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Joaquín Reyes advierte: cuñados somos todos

Joaquín Reyes

Cuidado con arremeter contra el más señalado de los comensales en la cena de Navidad, no vaya a ser que aquello que nos enfurece sea lo que mejor nos define a nosotros mismos. Queda usted advertido por este cómico.

LA MENTE DE un hombre es caprichosa. En plena cena de Nochebuena, mientras Claudia, la hermana de mi mujer, hablaba del cambio climático, mi pensamiento volaba libre: ora el Barça, ora los recogemigas, ora los patinetes eléctricos…, y de repente la imagen de mi amigo Braulio se abrió paso entre mi batiburrillo mental. Mi amigo Braulio es de esas personas que tienen la capacidad de transformar la energía de un lugar. Y no es porque alce la voz, o porque bracee para enfatizar lo que dice, ni tampoco por su costumbre de palmear las espaldas de sus interlocutores buscando complicidad… No, no es por nada de esto; es por su aura. Aunque se quiera, no se le puede poner una pega al bueno de Braulio. Además, propone reflexiones con sustancia. La última vez que estuve con él tomando cañas me iluminó con varias perlas:

“Macho, vamos a llegar a un punto donde no se le va a poder decir nada bonito a una mujer”.

“¡Ahora resulta que pintarse la cara de negro es racista! Pues anda que no me he disfrazado yo de Baltasar para las cabalgatas de mi pueblo y no soy racista, ni pollas en vinagre”.

“¡Que no lo llamen hamburguesa si no es carne!”.

“A los funcionarios habría que vigilarlos como si trabajaran en una empresa privada y el que no rindiera… ¡a la puta calle!”.

De repente, una frase cortó mi hilo de pensamiento: “Y tú, Joaquín, ¿qué piensas sobre los límites del humor?”

“Si hay un día del orgullo gay, que me parece muy bien, ¿por qué no hay uno del orgullo heterosexual?”.

“El que trata a los animales como personas, trata a las personas como animales”.

“O sea, ¿que ahora no podemos poner la calefacción porque la niña esta de las trenzas dice que contamina? Que vaya al colegio y deje de hacer pellas. Además, mucho catamarán, pero para atracar en el puerto de Lisboa bien que tiró de motor”.

“A mí ya no me engañan más, yo ahora voto a los que hablan claro”.

“¡Por supuesto que me gusta el arte! Pero el que está bien hecho porque…, ¡macho!, el otro día fui con mi mujer a una exposición de Miró y eso lo podía pintar un niño”.

Estaba siendo irónico: Braulio es insufrible. A menudo me pregunto por qué seguimos siendo amigos cuando es obvio que no tenemos nada en común.

Volví a enfocar a Claudia, que seguía moviendo la boca; la matraca del calentamiento global aún no había acabado. Le lancé una mirada llena de condescendencia. “¡Qué suerte tienes, Claudia, de que yo sea tu cuñado y no mi amigo Braulio!”.

De repente una frase cortó mi hilo de pensamiento: “Y tú, Joaquín, ¿qué piensas sobre los límites del humor?”.

Claudia había cambiado de tema y me miraba fijamente. En realidad todos en la mesa estaban expectantes, hasta el pequeño Mateo, desde su trona, parecía esperar una respuesta.

—Pues que va a llegar un momento donde no se va a poder bromear con nada —respondí.

—Pero ¿no crees que la gente tiene derecho a protestar si algo les ha ofendido? —insistió Claudia.

—Sí, pero es una locura la cantidad de colectivos sensibles que hay. Antes se podía bromear con todo, pero ahora hay que ir con mucho cuidado, y eso asfixia el humor. Va a llegar el día en que nos van a meter en la cárcel por hacer un chiste de mariquitas, por ejemplo.

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—Joaquín, la gente realmente perseguida es la que se mete con los poderosos, no con las minorías.

Mateo dio unas palmadas torpes.

—A ver, Claudia —comencé a decir muy despacio—. Aquí el cómico soy yo, porque, que yo sepa, tú no eres humorista. Tú eres genetista pediátrica y sabrás mucho de lo tuyo y también del derretimiento de los glaciares, pero de esto sabes muy poco. Te lo voy a explicar otra vez, a ver si lo entiendes: cuando la gente se vuelve tan sensible, todo se exagera mucho, y eso se transforma en una indignación que se retro­alimenta y que suele desembocar en un linchamiento digital. Sufrimos la dictadura de los ofendiditos.

—Parece que a los cómicos no se os pudiera afear la conducta, que fuerais intocables. El humor no es un fin en sí mismo, es un medio, y no debe estar exento de crítica. A mí me parece que las redes sociales han traído réplica y debate, y parece que te molesta y por eso lo llamas linchamiento digital. Además, “ofendidito” es un término muy conservador; se utiliza para ridiculizar —en muchos casos— a personas con conciencia crítica.

—Pero ¿qué dices? No, si la culpa es mía por intentar discutir con una feminista; es imposible que entres en razón porque te han sorbido el seso.

Mateo regurgitó un poco.

 —¡Anda! ¡Haz el favor de cambiar a tu chiquillo que se ha vomitado encima! —dije alzando la voz—. ¡Te compadezco! —continué mientras palmeaba la espalda de mi cuñado—. ¡Menuda mujer tienes!

A esas alturas de partido todo se volvió muy confuso: empujones, gritos, portazos, más gritos, incluso me pareció ver la cara de Braulio en el consomé guiñándome un ojo… Afortunadamente, me desmayé.

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