Ucrania, la hora decisiva
EL PAÍS recorre los 1.200 kilómetros de la línea de guerra para retratar a lo largo de una serie de siete reportajes, con testimonios civiles y militares, las esperanzas en la contraofensiva que decidirá su destino
Natalia Valentinova Sitnik oyó explosiones y disparos de día y de noche durante meses. Hasta sus vacas y terneros aprendieron a esconderse detrás de los árboles cuando empezaban a caer proyectiles. Su ciudad, Snigurivka, en el sudeste de Ucrania, fue ocupada por los rusos desde abril hasta noviembre del año pasado y se convirtió en frente de guerra. Dice que ahora está todo más tranquilo, aunque la tranquilidad en Snigurivka incluye que hace un mes cayeran en un día 10 misiles y que apenas camine gente por las calles. Natalia, de 66 años, vive en una casa de doble altura llena de tulipanes y margaritas con vistas al río Ingulets, un lugar idílico donde prepara la leche recién ordeñada, nata, mantequilla y queso que vende a sus vecinos. Arranca a llorar cuando piensa en la posibilidad de que la anunciada contraofensiva ucrania no salga bien, que los rusos regresen, que su ciudad vuelva a ser frente de batalla: “Es nuestra esperanza para acabar con esta guerra y seguir adelante”.
Serhii y Olga Portianov necesitan también que la contraofensiva sea un éxito, pero no para quedarse en su pueblo, sino para poder volver a él. La línea de frente es cambiante y ha dejado un sinfín de municipios en ruinas en los que vivir ya no es una opción. Como Kamianka, en la desoladora carretera de Izium a Sloviansk, a lo largo de la cual solo se ven edificios destruidos y amasijos de hierro. Atravesarla es como contemplar una gigantesca Gernika arrasada a lo largo de 45 kilómetros. Serhii y Olga, de 72 años, están empeñados en regresar a su hogar aunque sean los únicos residentes del pueblo, aunque tengan que dormir en un cobertizo, aunque los escombros y los campos estén plagados de minas. Serhii habla de la contraofensiva como la gran esperanza: “Tiene que ir bien, tenemos que recuperar nuestra vida, nuestras casas, nuestros pueblos, la paz”.
Roman está combatiendo. Vivió durante 23 años en Alcalá de Henares, en España. Días después de que empezara la guerra, en la madrugada del 24 de febrero de 2022, decidió volver a su país para alistarse y defender la libertad y la vida de personas como Natalia, Olga o Serhii. Y aquí sigue, con 52 años, ahora en el estratégico frente de Liman, entre Donetsk y Lugansk. La mayoría de los soldados no son profesionales. Hasta hace un año y medio llevaban la vida de cualquier europeo: panaderos, profesores, ingenieros, conductores… como Roman, que era trabajador de la construcción. Su día a día hoy es luchar en una compañía de infantería en un conflicto que se ha cobrado ya la vida de unos 20.000 soldados ucranios, además de más de 130.000 heridos, según estimaciones de los servicios de inteligencia estadounidenses.
Vídeo | Roman cuenta por qué regresó a su país desde España.
Natalia, Serhii, Olga y Roman son algunos de las decenas de testimonios de civiles y militares recabados a lo largo de más de dos semanas por un equipo de periodistas de EL PAÍS que ha recorrido los 1.200 kilómetros de frente. Un retrato de la vida cotidiana de civiles y soldados y de sus esperanzas en la contraofensiva que determinará hasta dónde puede llegar Ucrania en la liberación del territorio conquistado por Rusia.
Kiev sopesa el mejor momento para lanzarla. Desde la provincia de Járkov, en el noreste, a Jersón, en el sur, civiles y militares sobreviven mientras cuentan los días que quedan para el momento en el que el país decidirá su destino. El presidente ucranio, Volodímir Zelenski, afirmó el 11 de mayo en la BBC que la ofensiva necesita más tiempo para empezar, para evitar un mayor número de bajas: “Con lo que tenemos podemos tirar adelante, y creo que con éxito, pero perderíamos a mucha gente, y eso es inaceptable. Por eso necesitamos esperar un poco más”.
A punto para el combate
Ucrania está reservando sus mejores soldados para la contraofensiva. Dos brigadas blindadas explican que sus tanquistas más jóvenes han sido formados en el extranjero en el manejo de los Leopard, y que ya están a punto para entrar en combate. En la línea de batalla de Donetsk, soldados de infantería confirman que las tropas mejor entrenadas han dejado la primera línea para tomar parte en el inminente ataque a gran escala.
A la contraofensiva se destinará lo mejor con lo que cuenta Ucrania, y esto son blindados como los Leopard. En el frente de Zaporiyia, Pastor, nombre en clave de un sargento instructor de la 1ª Brigada Blindada, confirma lo que en meses pasados habían indicado a este diario otras unidades blindadas: que un Leopard alemán, un Abrams estadounidense o un Challenger británico equivalen a dos o incluso tres de los tanques más utilizados por los ucranios y los rusos, es decir, los soviéticos T-64 y T-72: “Para dejarlo claro, es como si los rusos tuvieran un Tavria [un utilitario sencillo soviético que fabricaba la empresa ucrania ZAZ] y nosotros pudiéramos tener la opción de conducir un Mercedes. Esta es la diferencia entre un Leopard y un Abrams respecto a los tanques como un T-72. Los tanques ya están aquí, nuestros chicos ya han sido entrenados para ello”.
Los Leopard son Mercedes”Sargento instructor de la 1ª Brigada Blindada con nombre en clave Pastor
Vídeo | El sargento instructor explica las ventajas de usar tanques Leopard.
