Lo mejor del mundo era el latín
El hurto de las lenguas clásicas a las generaciones jóvenes ha sido una estafa para crear gente sin raíces
Estamos más cerca de alcanzar la inmortalidad humana o de poder vivir en Júpiter que del retorno del latín al currículo escolar, pero pedirlo pertenece a una categoría superior a la de las causas perdidas: la de las causas hermosas. No propongo llegar a los extremos de la escuela de Shelley, en la que, a fin de “domar el ardor adolescente”, todo alumno “había leído dos veces a Homero, había expurgado a Horacio y podía componer unos pasables epigramas latinos sobre Wellington”. Sí, nos queda lejos la época en que -leemos en Maurois- las ciencias eran facultativas, la danza obligatoria y la religión se estudiaba con el firme compromiso de no hacerle mucho caso. Pero si era criticable la “sensata frivolidad” de aquellos estudios, ahora lo preocupante es que los profesores de latín pasen a ser más infrecuentes que los linces ibéricos.
A estos profesores los retrató como nadie Evelyn Waugh en el personaje de Scott King, con sus chaquetas color caca y su ligero aire anacrónico: seres más bien ornamentales, que tal vez se sonríen al leer unos versos licenciosos de Catulo para aliviar las horas dedicadas a la sequedad de la sintaxis, y que han venido al mundo a recordar al ignaro que las comas no están para salpimentar el texto o que Venus no sólo es un nombre de club de carretera. A mí me resulta imposible no tenerles afecto: con Hazlitt, venían a mostrar que hay una dimensión distinta a la sumisión fatal a los poderes del día. “Algo calvo y algo corpulento”, como el propio Scott King, yo mismo estuve a un tris (del griego tris, trijós: cabello, pelo) de dedicarme al latín: para mi sorpresa, las Catilinarias me dieron un diez en Selectividad, y entendí aquello como una señal del cielo para dejarlo todo y estudiar Clásicas. Ante una manifestación tan nítida del destino, yo no pude menos que -por supuesto- desobedecer y matricularme en Románicas: en mi descargo puedo decir que no lo hice por afán de lucro. Hoy me arrepiento, pero es difícil no mirar a la propia juventud sin pensar que uno era un poco idiota.
Iba a estudiar la lengua muchos años, en todo caso, y aún recuerdo que, al comprar la Introducción al latín vulgar de Veikko Vaananen en la librería, una profesora me dijo que ella misma se recordaba comprándolo tres décadas antes. Al cabo, si un estudiante de primero de medicina sabe más que Hipócrates, el latín nos ponía en pie de igualdad –de humildad- con los mejores de todo tiempo, de los monjes culones a los grandes ilustrados, y con los años sorprende ver cuánto latín pervive en un párrafo de Jovellanos, un discurso de Lincoln o una tirada de Burke y, por el contrario, cuánto de su fuste echamos de menos en las prosas. Como la lectura o la poesía, la familiaridad con el latín es una gracia diferencial que -al mismo tiempo- no cabe en los CV y distingue a las personas.
Es posible que el latín se les amargara a muchos, pero de alguna manera dejaba el convencimiento de participar de una importancia superior. Al sublime entrecejo de Alain Delon no le suele acompañar el carácter de un Gandhi y, como todo lo hermoso, el latín tampoco lo pone fácil: tras siete años de fatigas, uno solo logró sacar en claro que Ovidio va a ser siempre más listo -y más retorcido- que tú. El primer acercamiento al latín, de hecho, solía ser un flechazo de repulsión: el aprendizaje de las declinaciones es un arte combinatoria que solo puede gustar a quien esté destinado, más adelante, a fetichismos tan alambicados como el derecho procesal. Pero créanme que el del latín es un amor que compensa, capaz -en mi caso- de sobreponerse a un profesor que me profesaba una antipatía ardiente o a un catedrático de gramática latina con más lamparones que camisa.
En El rector de Justin, la gran novela de Louis Auchincloss, el carácter opcional del latín marca el momento en que la modernidad entra en su mundo como una bomba fétida arrojada por la ventana. La vieja escuela deja de ser la vieja escuela y -cabe suponer- al poco llegarían el “conocimiento del medio” y la pretecnología. Bromas aparte, el hurto de las lenguas clásicas a las generaciones jóvenes ha sido una estafa para crear gentes sin raíces y sin una conciencia de lo pasado. De igual modo que una batería en el presbiterio terminaba con siglos de liturgia, al quitar el latín creían limar tiempo para una lengua y cortaban con -literalmente- milenios de transmisión cultural.
De cuando en cuando el latín vuelve a la moda: unos finlandeses –Vaananen lo era- emiten un noticiero en latín o el Vaticano incluye ‘bikini’ en su glosario como vesticula balnearis Bikiniana. Son espejismos. Por supuesto, siempre hay quien defiende el latín como gimnasia mental, o para mejor conocer la propia lengua, o por el gusto por la etimología. Pero la etimología está llena de trampas, para el cerebro lo bueno es leer, y el propio tránsito del latín al español nos hace conscientes de emplear un idioma adecuado a nuestro estado postadánico. A muchos les quedará, de su bachillerato, el recuerdo de que los romanos no hablaban más que de flechas y campamentos, pero alguna suavidad había en una lengua que abordábamos por su flanco más dulce: la conjugación de amar. ¿Por qué el latín? Ni siquiera por la utilidad de lo inútil, por un tributo a la Historia, por afirmar una superioridad cultural. Al final lo amamos porque es de las pocas cosas que -como la rosa, rosae- no necesitan un porqué.
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