La Europa que nace de otra guerra: un viaje de 2.800 kilómetros a través de un continente conmocionado
De la Ucrania invadida por Rusia hasta Irlanda, ‘El País Semanal’ se asoma al futuro de una región zarandeada por el conflicto. “No volveremos nunca a ser lo que éramos”, apunta Roberta Metsola, presidenta del Parlamento Europeo
No hay escapatoria. Por más que nos alejemos del frente, y hasta el último día del viaje de este a oeste del continente, la guerra no deja de enviar señales. Como si se negase a soltarnos y quisiera liquidar la ilusión de una Europa en paz eterna, una Europa en la que palabras como trincheras o bomba atómica pertenecían a los libros de historia. Como si empezáramos a asomarnos a un futuro distinto: el de una posguerra permanente.
Viajábamos desde la Ucrania en guerra hasta el extremo occidental de Irlanda, y, cuando ya habíamos alcanzado el objetivo, un día a mediados de abril, desayunamos con este titular a cinco columnas en la portada del diario The Irish Times: “Un hombre de la isla de Achill muere luchando contra las fuerzas rusas en Ucrania. Finbar Cafferkey era un voluntario con experiencia de combate en Siria”.
Los ecos de los combates llegan hasta los acantilados de Achill, patria chica del voluntario Cafferkey. En esta isla en la costa atlántica irlandesa viven más ovejas que humanos, y en el último pueblo antes del último kilómetro de carretera, el bar y restaurante Gielty’s se anuncia como “el más occidental de Europa”. En el aparcamiento ondea la bandera amarilla y azul de Ucrania. El frente queda a 4.000 kilómetros de distancia.
Un día estalla la guerra y nada vuelve a ser lo mismo. La invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero de 2022 está modelando un nuevo continente, unos nuevos paisajes. Este viaje empieza en el oriente de Europa, donde las alarmas aéreas suenan varias veces al día y la vida continúa. Termina en la isla de Achill: el finisterre de Irlanda. Seis países y 2.800 kilómetros de un punto a otro en busca de la Europa que saldrá de esta guerra.
Rzeszów es una ciudad en pleno bum
—Todo ha cambiado. Completamente.
Quien habla es un político local en Polonia, un hombre de 46 años que hace dos, sin esperarlo, se encontró al frente de la Alcaldía de Rzeszów, última ciudad antes de la frontera con Ucrania. El alcalde anterior abandonó el cargo por motivos de salud. Se convocaron elecciones. Las ganó él, Konrad Fijołek, y ahora lo recuerda en su despacho en el edificio neorrenacentista del Ayuntamiento y explica que en aquel momento ni él ni la ciudad estaban preparados para lo que llegó. Sus expectativas eran modestas: ocuparse de la gestión municipal. No es poco en un municipio que no llega a los 200.000 habitantes. Pero no tiene nada que ver con lo que le vino encima cuando Vladímir Putin atacó al país vecino.
El presidente ruso, sin pretenderlo, transformó Rzeszów. Tras la invasión, la ciudad acogió a 100.000 refugiados. En el pequeño aeropuerto, protegido por baterías de misiles estadounidenses, llega desde entonces el armamento occidental que por carretera se encaminará hacia Ucrania.
Rzeszów es una ciudad en pleno bum. Los hoteles están llenos y no quedan apartamentos para alquilar. En el centro histórico proliferan los restaurantes de bistecs y barbacoa. El alcalde, Fijołek, no ha parado desde aquel día: reuniones diarias con políticos extranjeros, diplomáticos, periodistas. Dice: “Nos encontramos en el centro de un nuevo ciclo histórico”.
“Un pequeño 1989”
A Europa y a los europeos les ha pasado lo mismo que a Rzeszów y a su alcalde. Lo dirá, en una parada en Bruselas de este viaje transcontinental, Roberta Metsola, maltesa de 44 años, casada con un finlandés, europea de la generación Erasmus, presidenta del Parlamento Europeo: “Nunca más volveremos a ser iguales. No volveremos nunca a ser lo que éramos antes del 24 de febrero de 2022″. Como apunta el ensayista neerlandés Luuk van Middelaar, 2022 fue como “un pequeño 1989″. Añade Van Middelaar: “Pertenece a estos grandes acontecimientos que alteran los equilibrios dentro del continente”.
En 1989, cayó el muro de Berlín y con él las dictaduras prosoviéticas de Europa Central y Oriental. La democracia liberal había triunfado y Europa se reunificó. En 2022 es distinto. En un mundo que ha pasado por los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las décadas de guerra en Irak y Afganistán, y más tarde por la crisis financiera y el coronavirus, la potencia nuclear que perdió la Guerra Fría invade Ucrania. La guerra regresa a Europa, y la amenaza autoritaria.
