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Las copas y las letras
Columna
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Los últimos de Saint James. Una elegía londinense

En los clubes de la zona —Boodle’s, Brooks’s, White’s— se han perdido fortunas por causas entre líricas y alcohólicas

Transeúntes en la calle Jermyn, en el área de St James's, Londres, el pasado 7 de julio.
Transeúntes en la calle Jermyn, en el área de St James's, Londres, el pasado 7 de julio.Mike Kemp (In Pictures / Getty I (In Pictures via Getty Images)
Ignacio Peyró

Nunca tuve una granja en África, al pie de las lomas de Ngong, pero sí tuve un pisito en Saint James, entre Christies y Fortnum and Mason, lo que resulta más práctico a esa bendita edad en que, lejos de renunciar al mundo y sus pompas, estamos deseando rebozarnos en ellas. Los petimetres de todo tiempo han amado Londres, aunque —o porque— no se conoce que haya hecho mejor a nadie nunca. De hecho, el pied-à-terre en Saint James iba a ser, desde el amanecer de los clubes en el XVIII, el destino natural de esos muchachos solteros que dejaban sus fincas en los condados para ejercer de parlamentarios por el día y de calaveras por la noche. No había “régimen de incompatibilidades” todavía, y la propia palabra “apartamento” iba así a ir ganando una connotación equívoca, que —como se sabe— es la manera que tenemos de subrayar aquello que es rotundamente inequívoco. Un apartamento en Saint James permitía, ante todo, ir de tu club a tu casa en un solo tumbo. Y los tumbos eran —son— frecuentes en un país donde la bebida ha sido la fiesta nacional.

No diré que Londres sea la mejor Inglaterra: ninguna exaltación comparable a la de cruzar, qué sé yo, Staffordshire en un tren más bien añoso, o tomar una pinta en Norwich junto al río. De hecho, puede pensarse que Londres vuelve un poco tontaina a todo el mundo, como ese personaje de Thomas Mann que se enfada cuando la mantequilla en la mesa no tiene forma de vieira. Desde mi ventana en Saint James veía pasar, por cada dacia duster, un puñado de lamborghinis en color verde loro: la sensación era la de habitar un mundo no del todo real.

Era, por eso mismo, un mundo mucho más bonito, y me sonrío al pensar que Saint James cubría todas tus necesidades, siempre que estas fueran lacas japonesas, trampantojos de Meissen o chucherías déco. Ligerezas aparte, Londres agota el bonus más generoso en media mañana, pero concretamente Saint James era de los pocos lugares donde aún se le podía dar un fin poético al dinero: paraguas a medida, soldados de plomo, medallas de los tiempos de Wellington, libros dedicados por Anthony Powell, batines fantasía para aflorar tu papagayo interior. Paul Morand lo dijo como nadie: “Todo ese beau monde iba a Londres a fin de hacer provisión anual de jerez amontillado, de fusiles exprés (…), de semillas de césped, de sombreros de seda, de habanos colorados y de esos palos de golf que han conservado su forma dieciochesca y parecen cucharones de madera”. En los clubes de la zona —Boodle’s, Brooks’s, White’s— se han perdido fortunas también por causas entre líricas y alcohólicas: apostar por qué gota de lluvia llega antes al marco de la ventana, por ejemplo. No diré que fuera edificante, pero debía de ser divertido.

Desde el primer lunes de la Creación ya hay quien se queja de que las cosas no son lo que eran. En Londres pueden tener algo de razón: cierran zapateros a medida, retiran su placa esos sastres que ya no tienen a nadie que vestir. A Harrods hace tiempo que lo llaman Horrids, y —cada vez más— las casas del barrio no las ocupan lechuguinos sino firmas aburridísimas de inversión. En menos de una generación, ese Londres que fue capital espiritual del gusto se ha convertido, sí, en un mundo de ayer.

Hoy, los últimos de Saint James resisten con el estupor ante la vida de un ciervo albino. Yo los he visto: mi vecina, viuda alegre que se bajaba una botella de espumoso cada noche; aquel señor de sastrería fina, encorvado por la edad, que aún subía a la tienda de quesos a por su cuña de Stilton; ese periodista político de 150 kilos que desayunaba, comía y cenaba en los clubes y que sobrevivió a la covid y nos va a sobrevivir a todos. Desde mi ventana veía a menudo a algún amigo bajar la calle bien trajeado, con aplomo, con esa sonrisa que solo se dibuja cuando acabamos de pecar o vamos a bebernos media botella de claret en el club. Y a veces solo necesitaba verle bajar la calle para animarme, ponerme la corbata, bajar yo también al club y ayudarle así con la otra media, porque hay gestos del XVIII que siguen rigiendo en ese Saint James que todavía dimos en vivir en el XXI.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.

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