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Las copas y las letras
Columna
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Ser padre o no ser padre

Por supuesto, si uno no tiene hijos, no pasa nada. He sido un entusiasta de la natalidad, siempre que fuera ajena

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Harold M. Lambert
Ignacio Peyró

Para observar el declinar de una raza, basta con tomar una familia. A los 42 años, mi padre tenía una mujer, cuatro hijos, varias casas, muchos empleados. A los 42 años, si me pregunto por lo que tengo, me da miedo contestarme: viajes a destinos putis, opiniones matizadas sobre La Araucana o la liebre à la royale y la capacidad, si alguien me retuerce la muñeca, de nombrar 25 bodegas del Piamonte en tres minutos. De tener que responder a esa otra pregunta —casi una oración— que cada día se hacía Seamus Heaney —”¿qué has hecho con tu vida, Seamus?”—, solo podría decir: “Señor juez, me la he bebido”. Lo digo con la pasión de quien recita por teléfono su DNI: ninguna.

Beber, fumar y leer han sido, sí, grandes agradecimientos: ¡a otros les gusta el trekking! Pero, oh tiempo, tu nombre es venganza, y mientras andábamos en busca del arco iris agazapado al final de cada barra, ¿qué hacían con sus vidas los demás? Comprar tronas, traficar con el nombre de los mejores pediatras. No me hace sentirme especialmente bien haberme preocupado por los libros o por los vinos más que por los niños: el problema es que tampoco me hace sentirme especialmente mal. Confieso, sí, un cierto pasmo al constatar que, a lo largo de los años, el llanto de un bebé me ha hecho perder menos horas de sueño que el Sr. Tanqueray, Fortunata y Jacinta o, es inútil negarlo, Elvis Crespo.

La sorpresa es aún mayor al comprobar que a) siempre pensé que los hijos llegarían, al tiempo que b) he hecho todo lo posible para driblar el altar, creerme muy zorro y no tenerlos. Podría culpar a la edad contemporánea, que nos da más opciones para vivir nuestra vida, pero no para secuenciarla. Al cambio en las mores sexuales, que bonifica la variedad (y halaga la vanidad). A las exigencias laborales. Al miedo al compromiso, aliado a la forma mental hodierna según la cual siempre hay algo mejor a la vuelta de la esquina. Connolly decía que “la cuna en el zaguán” es uno de los grandes enemigos de la escritura, pero no son las circunstancias las que nos hacen aplicados o zánganos. ¿La llamada de la bohemia? Nah: yo deseo la vida descolorida de un subdirector general de seguro agrario o de un cargo medio en Winterthur. La verdad es la verdad: no he tenido hijos porque no he querido, punto. Y si gozo la comodidad indudable de no tenerlos, es inevitable incomodarse un poco y preguntarse sobre el tema. Ojo: preguntarse. No ir preguntando por ahí.

Al vivir en el extranjero, sin embargo, todo el mundo dispara: “¿Has venido con familia?”. Con eso no se refieren a tu tía abuela de El Burgo de Osma. Cuando uno dice que está solo, he observado dos reacciones posibles, con frecuencia mezcladas: la primera consiste en mirarte con una conmiseración inmensa, como si ya te vieran agonizando en solitario; la segunda te adjudica una sexualidad barroca o estadísticamente infrecuente. A veces yo mismo he querido bromear: “No, no, no tengo familia: prefiero una sana aproximación a la promiscuidad”. Pero no es tema de bromas.

Por supuesto, si uno no tiene hijos, no pasa nada: tampoco va a ser como el ocaso de los Trastámara, y hay suficientes sobrinos como para dudar si somos una familia o una plaga. Pero pienso si no hay algo un poco más verdadero en preocuparte por las paperas de un hijo que en preocuparte —caso real— por comprar más vasos de Murano o acuchillar el vestidor. Mi propia infancia es algo que le deseo a cualquiera, y desde entonces tengo idealizados hasta los viajes amontonados en el coche: he sido un entusiasta de la natalidad, siempre que fuera ajena.

Sobre el amor han hecho contribuciones valiosas Platón, Dante y hasta Los Chunguitos, pero la mejor literatura amorosa no nos la dio ningún poeta en celo: la encontramos en las cartas que, “sin dejar de llorar ni de morir”, escribía a su hija Madame de Sévigné. Baste para decir que el tema no es menor, incluso para quienes tratamos de él no tanto desde el deseo como desde la hipótesis. A veces pienso que no he visto padres más felices que los padres canosos, y hay una curiosidad humana en asomarse al rostro del hijo, “donde el amor inventa su infinito”. En fin: ¿qué hacer? ¿Qué moraleja sacarle a la vida? Tal vez tengamos un bebé de esos sanotes como un queso fresco, o tal vez sigamos gastándonos la parte de los biberones en Macallan. Mariano Rajoy, ese moralista, ya supo ver que “it’s very difficult todo esto”.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.

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