La historia da vueltas
—La historia da vueltas y vueltas. El lugar al que ustedes van a ir es muy fuerte. Nos recuerda que los conflictos comienzan en pueblecitos y se extienden por las fronteras, y que tenemos que estar siempre alerta. No olvidemos la historia.
Al teléfono desde Londres, Philippe Sands, jurista y escritor, ofrece los últimos consejos antes de llegar a un lugar que conoce bien: Zhovkva. De este pueblo en la Ucrania occidental proviene la familia de su abuelo materno, exterminada en el Holocausto. Ahí nació también, en 1897, Hersch Lauterpacht, el jurista a quien debemos el concepto de crímenes contra la humanidad, y uno de los protagonistas del libro de Sands Calle Este-Oeste. En Zhokvka, que fue austrohúngara y ucrania y polaca y alemana y soviética y antes se llamó Zółkiew y Nestorov, se inicia el viaje.
- Apunte preliminar. Entre febrero y abril de 2023, el fotógrafo y el redactor de ‘El País Semanal’ cruzaron Europa en avión, automóvil, ferri, tren. No recorrieron el trayecto entre Ucrania e Irlanda de un solo trecho: al final de cada etapa volvían unos días a sus bases, el primero a Madrid, el segundo a París. Después retomaban el camino. Decenas de encuentros y conversaciones, miles de clics con la cámara fotográfica, seis libretas y algunos apuntes al margen con conclusiones forzosamente provisionales: nadie conoce el desenlace de esta guerra, pero el viaje permite intuir los paisajes del día después.
La bandera de la escuela
—¿Qué tenemos en Ucrania? —pregunta la maestra.
—¡Guerra! —responden los alumnos.
—¿Contra quién luchamos?
—¡Contra Rusia!
—¿Quién ganará?
—¡Ucrania!
Es una mañana soleada de febrero en este trozo de la Ucrania occidental. Hace unos minutos, un centenar de alumnos de la escuela de Zhovkva saludaban en el patio a la bandera, como cada lunes. Ahora se sientan en el aula y atienden a los periodistas y levantan la mano para explicar que un tío, un padre, un primo está en el frente, a miles de kilómetros de aquí. Tienen 10, 12 años. La guerra: lejana y cercana.
“Son nuestros héroes”
Un paseo por Zhovkva, uno de estos pueblos que llevan en la piel todas las cicatrices del siglo XX, y algunas del XXI. Por la plaza Mayor, frente al castillo del siglo XVI, pasan tres soldados. En un rincón del cementerio, ondean las banderas nacionales, azul y amarillo, sobre las tumbas de los caídos. Se lee en una lápida: “Sluka, Petro Bohadonovych, 10.09.1981-02.04.2022″. Y en otra: “Stanko, Andryi, 20.02.1988-03.04.2022″. Murieron en las primeras semanas de la guerra, con un día de diferencia. La mujer que se recoge delante de las tumbas los conocía. Eran hijos de amigas suyas: “Son nuestros héroes”. Cuando suena la alarma aérea, nadie se inmuta.
En la fachada del Ayuntamiento, la bandera de Ucrania y la de Europa. Y un retrato: el del venerado Stepan Bandera, líder ultranacionalista en los años treinta y cuarenta y en un primer momento asociado a los nazis, aunque después estos lo internaron en un campo de concentración.
Hay una foto, en el museo de historia local, que muestra la entrada del pueblo en los años cuarenta, durante la ocupación alemana. Un cartel dice: “Heil Hitler”. Es la verdad incómoda de esta parte de Europa, donde las víctimas fueron en muchos casos cómplices de los verdugos.
Pocos habitantes de Zhovkva visitan el número 53 de la calle de Lviv. Es natural: nada llama la atención al cruzar el umbral, ni en el salón donde se sientan los Dobrohodskiy. Serhii tiene 67 años, fue policía. Iryna, la mujer del cementerio, 64. Trabajó como economista para la administración local. Ambos están jubilados, llevan 30 años en esta casa, 30 años viviendo sobre un tenebroso vacío. El vacío es real, un subterráneo bajo sus pies. Y metafórico: el pasado turbio al que nadie le gusta mirar.
—¿Podemos verlo?
—Sí.
Serhii e Iryna apartan la mesa, retiran la alfombra. Levantan la trampilla, disimulada en el parqué. Abajo hay una habitación oscura y polvorienta. Hace falta una linterna para ver algo, y agacharse: el techo no da más de 1,50 metros.
