Escritores vanidosos y narcisos
Es curioso que la vanidad parezca tener una relación particularmente estrecha con la literatura
Uno entiende la vanidad de un arquitecto que inaugura un puente a la altura de su megalomanía, o la del artista que engaña por medio millón de euros a un ricacho. Es curioso, sin embargo, que la vanidad parezca tener una relación particularmente estrecha con la literatura. Y es curioso cuando hay triunfos literarios que tientan menos la vanagloria de lo que hieren la autoestima: ¿cómo sobrevivir a una victoria en el concurso de relato erótico de Peralejos de la Cueva?
En el gremio siempre hubo vanidades hipertrofiadas. Las últimas palabras de Comte fueron “¡qué irreparable pérdida!”, Henri Lévy se pone de puntillas para quedar más alto que el resto en las fotos, y la tumba de Morand, más que la de un esteta, parece encarnar los sueños de un chatarrero. Las vanidades satisfechas se pagan con ridículo, y tal vez por eso atacan por los flancos menos verosímiles: conocí a un banquero célebre que se preciaba, contra toda evidencia, de su mano como decorador.
Hay que vigilarse las vanidades propias, pero ¡qué divertido resulta ver las ajenas! Está quien vende una conferencia en el Cervantes de la Cochinchina como una coronación en el Parnaso. Y está quien jamás olvidará una reseña no del todo adoratriz, en la intuición de que un denuesto tiene una sinceridad que no tiene la alabanza. A veces no es fácil saber qué es vanidad y qué es invocación a la vergüenza ajena: a todo escritor le han pedido posar cogiendo un libro como si fuéramos Apolodoro el Gramático, y no faltan autores especializados en retratarse con algún complemento —chalinas, jipijapas— muy sonoro. Otros se fotografían rodeados de bustos de Proust: a veces queremos mostrar familiaridad y solo mostramos contraste.
Las vanidades se van revirando con la edad. Hay escritores que venden millones y sueñan con el respeto que merece no sé qué poeta. Y hay vates místicos con más maña para su negociado que cualquier rapaz de Wall Street. Por supuesto, la vanidad es autoinmune: si a uno no le lee nadie, no es porque sea un plomo: es un escritor de minorías. Como fuere, la escritura suele tener un “arrabal de senectud” un poco amargo. Lo dijo Manuel Machado: “¿Gloria? ¡La que me deben!”. Eso sí: nadie se tiene en más alto concepto que el escritor que no escribe.
La propia sociedad literaria ya es una purga bestial de pretensiones: “¡Tantos versitos venecianos, si luego vuela con Ryanair!”, “¿Cómo va a hacer un estilista con esos dedos como un manojo de pollas?”. El mundo contemporáneo nos ha venido, además, con una mortificación llamada autobombo: publicitar tu conferencia en el Círculo Recreativo de no sé dónde —”¡paso lista!”— tiene menos de pecado que de penitencia.
Ya desde los clásicos sabemos que también hay vanidad en la lucha contra la vanidad: Séneca recomienda no fanfarronear de vida retirada. Y tampoco vamos a ser como ese cartujo que, al terminar una obra, la ofrecía en el altar y la quemaba. El anticuerpo de la vanidad es la ironía, triaca infrecuente en una cultura que, como la nuestra, tiende a lo campanudo, y donde toda humildad es debilidad. Había una modestia judeocristiana que ayudaba: si algo ha salido bien, habrá habido también una suerte infusa. Hoy el alarde —veamos Instagram— se lee como virtud.
Mejor que de vanidad, la escritura puede ser la manifestación de un orgullo: ahí están tantos testimonios de libertad de conciencia como resistencia a los totalitarismos. Más cotidiano, también hay un orgullo en la convicción de encerrarse y firmar algo que puede meternos en problemas: no ya problemas públicos, sino quejas de la familia, conocidos que preferirían —pero este de qué va— que no escribiéramos; un mundo que no necesita de nuestra prosa. A mí me consuela lo que dice Claudel: que todo escritor ha venido a decir su seule petite chose. Y, contra toda pretensión, siempre podemos pensar que escribir tal vez sea un arte, pero que hasta Shakespeare lo vivió como una obediencia.
La queja es una forma de la vanidad. Podríamos haber tenido más suerte, pero también podríamos estar encuadernando nuestros versillos en una copistería. Cualquiera tiene hoy más lectores que Píndaro y, al mismo tiempo, no podemos hacer nada: la gente nos ama o nos odia porque sí. A algunos, la escritura les da grandes alegrías: Cernuda, con un libro recién llegado, no dormía de la excitación; a otros nos exalta lo mismo que recibir las Páginas Amarillas. Quizá sea que el escritor se debe buscar las alegrías donde todos: en la vida, no en la obra. Y que el verdadero privilegio de escribir es escribir.
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