En el estudio de Albert Riera, el artista que transforma los trastos viejos en obras de arte en L’Hospitalet
Un juguete viejo, una peluca, un trozo de cartón… cualquier cosa es susceptible de formar parte de los lienzos y collages de Albert Riera. Su proceso creativo siempre empieza en la calle, en los mercadillos de segunda mano, y termina en su casa-taller de la ciudad catalana
Albert Riera Galceran (Barcelona, 1995) está atravesando un momento dulce, una de esas fases de la vida en que los esfuerzos cristalizan y todo parece cobrar sentido. Su obra se ha expuesto este verano en Art Nou, el festival de arte emergente de Barcelona y L’Hospitalet del Llobregat. En paralelo, un par de cuadros suyos en los que apuesta por “la superación de la pintura, la incorporación de objetos al lienzo y el collage” colgaron de las paredes de la galería madrileña We Collect.
Su arte se abre paso, encuentra interlocutores y miradas cómplices, sensibilidades ajenas a las que seducir, fascinar y quién sabe si incluso desconcertar. De eso se trata. Para Riera, la medida del éxito es “el trabajo bien hecho”. También la descarga de adrenalina que se produce cuando un proyecto concreto “cobra vida”, a veces de manera no prevista, produciendo “accidentes creativos fértiles”.
Le entusiasma que los proyectos “cierren”, que las ideas “crudas y difusas” que concibe su mente alcancen una coherencia retrospectiva: “Soy ambicioso”, cuenta rodeado de su obra reciente en la residencia estudio de L’Hospitalet que comparte con varios amigos, también artistas, su “familia” de adopción. “Eso es algo que me inculcó mi padre, que es publicista. Él me transmitió la idea de que hay que tener proyectos, objetivos, y trabajar con constancia para alcanzarlos”. Ocurre, sin embargo, que su noción de éxito y su proyecto personal se han ido transformando con el tiempo: “A los 16 años me imaginaba exponiendo en solitario en el MoMA antes de cumplir la mayoría de edad”, relata. Hoy asume que “pretender quemar etapas a edad muy temprana no es realista, y tampoco sirve de nada elevar el listón de la autoexigencia hasta el infinito”.
Riera habla de su obra, que él ve “como un mundo personal que se está consolidando paso a paso”. Empieza por asegurar que no se siente “ni pintor, ni escultor, ni instalacionista, ni performer”. Toca todos esos palos con pasión intuitiva, “jugando” con los distintos formatos, trasteando sin complejos en sus posibilidades expresivas: “Una obra mía puede empezar con una visita a un mercadillo de segunda mano y la compra de un objeto absurdo que capta mi atención por algún motivo y con el que aún no sé muy bien qué hacer. También puedo recogerlo de la calle”, explica. Una vez adoptado el objeto en cuestión (una vela, un trozo de cartón, un papel de textura insólita, un juguete desvencijado, una peluca…), se lo lleva a su estudio: “Para que dialogue con el caos fértil que tengo aquí montado, lo cambio de sitio para ver cómo se relaciona con otros objetos, cómo encaja aquí o allá”. En ocasiones, de este juego visual y conceptual con los “pequeños hallazgos” que la vida va poniendo en su camino, surge “la chispa creativa”, y el objeto huérfano acaba integrado en un cuadro, una escultura, una instalación o una pieza de ropa.
Asegura que ese ha sido siempre, poco más o menos, su método: “Jugar, activar la intuición, sin una hoja de ruta y sin un cálculo previo. Cuando del error, de la búsqueda permanente y del azar sale algo que siento que vale la pena, es como una experiencia religiosa para mí”. El barcelonés se recuerda jugando a ese juego sin reglas desde la infancia: “Me entusiasmaban las manualidades. Pasaba las horas muertas haciendo dragones y cocodrilos con cajas de huevos y papel maché. Luego me dio por la danza, tanto contemporánea como hip hop, y en paralelo empecé a dibujar cada vez más. Con 13 años, mi prioridad era la fotografía. Experimentaba con una cámara que me regaló mi tío, fotógrafo profesional”. Pronto empezó “a hacer fanzines con impresiones de mis fotos y de ahí pasé a intervenir en las fotos pintándolas con cera”.
Así, de manera gradual, en un proceso de deriva continua, fue aterrizando en el arte multiformato tal y como lo concibe ahora. Antes, aún en la adolescencia, pasó más de un verano “haciendo cursos de diseño de moda en Central Saint Martins de Londres, en la sede que tenían en el barrio de Farringdon”. Concluido el bachillerato artístico, tras un breve intento de estudiar Diseño Gráfico en Barcelona, se instaló en la capital británica. Allí consolidó el hábito de asomarse a la realidad desde una mirada “mágica”: “Allí todo era distinto. El cielo, la fisonomía de la gente, los buzones, las papeleras, el adoquinado de las calles”. Allí pasó los días pintando y empezó un proyecto con el que aún continúa, Émergent Magazine, una revista de arte bianual.
Preguntado por sus influencias, cita de corrido a Robert Rauschenberg, Helen Frankenthaler, David Ostrowski, Richard Aldrich, Joseph Beuys, Blinky Palermo, Jonathan Meese. En su mayoría, artistas contemporáneos alejados de la figuración. Aunque, a renglón seguido, añade que una de sus experiencias artísticas más intensas se produjo al contemplar en una isla de Japón unos nenúfares de Monet. Para ayudar a entender mejor sus procesos creativos, Riera cuenta cómo se gestó uno de sus proyectos, Candles: “Sentía que había perdido la fe en la pintura. Así que compré unos cirios con la idea de realizar una especie de ritual laico para restaurar esa fe perdida. Se trataba de pegarlos a un lienzo plantado en el suelo, que la gente los encendiese, y filmar cómo se consumían”. El experimento, “por fortuna”, salió peor que mal: “Los cirios no se aguantaban sobre la tela, así que opté por hacer uso de una tabla de madera. Pero entonces resultó que no se consumían. Por último, tuve el impulso insensato de colgar la tabla de la pared y, de repente, las velas empezaron a arder a una velocidad pasmosa, creando una cascada de colores y cera derretida, el tipo de magia inesperada que busco en mi obra”. Momentos así, concluye, son los que hacen que “cualquier esfuerzo de búsqueda valga la pena”.
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