Aquí, bajo el salón de esta casa que entonces pertenecía a una familia germano-polaca, los Beck, entre 1942 y 1944 se escondieron 18 judíos de Zhovkva. Clara Kramer, una de las niñas que vivió en el refugio, lo contaría años después en un libro y, ya mayor, regresaría para visitar la casa.
“Es importante conocer lo que ocurrió aquí por dos motivos”, dice Iryna. “Primero, para mostrar lo terrible que es la guerra. Y segundo, para señalar que, incluso en circunstancias terribles, podemos ayudarnos unos a otros. Si los nazis hubieran sabido que había una familia polaca que escondía a judíos, los hubiesen matado”.
Cuentan Iryna y Serhii que, en Zhovkva, la gente conoce la historia, pero no les interesa. Los visitantes que se interesan por el subterráneo, en general, no son locales. Vienen de Israel, de Canadá, de Estados Unidos.
- Apunte número 1. El pasado nunca acaba de pasar en esta Europa y en realidad es presente. La memoria —como diría el filósofo protestante francés Paul Ricoeur: el delicado equilibrio entre los excesos del olvido y los abusos de la memoria— es la materia prima que conforma la identidad europea.
Clara Kramer y las otras 17 personas escondidas en la casa de los Beck escaparon de lo peor. Fueron la excepción en Zhovkva. El 25 de marzo de 1943, los nazis reunieron a más de 3.000 judíos, los llevaron a un bosque a dos kilómetros del centro y los fusilaron. De los judíos de Zhovkva, casi la mitad de la población, sobrevivieron 74.
No es fácil encontrar el memorial en el bosque. El cielo se ha nublado: llueve. Esto es un inmenso cementerio sin tumbas. El corazón de lo que el historiador Timothy Snyder llamó las “tierras de sangre”, el trozo de Europa en el que, entre 1933 y 1945, Hitler y Stalin asesinaron a 14 millones de personas: judíos, ucranios, polacos, soviéticos.
El pasado, cercano y lejano.
Paradoja militar
Paradoja: tras cruzar la frontera hacia Polonia, la guerra en Ucrania parece más cercana que en la misma Ucrania. En Zhokvka y en la vecina Lviv, la mayor ciudad del oeste de Ucrania, el eco de la artillería y los misiles es remoto. La polaca Rzeszów, en cambio, es una ciudad militarizada. Y americanizada.
Los aviones despegan y aterrizan cada día del aeropuerto, los soldados van y vienen entre anuncios de vuelos a Varsovia o Mánchester. Los debates académicos sobre si Europa debe gastar más en armamento y sobre el futuro de la OTAN se resolvieron de un plumazo en el invierno de 2022, cuando Putin invadió Ucrania y en Polonia sintieron que podían ser los siguientes. Hoy Rzeszów es la capital militar de la UE. Y Polonia —la euroescéptica y nacionalista Polonia—, el centro de gravedad de un continente que en los próximos años podría acoger a una decena más de miembros en su flanco oriental.
- Apunte número 2. El paisaje de la Europa futura seguramente se parezca más a la monótona llanura entre los ríos Oder y Dniéper que a unos viñedos a orillas del Rin, a una planta siderúrgica en la Mosela, a una avenida haussmanniana en París o a un puerto mediterráneo. La Europa que sale de esta guerra es menos franco-alemana y carolingia, y más oriental. Más militarizada y apegada al paraguas protector de Washington. ¿Por cuánto tiempo? Nada garantiza que, después de las elecciones presidenciales de 2024, al próximo presidente estadounidense siga interesándole Europa. ¿Y qué Europa? La pertenencia a la Unión Europea cambia a los nuevos países; estos cambian a la UE. Una UE con Ucrania dentro —y, junto a Ucrania, posiblemente una decena de países de los Balcanes y de Europa oriental— cambiaría en su geografía y en sus instituciones, pero también su identidad. Y su relación con el mundo: con Estados Unidos, que se aleja; con Rusia, que no se moverá.
“Ucrania está luchando por nuestra libertad”, dice el alcalde Fijołek, ferviente europeísta y contrario al Gobierno nacionalista de Varsovia. “No queremos tener a soldados rusos junto a nuestra frontera”. ¿Miedo? “Sí”, responde. “Pero solo un poco: sabemos que nos apoya la OTAN y toda Europa. ¿Estados Unidos? “Una garantía de seguridad”.
