No hay nada que le mueva más que la aceptación de ambos. “En casa nos entendemos muy bien. Ella no esconde su espíritu crítico y eso sirve para que me ponga las pilas. En cuanto a Martín, le veo con criterio musical y eso me gusta, aunque algo que no he podido es quitarle el gusto por el reguetón”.

Nathy Peluso, Rigoberta Bandini, Paco León, David Bisbal, Luis Zahera y Amaia Salamanca son algunos de los primeros invitados de 'That’s My Jam'.
Nathy Peluso, Rigoberta Bandini, Paco León, David Bisbal, Luis Zahera y Amaia Salamanca son algunos de los primeros invitados de 'That’s My Jam'.Ximena y Sergio

Con su hijo se ocupa, dice, de meterle humor en vena para afrontar la vida. “Fue divertido enseñarle lo que era la ironía. Lo captó inmediatamente. Entrábamos a un lugar con un calor insoportable y me soltaba: ‘¡Qué frío hace aquí!’, riéndose. ‘Ironía, papá, ¿verdad que sí?”. Aprendió el truco rápido.

Mucho antes de lo que le costó a él hacerse con el arte de otras de sus obsesiones: el tenis y la paella. “Lo primero es el deporte más bello que existe. Antes hablábamos de aspiraciones juveniles… ¿Sabes lo que me hubiera gustado? Comentar partidos de tenis por todo el mundo para la tele”.

¿Y las paellas? ¿Ya cuentan con el beneplácito familiar? Al menos, un maestro en el asunto como Manuel Vicent ya le ha dado el visto bueno. En cuanto a los patriarcas… “Entre mi padre y mi madre, yo no tenía nada que hacer”, asegura. Pero tuvo que buscarse la vida al llegar a Madrid. “Ahí es donde empecé a aprender, por pura necesidad. La paella es el plato más ceremonial que existe. Convocas para el aperitivo, mientras la haces, todo el mundo opina y tú necesitas concentración. El momento de echar el arroz es crucial. Como dice Vicent, algo solo comparable a cuando un piloto aborda la pista de aterrizaje. Yo no puedo estar a otra distracción. Me di cuenta de que mi madre es una auténtica maestra porque al tiempo puede hacer, además, dos o tres cosas. En mi caso, imposible”.

Requiere esa concentración cuasi monástica para un rito, en sí, colectivo. Como le ocurre al tenis, que exige un punto zen, “de lucha interior, contra uno mismo”, apunta Valls. Como quien se dispone a resolver conflictos interiores que, sin necesidad de ser muy consciente de estos, necesita lidiar con ellos para caminar por la vida, aunque se resista a identificarlos como tales. En su caso, quizás esta actitud haya representado una de las claves ocultas de su éxito. Pero el hecho de que ahora identifique a ciencia cierta que los conflictos andan por ahí a la que salta, puede multiplicar su potencial creativo y también empático. Y, créanme, ya de por sí, es mucho.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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