Vanidad, orgullo
Cada uno lleva consigo su catálogo de agravios. Ningún gran museo ha vuelto a dedicar una retrospectiva a Katz desde 1986
Quien mejor explica la diferencia entre el orgullo y la vanidad es Flaubert: “El orgullo es una fiera solitaria que ruge en el desierto; la vanidad, un loro que parlotea de rama en rama a la vista de todos”. En un escritor o un artista, el orgullo sería un rasgo de entereza, hasta de coraje, y la vanidad un defecto penoso. Aunque, pensándolo bien, quizás lo que distingue al orgulloso del enfermo de vanidad es lo mismo que separa al viajero del turista: viajero es uno mismo; turistas son los otros. En su retiro de Ruan, Flaubert se veía a sí mismo como un león y como un ermitaño, como un san Antonio entregado a la áspera penitencia de la escritura y venciendo las tentaciones licenciosas que lo reclamaban en París, las fiestas mundanas, las exhibiciones de vanidad de los salones literarios. Pero sabemos que Flaubert se escapaba a París con mucha más frecuencia y más deleite de lo que sugiere su leyenda, y que el orgullo solitario con el que se recluía durante varios años para completar una novela, sin la más mínima concesión ni al sentimentalismo ni a la negligencia de estilo, era humanamente compatible con su sensibilidad a los halagos de sus admiradores, y más todavía de sus admiradoras.
Es muy probable que el orgullo, y la vanidad también, en el caso de que se pueda distinguir entre los dos, sea un mecanismo de defensa, uno de esos rasgos evolutivos que favorece la selección natural porque son útiles para la supervivencia. En los oficios que Paul Valéry llamaba “las profesiones delirantes”, los que se fundamentan en la imaginación, o en el ejercicio de destrezas o saberes sin utilidad práctica directa —la interpretación, las artes plásticas, la música—, hay casi siempre un gran contraste entre la preparación y la entrega que requieren y las recompensas que ofrecen. Son trabajos muy solitarios, aunque se hagan a veces en compañía; nacen de una vocación muy poderosa; exigen en muchos casos largos años de estudio y entrenamiento; y además, o sobre todo, son extremadamente inciertos: no ya porque el público al que se dirigen pueda recibirlos con hostilidad o con simple y destructiva indiferencia, sino porque quien se dedica a ellos no sabe si el resultado estará a la altura de su ambición, y ni siquiera si merecerá la pena el esfuerzo. La vehemencia de un amor no hace que tenga que ser correspondido. En sus charlas sobre el arte de la ficción dice James Salter que dedicarse a la literatura casi siempre significa dar mucho a cambio de muy poco.
Salter sabía de qué hablaba. Durante la mayor parte de su vida escribió novelas y relatos de una calidad extraordinaria que no encontraron muchos lectores y que recibieron una atención crítica muy desigual, y en ocasiones desdeñosa. Se hizo más conocido cuando ya era muy viejo. Su última novela la publicó poco antes de morir, después de muchos años de silencio. ¿De dónde saca la fuerza un escritor para seguir trabajando, para emprender un nuevo libro después de haber publicado otro al que dedicó años y que desapareció poco después, o tuvo reseñas mediocres, o incluso feroces? ¿Qué impulsa a un pintor a llegar cada mañana al estudio y emprender otro cuadro, sabiendo que en esta época los críticos y los expertos desprecian la pintura? En un The New Yorker reciente, Calvin Tomkins dedica un largo artículo a Alex Katz, que tiene 91 años y sigue pintando todos los días con la tenacidad de esos viejos indestructibles que no han dejado nunca de hacer ejercicio ni de trabajar con las manos, con esa longevidad fértil que parece reservada a los pintores: Monet, Tiziano, Picasso. En el relato de Tomkins se advierte que Alex Katz posee una seguridad en sí mismo que unas veces parece sólido orgullo y otras pura vanidad. Revisa un cuadro que ha estado pintando y dice, sin vacilación y sin pudor: “Ha quedado perfecto”. Le mencionan a David Hockney y dice que es un buen ilustrador, pero que con los años ha ido aprendiendo a pintar.
Termino la lectura del artículo sobre este pintor al que admiro mucho con una sensación confusa. La suficiencia con que habla de otros, su evidente desapego hacia todo lo que no sea su trabajo pueden ser irritantes. Pero a continuación me pregunto si todo ese orgullo, o vanidad, o jactancia, como uno quiera llamarlos, no le habrán sido necesarios a Alex Katz para sostener su vocación y su oficio contra viento y marea, contra las modas y las ortodoxias sucesivas que se han impuesto en el mundo del arte desde que él era muy joven, y en ninguna de las cuales se amparó nunca. Quiso deliberadamente ser un pintor figurativo en la Nueva York de los años cincuenta, cuando era obligatoria la pintura abstracta. Para los vanguardistas era superficial y decorativo: para los conservadores era demasiado moderno. Siguió pintando, haciendo exposiciones, ganándose bien la vida con la pintura, pero nunca ha tenido ni la celebridad ni las ventas ni el prestigio crítico de las estrellas de las últimas décadas: Warhol, Basquiat, Schnabel, Koons. En las fotos es un anciano flaco, fuerte, de cabeza pelada, con pantalón corto y zapatillas de deporte, con un delantal manchado de pintura. Cada persona lleva consigo su propio catálogo de agravios, a veces ínfimos pero no menos amargos: el de Alex Katz es que ningún gran museo le ha vuelto a dedicar una retrospectiva desde la que tuvo en el Whitney en 1986. A los 91 años el orgullo puede ser herido igual que a los 30.
Y la capacidad inventiva también puede mantenerse, incluso acrecentarse con un impulso de urgencia, de ir al grano y aprovechar así las fuerzas y los días que todavía quedan por delante. Alex Katz pinta en su estudio de Nueva York o en el de su casa de campo con una entrega como la del viejo Flaubert en su escritorio de Ruan. Las últimas exposiciones suyas que yo he podido ver asombran por su desmesura y su energía, como de un De Kooning o un Pollock batiéndose a cuerpo limpio con la anchura del lienzo. Katz nada y hace flexiones todos los días, y se mide con otros pintores más conocidos que él y se siente superior a ellos, pero lo que lo mantiene activo, en la plenitud de sus facultades creadoras, no creo que sea la vanidad, y ni siquiera el orgullo. Quizás sea la simple conciencia de que no puede dejar de hacer lo que hace.
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