Kantianos, no hobbesianos
La invasión rusa de Ucrania, como la pandemia hace tres años, lo trastoca todo: el mundo descubrió su fragilidad ante un virus invisible; ahora Europa descubre que la pax europea era una quimera: nadie está a salvo.
“Es el redescubrimiento de la guerra, del conflicto, del sufrimiento a gran escala”, explica en París Arancha González Laya, decana de la Escuela de Asuntos Internacionales de París y exministra española de Exteriores. “Ya lo tuvimos en gran medida con la disgregación de Yugoslavia. Pero ahora no estamos hablando de una disgregación, sino de la invasión de un país por otro, de un regreso a las guerras como fueron la Primera o la Segunda Guerra Mundial, y esto es un choque para los ciudadanos europeos”.
Circula la idea de que Europa era kantiana y debe volverse hobbesiana. Creía que el respeto de las instituciones y el derecho podían garantizar la paz perpetua que propugnaba Immanuel Kant y que la guerra como hipótesis podía descartarse. Y se da cuenta de que el mundo es peligroso y que lo que cuenta es el lenguaje de la fuerza.
“No nos hemos convertido en hobbesianos, sino en kantianos responsables”, precisa González Laya. “Seguimos prefiriendo la paz y un sistema que tenga como objetivo mantener paz, seguridad, estabilidad. Pero hoy sabemos que para poder alcanzar ese ideal kantiano necesitamos invertir en la defensa de los intereses europeos con más músculo que antes”. Añade la exministra: “Pero no me creo esta película que dice que ahora tenemos que convertirnos todos en neoconservadores para poder defender los intereses europeos. No es el modelo de una potencia principalmente militar que busca proyectar su poder militar en el resto del mundo porque quiere ser un poder hegemónico. Ese no es nuestro proyecto”.
“Es un actor”
No hay país más kantiano en Europa que Alemania, y tal vez no haya región más hostil a esta guerra que los territorios de la extinta República Democrática Alemana y, en esta región, el rincón nororiental, junto a la frontera con Polonia.
—El que provoca la guerra es Zelenski.
—No me fío de él.
—Ni yo.
—Es un actor.
—A veces pienso que trabaja con Putin, mano a mano.
Dos mujeres conversan en una mesa de Zum Anker, un minúsculo restaurante de pescado en la playa de Lubmin. El mar y el cielo despejados después de la tormenta de la mañana, los acantilados blancos de la isla de Rügen en el horizonte, una sobremesa lenta un día de marzo.
Lubmin, 2.000 habitantes, podría ser uno de tantos pueblos de la costa báltica alemana donde nunca pasa nada. La impresión es errónea. Desde hace un año, todo pasa por Lubmin. La explicación hay que buscarla al final de la playa desierta, cuatro kilómetros a pie por el paseo marítimo con casitas de maderas y hoteles familiares, más allá del puerto deportivo y del bosque.
Cruzar el bosque es adentrarse en otro mundo. Es la zona industrial. A lo lejos, la vieja central nuclear, cerrada tras la caída del telón de acero. En un muelle, el Neptuno, 283 metros de eslora, un buque que procesa el gas líquido que llega por mar desde otros puntos del planeta. Más allá, las instalaciones de los gasoductos Nord Stream 1, inaugurado en 2011, y Nord Stream 2, que nunca ha llegado a funcionar. En septiembre de 2022, un atentado destruyó los tubos bajo el Báltico y, aunque han circulado varias teorías sobre la autoría, ninguna es concluyente.
Los gasoductos submarinos procedentes de Rusia debían asegurar el suministro de Alemania en energía. El gas aterrizaba en Lubmin, pasaba por estas instalaciones y desde aquí partía hacia el resto de Alemania. Ya no.
—Lubmin está bajo los focos ahora, y no es por las buenas razones.
Erik von Malottki, hijo de la región, tiene 36 años, entró en la edad adulta tras la caída del Muro, es diputado socialdemócrata en el Parlamento federal, y de profesión historiador. Desde que tiene memoria, Lubmin se había especializado en la producción de energía. Antes, la energía atómica; después, el gas. Un negocio redondo: Rusia ofrecía un gas más barato que otros proveedores y Alemania —el canciller Gerhard Schröder primero, y su sucesora, Angela Merkel, después— creía que estrechar los lazos comerciales con Rusia estrecharía los lazos políticos, acercaría Rusia a Europa y aseguraría la paz en el continente. Ocurrió lo contrario. Los millones y millones de euros que a diario Alemania entregaba a Moscú a cambio del gas sirvieron para alimentar al Estado ruso y su maquinaria bélica. Lubmin, la pintoresca Lubmin con su playa y hotelitos, con sus chiringuitos y sus jubilados, ¿el arma secreta de Putin?
