La casa llena del baño amarillo
Francesca Heathcote Sapey vivió en Turín y Londres y llegó a este piso en Madrid por amor a un arquitecto mexicano. Nunca más se fue (ni de la casa ni de España). La interiorista ha reformado el apartamento a su gusto y lo ha llenado de luz y color haciendo guiños cromáticos a dos de sus grandes pasiones: México y el universo del legendario Luis Barragán
“Llegué a esta casa por amor. La primera vez que entré por esa puerta estaba enamorada… aunque él no lo sabía”. Él es Edgar González, arquitecto mexicano. Ella, Francesca Heathcote Sapey (Madrid, 33 años), arquitecta e interiorista. La casa es un piso de la calle de Bravo Murillo en Madrid.
A Francesca le gustaron los dos balcones a la calle por donde entra mucha luz y las ramas de los viejos árboles de Bravo Murillo, a pesar de estar en un tercero. “Parece que estás en un nido”. También le gustó que hubiera muchos libros. “Era la casa de un hombre soltero con todas las implicaciones que eso suele tener, el despacho estaba en el comedor y se comía en la cocina. Pensé dos cosas: qué casa tan auténtica y fascinante y cuánto se parece a su dueño, y casi al mismo tiempo: qué feo el gotelé. ¡Qué manía hay en España con el gotelé!”.
Entre aquella primera visita y la mudanza definitiva de Francesca pasó un año. “Antes nos hicimos muy buenos amigos”, recuerda entre risas. Pero cuando Francesca se instaló en las Navidades de 2019 trajo más libros —”voy a todas partes con ellos”—, más cuadros y hubo que reorganizar algunos espacios. “Yo me mudé con todo, no tenía mucho pero me lo traje todo. Había vivido 10 años en Londres y había vuelto para trabajar con mi madre [la arquitecta e interiorista Teresa Sapey]. La idea era quedarme en su casa hasta que encontrara un piso, y al final ha sido este, que no lo buscaba pero me apareció en el camino”.
De aquella casa que visitó Francesca queda casi todo: los libros, las estanterías, la mesa del escritorio, las sillas desgastadas que Edgar ha ido encontrando por ahí, el sofá, la mesa de la cocina —típica de bar con una placa que pone “Reservado”— y todas las plantas, desde las decorativas hasta un aguacate, un níspero y un limonero que miman en pequeños botes de cristal junto a la ventana de la cocina. De cada viaje se traen una especie a ver cómo le sienta Madrid. “Pero son todas de él, yo soy malísima cuidando plantas”, avisa. En resumen, la casa ha cambiado, pero no tanto.
La primera transformación fue pintar el pasillo de un rosa muy específico. “Es un tono magenta, un rosa fuerte, muy mexicano, que imprime carácter; por un lado, es un homenaje a Luis Barragán, y por otro, es un color muy Sapey que se encuentra en algunos de nuestros trabajos”.
Estuvieron pensando qué espacio sería mejor pintar y se decidieron por una zona de paso para que el color no los abrumara. “El corazón de esta casa es el pasillo que une todas las estancias, así que lo pintamos todo de rosa”.
El otro cambio radical fue pintar el suelo blanco. “La casa tenía un suelo vinílico imitación de madera que no me gustaba nada. Como hay tantos libros y plantas que generan volumen necesitaba limpiar el espacio visual, ordenar la casa a través de los acabados. Pintar los suelos de blanco es una manía que tenemos mi madre y yo. Todo el mundo piensa que se van a ensuciar mucho y sí, es cierto, pero se limpian con una fregona y funcionan muy bien como elemento unificador del espacio”. Poco después también pintaron la chimenea. “Era de una piedra color salmón que no me gustaba nada y me generaba desorden visual”. Así que más blanco.
“¿Se crean muchas expectativas cuando te vas a vivir a un sitio?”, le preguntamos. “Me las creo yo conmigo misma, pero nadie me ha dicho nunca nada, ni he sentido presión de tener que demostrar que mi casa es esto o aquello…, pero es verdad una cosa que dice mi madre: ‘¿Tu irías a un dentista que tiene los dientes torcidos?”. La única excepción de esa regla es justo cuando viene Teresa Sapey a comer a casa. “Ahí sí hay presión, tiene que estar todo perfecto a sus ojos de madre y de estupenda profesional. Pero debo decir que hemos superado la prueba y esta casa le gusta mucho”.
