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¿Dejar el trabajo o no? ¿Tener hijos o no?... Cómo salir de la parálisis ante decisiones importantes

Al enfrentarnos a disyuntivas que pueden marcar un antes y un después solemos bloquearnos. Si no sabemos ‘a priori’ cuál es la mejor opción, la pregunta esencial es: ¿queremos asumir riesgos?

Tomar decisiones
Ilustración por Gorka Olmo.Gorka Olmo

Muchas personas se bloquean a la hora de tomar decisiones importantes por miedo a equivocarse. Y sin embargo son el argumento principal de la vida. Lo que algunos llaman destino o karma se compone de un sinfín de pequeñas y grandes decisiones que generan consecuencias.

La mayoría afrontamos sin dificultad las pequeñas elecciones cotidianas, pero cuando se presentan las que son cruciales es fácil que nos asalten las dudas o que lleguemos incluso a la parálisis por análisis.

Para salir del bloqueo, David Cabero, que dirige en Europa el grupo BIC, en su libro Decidiendo: en tiempos de paz y de guerra propone algunas claves prácticas.

Desafía la idea. Cuando se trata de una decisión con importantes consecuencias, una manera de ponerla a prueba es tratar de destruirla a través de la pregunta: ¿cuáles serían las razones para no tomar esa decisión? Si no encuentras al menos una buena razón, significa que la idea puede ser sólida.

Genera múltiples opciones. A veces la elección no está entre A y B, sino que el abanico de opciones es mucho más amplio. Tal vez se trate de una vía intermedia entre A o B, o de otra alternativa que no se nos había ocurrido hasta ahora.

Atrévete a equivocarte. “En la vida hay momentos en los que no podemos elegir no decidir, ya que determinados contextos nos obligan a hacerlo”, apunta David Cabero, y no queda más remedio que asumir las consecuencias de nuestros actos. Es mejor errar y, a partir de ese nuevo conocimiento, corregir el rumbo que permanecer de brazos cruzados.

El autor de este libro señala que “en términos generales, en Europa tenemos una mayor aversión al riesgo que en Estados Unidos. A todas luces, una ventaja para ellos y una desventaja para nosotros”.

Sin embargo, ¿cómo podemos tomar una decisión cuando no hay ninguna que a priori sea la correcta? Esta es la pregunta que plantea Russ Roberts, autor de Wild Problems: A Guide to the Decisions That Define Us (Problemas salvajes: una guía para las decisiones que nos definen), en un artículo en The New York Times.

Este investigador de la Universidad de Stanford, además de presidente del Shalem College de Jerusalén, cuenta la anécdota de que en 1838 Charles Darwin se enfrentó a una importante decisión. Cerca de cumplir los 30 años, que por aquel entonces era casi el ecuador de la vida, intentaba saber si le convenía casarse. Para ayudarle a tomar su decisión, Darwin elaboró una lista con las ventajas de estar o no casado. En la columna de la izquierda anotó como beneficios de contraer matrimonio “tener compañía constante” o “disponer de un objeto para el amor y el juego —en cierto modo, mejor que un perro”, agregó. En la columna de la derecha, entre los beneficios de seguir soltero escribió: “No estar obligado a visitar parientes o a doblegarme ante cualquier nimiedad”.

Roberts define esta disyuntiva como una “decisión salvaje”, cuando el camino de la vida se bifurca y no hay manera de saber cuál es la mejor opción. Pertenecen a esta categoría otras elecciones vitales como tener o no hijos, o dejar nuestro trabajo para emprender en solitario.

No sabremos el resultado de nuestra decisión hasta mucho después. En el terreno de la pareja, dependerá de a quién hemos elegido y de la compatibilidad que el tiempo pondrá a prueba. Sobre abandonar un empleo estable por una aventura empresarial, nuevamente será el tiempo el que dará o quitará razones. Si la idea es buena y llega en el momento oportuno —algo que no se puede asegurar en el instante de la decisión—, tras la incertidumbre pasaremos a una situación mucho mejor. Pero también puede ser que el proyecto fracase. No hay manera racional de anticipar el resultado de una decisión salvaje, por lo que la verdadera decisión es si queremos o no asumir el riesgo.

Volviendo a Darwin, en un primer momento la lista de las ventajas le salió mucho más corta que la de desventajas, que apuntaban sobre todo a que una pareja le quitaría tiempo para investigar. Así pues, optó por no casarse. Sin embargo, menos de un año después se casó con su prima Emma Wedgwood, con quien tendría 10 hijos, siete de los cuales llegaron a adultos.

Nada de eso le impidió dedicarse a la investigación, como había temido, lo cual demuestra, a mi parecer, que las decisiones salvajes no se pueden tomar desde la razón, o al menos no exclusivamente. Así como Darwin no dudó tras enamorarse de Emma, el corazón es un buen consultor para esta clase de disyuntivas. Cuando, por arriesgado que parezca, un camino nos llena de propósito y de ilusión, la vida nos está diciendo que tendremos la fuerza suficiente para recorrerlo.

Mejor un mal plan que ningún plan

En su libro El juego de la vida, publicado tras el auge del ajedrez provocado por Gambito de dama, Adriana Hernández establece un paralelismo entre el tablero y las decisiones que tomamos en el día a día. En el juego y en la vida, quien no tiene ningún plan se ve arrastrado por los planes de los demás. Tal vez por eso, Frank Marshall, un ajedrecista estadounidense que reinó en el primer tercio del siglo XX, decía: “Un mal plan es mejor que no tener ningún plan”.

Al tomar una decisión entramos de lleno en el juego y, aunque luego demuestre ser equivocada, nos dará el aprendizaje necesario para futuras partidas. A fin de cuentas, como señala esta joven autora en la introducción de libro, “el arte de vivir consiste en comprender todos los mecanismos que activamos cada vez que movemos pieza”.

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