“Todo el mundo dice que esto facilitó la guerra, aunque no estoy seguro de que sea así”, dice Von Malottki. Pero admite: “Tampoco lo impidió”. Cuenta el diputado que en la región hay la sensación de ser chivos expiatorios, como si fuesen ellos —y no la mayoría de la clase política alemana— los que se entregaron a los brazos de Putin.
Ben Fredrich, periodista de Lubmin y fundador del diario Katapult, explica: “Aquí son favorables a Rusia por motivos históricos, tienen la idea de que la RDA no estaba tan mal, también en mi familia. Si criticas a Rusia, es como si criticases su juventud”. Por este motivo Fredrich ya no se habla con parte de sus parientes. Explica que varios políticos del SPD anularon sus suscripciones a Katapult después de publicar un artículo en el que acusaba a la presidenta regional, Manuela Schwesig, de haber “cofinanciado” la matanza rusa en Bucha, a las afueras de Kiev.
Alemania, tras la invasión, dio un giro. Anunció un aumento del gasto militar, entregó armamento a Ucrania, sancionó a Rusia con sus socios europeos y se liberó de la dependencia de Putin. Se embarcó en algo muy alemán: un autoexamen de sus errores y pecados.
- Apunte número 3. Ucrania está transformando Alemania: su relación con Rusia, sus fuentes de energía, su economía y actitud ante la guerra. E inevitablemente, los cambios en Alemania, el país más poblado y el más rico de la Unión Europea, transforma el club, que en los últimos 15 años ha superado una crisis financiera, la crisis de los migrantes en 2015, la salida del Reino Unido, una pandemia y ahora la invasión de Ucrania y la llegada de millones de refugiados de este país.
En el café Zum Anker, las dos mujeres prosiguen la tertulia:
—Si Putin nos envía un par de cohetes, tendremos la guerra aquí.
—Yo no estoy de acuerdo con dar armas a Ucrania. En otros países protestan por cosas pequeñas. En Alemania, no.
Barricadas y basuras en llamas
Es posible que la mujer de Lubmin estuviese pensando en Francia. Durante el invierno y el principio de la primavera las protestas contra la reforma de las pensiones y los incidentes violentos ocuparon los titulares de los medios europeos. He aquí un país —la otra potencia europea, junto a Alemania— con un Gobierno, una oposición, una sociedad ocupados en otra cosa que Ucrania. Las barricadas y las imágenes de montones de basuras ardiendo, los centenares de miles de trabajadores y jóvenes que salen a las calles a protestar. Nada de eso era para protestar contra Putin, ni tampoco para defenderlo, aunque la inflación contribuía al malestar general y una de las causas de la inflación es la guerra. Pero Putin y Zelenski habían desaparecido de la ecuación. El tema era otro: Emmanuel Macron, la calle, la izquierda y la extrema derecha, el futuro del modelo social, el empobrecimiento de las clases medias y la angustia por la inflación, y por un futuro sin perspectivas. Otra historia.
“No es mi guerra”
Y mientras tanto, el viaje continúa. El ferri MS Scania, que ha salido hace más de dos horas del puerto polaco de Świnoujście, navega por el Báltico rumbo a la ciudad sueca de Ystad. Tres hombres se sientan en las máquinas tragaperras del casino del barco, otros beben cerveza en el bar delante de la pantalla que emite competiciones de esquí. No son turistas. Hay albañiles polacos que trabajan en la construcción en Suecia, un hombre que acompaña a su padre para cerrar una cuenta bancaria después de trabajar años en este país, y un camionero que se dirige a Estocolmo y, cuando se le pregunta por Ucrania, responde: “No es mi guerra”.
Es noche cerrada, el camarote está a oscuras, a esa hora o en unos minutos el ferri pasará por encima del gasoducto destruido, inutilizado: el frente de la guerra invisible. De madrugada atraca en Ystad. Próximo destino: Sjöbo, en el condado sureño de Scania.
La gente tiene miedo
La idea de visitar este municipio de 20.000 habitantes en medio de la campiña sueca la da un personaje de ficción, el inspector Kurt Wallander. En Asesinos sin rostro, novela policiaca del escritor Henning Mankell publicada en 1991, Wallander dice: “La inseguridad no hace más que aumentar en este país. La gente tiene miedo. Sobre todo en el campo, como en esta región. No tardarás en darte cuenta de que hay un gran héroe en este momento por aquí. Un hombre al que se aplaude en secreto, detrás de los visillos. El que ha tomado la iniciativa de un referéndum municipal para prohibir a los refugiados que vengan a instalarse en la localidad de Sjöbo”.