La casa se quedó a medio hacer porque llegó la pandemia. Cuando se pudo salir, Francesca se fue al trastero de su familia a buscar cosas que tenía en la cabeza y le encantaban: un aparador de madera estilo piamontés, del siglo XIX, que pertenece a su abuela y ha estado en varias casas de la familia. “Lo quiero conmigo porque me da paz”, dice. Encima, en la pared cuelga la obra Luz sobre luz (2021), de José María Sicilia. También se trajo el revistero, varios cuadros y sus copas de vino. “Estoy obsesionada, las colecciono de todas las formas y colores”.
Un baño sin ventanas, pintado de amarillo intenso. “Un poco Barragán también”, apunta Francesca, es la gran extravagancia de la casa. “Por las mañanas me despierto con mucha energía y vitalidad, entro al baño y salgo dispuesta a comerme el mundo. Mira, si dejamos la puerta abierta, parece que está la luz encendida aunque está apagada”, dice. Y es cierto que el cuarto de baño parece un sol en medio del pasillo rosa.
Todo el sosiego se encuentra en el dormitorio. Las mesillas diferentes, una de Zanotta y la otra de Carter: “Me gustan las cosas asimétricas”, y las sábanas siempre blancas con algún punto de color. “Me gustan todos los colores, excepto el marrón, y con el verde tengo una pasión inconsciente desde que nací”. Francesca es melliza con un chico. Durante el embarazo, el médico dijo que venían dos niños, serían James y Francesco y las abuelas se pusieron a preparar el ajuar en azul y verde. Contra todo pronóstico, y nunca mejor dicho, nació una niña a la que pudieron variar un poco el nombre para llamarla Francesca, pero la habitación y la ropa se quedaron como estaban. Así que ella recuerda su infancia en verde. “Creo que ahí tengo una frustración y por eso ahora me gusta tanto vestirme de rosa”, dice entre risas.
En la cocina, junto a la ventana está el minihuerto y el caos que se espera de una casa donde vive un gran cocinero —”Edgar es un profesional, yo solo hago algunas recetas italianas, una pasta o una focaccia, pero lo de él es serio, necesita ingredientes, utensilios, pesas…”—. En las paredes han empezado a escribir las cosas importantes: recetas, la del pancake de la abuela y la de la kombucha; las temperaturas del horno y sus equivalencias, y muchos mensajes en clave porque con tantos viajes de trabajo tienen temporadas de verse poco.
En la casa hay objetos de segunda mano y se esperan muchos más. La última adquisición ha sido un sofá que diseñó Tom Dixon para Ikea, y de las novedades, una de las lámparas de la colección Varmblixt, de Sabine Marcelis, también para Ikea, que probablemente acabe en el pasillo. “Todavía la casa puede cambiar”, avisa Francesca pasando la mano por el gotelé.
Es la primera vez que tiene una casa en Madrid, aunque se fue a los 14 años de su hogar materno a estudiar a Turín. Luego vivió 10 años en Londres, allí estudió Arquitectura, un máster en Cultura y Crítica y otro en Diseño y Planificación Urbana. “Ya me daban por perdida, nadie pensaba que volvería. Mi idea no era pasarme una década en Londres, pero la ciudad me atrapó. Después quise irme a Hong Kong, que para mí es el Londres de Asia, o a Latinoamérica, pero pasé por aquí y mi madre me dijo: ‘Pero ¿qué tiene de malo Madrid?’. Nada. Que siempre puedo volver”.
Entonces Teresa Sapey le ofreció quedarse en la capital como socia de su estudio (Teresa Sapey + Partners). “¿Y no me vas a entrevistar?”, le preguntó Francesca. “Llevo toda la vida entrevistándote”, respondió su madre. “Y así fue como regresé a Madrid”.
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