Wallander hablaba de Sven-Olle Olsson, un personaje que, años después de morir, sigue en boca de muchos. Sven-Olle Olsson era un granjero y político municipal. Impulsó un referéndum contra los refugiados y lo ganó con un 64% de votos. En aquel año, 1988, y en aquel lugar, Sjöbo, podría situarse el origen del movimiento que ha acabado convirtiéndose en la segunda fuerza electoral en todo el país y que ha roto la imagen de Suecia como modelo de tolerancia e igualdad.
Mankell ya lo vio en sus novelas 30 años atrás. Nixi Orvoën, artista, diseñadora y costurera, lo ha visto en los años que lleva en Sjöbo. Esta bretona con un aire a la escritora belga Amélie Nothomb llegó a Suecia a los 20 años por amor al cine sueco. Conoció a un músico guineano que había sido miembro de una banda llamada Kebeckeise. Tuvieron una hija. Se separaron y ella y la hija se fueron a vivir cerca de Sjöbo, a una zona de bosques.
“Es mágico”, dice al final de un paseo matutino mientras abre la puerta a su estudio, en un ala de una iglesia rococó a lo alto de una colina. Allí diseña la ropa que después vende a comercios y por internet, y teje. Cuenta que a su nieta, en la guardería, otros niños, al ver que tenía la piel más oscura que ellos, le decían que estaba sucia. Dice que, cuando hace unos años tuvo una tienda en el centro de Sjöbo, había clientes que le contaban que votaban a la extrema derecha con el siguiente argumento: “Vivo aquí, hago como el vecino”.
La nueva derecha radical
—Los resultados de Sjöbo son, a la siguiente elección, los resultados de Scania, y después de Suecia. Aquí vamos adelantados, lo hacemos primero.
André Af Geijerstam siente el viento de la historia a favor. Es empresario de la construcción, tiene 37 años, se metió en política —sonríe— porque le “engañaron”. Es el líder en Sjöbo de los Demócratas de Suecia, partido que comparte grupo con el español Vox en el Parlamento Europeo.
En las últimas elecciones generales, en septiembre de 2022, los Demócratas de Suecia obtuvieron un 20,5% de votos. En Sjöbo superaron el 40%.
Suecia ya no es la Suecia que el resto del mundo creía conocer. Tras la invasión de Ucrania, abandonó la neutralidad. Y se ha convertido en el campo de pruebas de la nueva derecha radical. En Suecia, este partido acogió a neonazis en los años noventa y dos mil. Sus raíces se sitúan en lo más extremo de la extrema derecha.
“¡Hace 30 años de eso!”, se defiende Geijerstam. Añade: “Había nazis entre nosotros, pero los echamos. Crecimos mucho en aquella época y éramos los únicos que cuestionábamos la inmigración, por eso entraron en el partido personas que no deberían haber estado”.
El éxito de los Demócratas de Suecia no tiene que ver con Ucrania, viene de antes. Según Geijerstam, se resume en haber hablado los primeros de aquello de lo que los demás no se atrevían a hablar: la inseguridad y la inmigración. El concejal tiene claro qué hacer con la inmigración: “¡Stop!”. ¿Y los refugiados que huyen de guerras o persecuciones políticas? “Hay que darles ayuda en áreas cerca de sus países”, responde. “A los ucranios, claro, hay que ayudarlos: están cerca de nuestra área”.
Lo sorprendente es que en su feudo de Sjöbo los Demócratas de Suecia no gobiernan: Geijerstam está en la oposición. En Estocolmo participan en el acuerdo de gobierno junto a conservadores, liberales y democristianos, aunque sin ministros.
“En Sjöbo tienen miedo de lo que pueda encontrar si abro todos los armarios y vea lo que han hecho, en qué han gastado el dinero”, dice Geijerstam. Qué importa que en Sjöbo haya pocos inmigrantes y en las calles reine la calma, sin rastro de la inseguridad que denuncia la extrema derecha. Pero está el miedo, como decía el inspector Wallander, y la costumbre de votar al partido de casa, como dice la francesa Nixi Orvoën.
- Apunte número 4. Las certezas del pasado han dejado de servir. Suecia quiere entrar en la OTAN, los obreros han desertado en masa de la socialdemocracia y, en el oasis escandinavo de la paz, el consenso y la moderación —quizá la expresión máxima de lo que con pompa y autosatisfacción se ha llamado a veces los valores europeos—, la derecha radical se aproxima al poder y lo que significa ser europeo se redefine: el conservadurismo nacionalista, el euroescepticismo no son cuerpos extraños en Europa, forman parte de su identidad.
“Los socialdemócratas se han olvidado de la clase trabajadora. Hablan de feminismo, de cultura de medio ambiente, de cultura woke”, resume el líder de los Demócratas de Suecia en Sjöbo, usando el término de origen estadounidense que designa a la nueva izquierda centrada en cuestiones identitarias. “Por eso crecemos tanto”.
“No tenemos otra opción”
Bruselas, un atípico día soleado de abril a las diez de la mañana, Parlamento Europeo, noveno piso. Roberta Metsola, presidenta de la institución desde enero de 2022, admite: “Durante mucho tiempo nuestro error fue ignorar la retórica populista. El resultado fue que crecieron. Esta [en 2024] es mi quinta elección europea. Nunca he creído que hubiese que ignorarlos, sino combatirlos desde el centro”. Metsola, que pertenece al grupo democristiano, incluye en este centro a socialdemócratas, liberales y ecologistas. Añade: “La principal tarea que he fijado es que la gente siga creyendo en la política. La política puede ser una fuerza para el bien. Se debería encontrar todavía una razón para votar. Si esto no ocurre, entonces la retórica extremista e intolerante toma el control, y esto da miedo. Aumenta el antisemitismo. La desinformación gana. Esto es lo que me preocupa”.
En 1989 Metsola tenía 10 años. Recuerda aquella Navidad y la ejecución del dictador rumano Ceausescu. “1989 simbolizó la libertad, mientras que esta guerra es una invasión, una agresión imperialista”. La respuesta unitaria europea a la guerra demuestra, primero, que “la UE o Europa no es solo un bloque económico, sino también uno de seguridad y con valores políticos compartidos”. El 24 de febrero de 2022 es una fecha que equipara, por sus consecuencias y simbolismo, con 1989 o el 11-S. “Este día nos dimos cuenta de que formar parte de la UE, no vivir bajo una autocracia, tener integridad territorial, es algo que no podemos dar por hecho”, afirma. “Por eso tantos países miran a Europa como única esperanza y no podemos mirar al otro lado”.
Continúa Metsola: “Hay que asegurarse de que continuamos ayudando a Ucrania. Estamos entrando en una fase muy difícil. Antes estaba cada día en las noticias. Ahora ya no. La otra opción sería parar, porque ya ha durado demasiado, porque los presupuestos de defensa ya son más altos, porque la gente está nerviosa con la situación económica, aunque el escenario apocalíptico no se ha materializado… Pero no tenemos otra opción que continuar”.
Una llamada
Banderas europeas en Ucrania; banderas de Ucrania en la isla de Achill. Hay pocos lugares en Europa tan alejados de Ucrania como esta playa en la punta occidental de Irlanda. Más allá, el océano y, después, América. Es el final de la carretera y del trayecto a través de Europa. Pasan unos turistas franceses, otros norteamericanos. Ningún ruido: solo las olas y el lamento de las ovejas en los acantilados. Desde hace un tiempo, el Ministerio de Defensa irlandés avista regularmente barcos de guerra rusos frente a estas costas. Como decía un día antes en Dublín la poeta ucrania Victoria Melkovska, “la guerra nunca se deja atrás, por mucho que quieras”.
Melkovska acababa de recordar lo que le contó un día su vecina. La vecina caminaba por los pasillos de un supermercado. Cerca de ella, otra mujer recibió una llamada telefónica. Descolgó y se derrumbó entre sollozos. Le habían anunciado que su hijo había muerto en Ucrania. A aquella mujer, una entre los más de 70.000 refugiados que Irlanda ha acogido este año, la guerra le perseguía de un confín a otro de Europa. Como a la familia que en los primeros meses de la guerra se alojó en casa de Melkovska, una mujer con dos hijos que los primeros días en ningún momento se olvidaban de desatar los cordones antes de quitarse los zapatos y los dejaban preparados para calzarse rápido, y dormían vestidos. Se habían acostumbrado a estar atentos por si sonaban las alarmas.
La poeta Melkovska llegó hace 20 años a Irlanda. Después de una carrera como periodista de radio en Ucrania, quería cambiar de aires. Se casó con un irlandés, formó una familia. Acaba de publicar un poemario titulado For the Birds (para los pájaros). “En la poesía”, dice, “no te puedes esconder”. El libro empieza con un poema en el que se mezclan las heridas familiares con las colectivas. Se titula ‘Política familiar’:
Mi padre es como Rusia: primero golpea.
Golpea fuerte. Golpea donde duele. Golpea a quienes
son incapaces de responder con la palabra o la espada.
Golpea a los que capitulan con dolor,
en medio de una pandemia, de un infarto, de un cáncer.
Otro poema incluye un homenaje a los irlandeses:
Por decirlo simplemente:
si pisas a alguien sin querer,
oyes un humilde: “Lo siento”.
Un extraño te dirá sin ningún motivo “hola”.
Y le da las gracias al conductor de autobús
(me pregunto por qué).
En la calle más comercial de Dublín, Grafton, un muchacho con una guitarra canta una canción patriótica. Se paran a escucharle una pareja. Bien plantados, sonrientes. Se llaman Dymtro y Helen, tienen 24 y 27 años, son de Crimea, la península anexionada por Rusia desde 2014. Llegaron hace tres días después de un periplo de meses que los llevó por San Petersburgo y Turquía. Se abrazan, canturrean. Se acerca un hombre vestido de soldado, Eugene Peschansky, de 24 años y natural de Kramatorsk. Lleva varias heridas en el cuerpo: una bala, la mano paralizada. Está en rehabilitación en un hospital dublinés. Y explica así la sintonía entre ambos países: “En Ucrania tenemos problemas similares a los de Irlanda. El norte de Irlanda pertenece al Reino Unido. Es similar a Crimea”.
Irlanda —país de emigrantes convertido en país de inmigrantes, país que en pocas décadas saltó del subdesarrollo al milagro económico y del catolicismo como seña de identidad a Europa— se ha entregado a la causa de Ucrania. “Los irlandeses pasaron por muchas penurias, pasaron hambre”, explica la poeta Melkovska. “Así que cuando ven a personas necesitadas, las ayudan”.
En el otro extremo de la isla, a 250 kilómetros de Dublín, Lily, Valentina, Anna, Sasha y los demás —y el perro— se suben al coche para pasar unos días de excursión por Irlanda con un grupo de cinco niños ucranios. Lily Luzan nació en Bielorrusia, cerca de la central nuclear de Chernóbil, y lleva años viviendo en Irlanda. Fundó la asociación Candle of Grace. Ha organizado el envío de ayuda a Ucrania y la llegada de refugiados al condado de Mayo. Les busca alojamiento y trabajo, y médico para los mayores cuando están enfermos.
“Yo les digo a los ucranios que, cuando los irlandeses emigraron a América, no había protección social para ellos allí y tuvieron que trabajar y, desde América, ayudaron a Irlanda”, dice Lily Luzan. “Esto es lo que les enseñamos: que se queden aquí mientras no sea seguro ahí, pero que, cuando la guerra termine, deberán ayudar a su país a levantarse. En Irlanda no hay suficiente alojamiento. Y hay gente cansada, no es fácil acoger durante un año, nos hemos encontrado con personas que nos dicen: ‘Ya no queremos a más ucranios”.
Apunte número 5, y último. Hay países, como Francia, donde el impacto de los combates entre ucranios y rusos es más difuso, y otros, como Polonia, donde se impone como una amenaza existencial inmediata. La bandera europea no significa lo mismo en uno y otro lugar; la de Ucrania, tampoco. Pero incluso en regiones que parecen fuera del tiempo y la realidad, como una islita azotada por los vientos en el oeste de Irlanda, hay banderas amarillas y azules y se puede escuchar hablar ucranio: los refugiados que trabajan en un ‘pub’ local. La guerra está aquí, también: Europa no es una isla.
“Nuestra visión geopolítica consistía en decir: estamos fuera de la historia”, dice desde París el ensayista Dominique Moïsi. “Quisiéramos volver a ser un actor en el mundo, pero en un mundo en el que las tragedias estuviesen en otro lugar. Y, de repente…, hay un retorno de lo trágico”.
Cementerio de Castlebar, la principal ciudad del condado. Un enorme Cristo crucificado. Y un monumento a los caídos del condado en las guerras del siglo XX. En una lápida, un poema:
En tumbas conocidas y desconocidas reposan
los jóvenes y los más valientes y los mejores.
Amaron lo que la vida podía darles
y murieron para que nosotros pudiéramos vivir.
En otra lápida, dos nombres y una historia por reconstruir: “Tommy Patton, 26 años, que murió en las puertas de Madrid en diciembre de 1936. Nativo de Achill. David Walsh murió en la batalla de Teruel el 19 de enero de 1938. Nativo de Ballina”.
Los muertos en el cementerio de Castlebar son antiguos, y las guerras, lejanas. Ya no tanto.
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