Los tanquistas más jóvenes de la 1ª Brigada han estado formándose con los Leopard en Polonia. Los soldados de más edad se han quedado en el frente con los viejos tanques soviéticos. Ucrania no tiene tantos recursos humanos como Rusia. Un millón de hombres y mujeres están implicados en la defensa del Estado, y de estos, cerca de 700.000 sirven en las Fuerzas Armadas ucranias. Pero el frente de guerra es extenso como ningún otro en Europa desde la II Guerra Mundial y las rotaciones de los soldados en primera línea son escasas: si el ideal sería disfrutar de libranzas cada dos meses, según admitía en abril a este diario el general Serguéi Melnik, hay combatientes que llevan incluso 10 meses sin regresar a casa.
Pastor no ha tenido ni un solo día libre desde que empezó la invasión. Pese a ello, y como muchos otros militares entrevistados durante dos semanas de viaje, este sargento transmite una energía y templanza que ocultan cualquier señal de cansancio. Oficiales de artillería en Donetsk, de las fuerzas especiales en Jersón, de unidades blindadas en Zaporiyia, incluso el general al cargo de la provincia de Járkov, Melnik, aseguran que todo está a punto para que Ucrania se enfrente a la hora de la verdad. A la hora en la que cada hombre y mujer, según las célebres palabras de Winston Churchill, está llamado a dar lo mejor de sí.
La teórica militar más básica indica que un ejército que ataca necesita una superioridad de tres a uno para doblegar al bando que defiende. Pero el reto que afrontan las Fuerzas Armadas ucranias es mucho más difícil. Rusia ha levantado desde el pasado verano 800 kilómetros de líneas de defensa fortificadas, triples barreras antitanque y obstáculos contra infantería, búnkeres y posiciones cubiertas para artillería y ametralladoras. Melnik aventuró que la superioridad que necesita Ucrania será de cuatro a seis.
El ministro de Exteriores, Dmitro Kuleba, ha reiterado esta primavera que las expectativas puestas en la contraofensiva son excesivas, que la guerra no terminará y que el apoyo militar internacional tendrá que mantenerse en los meses venideros. Pero el casi cheque en blanco dispuesto hasta ahora a Kiev por Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Europea puede tener fin. Y cuando llegue el momento de presionar a Ucrania para que negocie una salida a la guerra, cuanto más territorio haya recuperado, mejor.
La gran mayoría de los ucranios no quiere saber nada de negociar con Rusia, entre un 60% y un 70%, según coinciden las últimas encuestas elaboradas a finales de 2022. Así piensa Raisa Stnelcova, una anciana de 80 años que reside en Nikopol, a orillas del Dniéper. Desde Energodar, ciudad ocupada desde marzo de 2022 y donde se ubica la mayor central nuclear de Europa [la de Zaporiyia], el enemigo bombardea la ciudad a diario. Un obús ruso impactó en un bloque de viviendas cercano al suyo. En el patio de su casa aprovecha el sol primaveral para hablar con su amiga y vecina Nadia. Tiene a un hijo en el ejército desde hace nueve años y la idea de terminar la guerra con ventajas para Rusia le provoca un enorme rechazo: “Yo digo que nada de negociaciones. La guerra terminará con la expulsión absoluta de Rusia por parte de Ucrania. Ha muerto tanta gente, tantos jóvenes perecieron. ¿De qué negociaciones podemos hablar?”.
Como todos los ucranios, confío en Zaluzhni”Olga Muja, vecina de Orsiv, pequeña aldea cercana a Nikopol
Vídeo | Olga Muja expone su fe en el ejército de Ucrania
La esperanza de los civiles en la contraofensiva tiene nombre y apellido, el de Valeri Zaluzhni, el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas ucranias. Olga Muja lo tiene claro. Vive también frente a la central nuclear de Energodar, en una pedanía de Marganets, y cree que si los misiles dejan de sobrevolar cada noche su casa y sus campos de albaricoques, si los obuses rusos dejan de destruir su pueblo, será por el genio militar del comandante en jefe: “No sé si saldrá bien el contraataque, porque soy una mujer normal, pero como todos los ucranios, confío en Zaluzhni”. Añade otra razón de peso para tener una fe casi religiosa en el general: su hijo está combatiendo en la localidad de Bajmut.
Millones de ucranios no olvidan que su Gobierno descartaba la invasión a gran escala hasta pocas horas antes de que comenzara. Zaluzhni, en cambio, según explicó él mismo a la revista Time, no dudaba de que Rusia atacaría para desintegrar el Estado ucranio. Y preparó al ejército para ello, al margen del poder político, con una prioridad: proteger Kiev. Trasladó regimientos enteros de sus cuarteles a posiciones secretas, cambió la localización de las defensas antiaéreas y esperó a que empezase la ofensiva rusa. Permitió que las tropas enemigas se adentraran en territorio ucranio desde la frontera norte, por las provincias de Chernihiv, Kiev y Yitómir, para emboscarlas y cortar sus suministros. Un mes más tarde, Rusia se retiraba del asalto a Kiev.
Generales como Zaluzhni, el comandante del Ejército de Tierra, Oleksandr Sirski, o el máximo responsable de los servicios de inteligencia del Ministerio de Defensa, Kirilo Budánov, son los héroes en los que confía el ucranio de a pie. El ciudadano medio cree que está bien que Zelenski sea la cara del país en el exterior, pero son estos jóvenes generales, versados en la doctrina de la OTAN y no en la soviética, quienes idearon la contraofensiva sorpresa del pasado septiembre que expulsó a los rusos de la provincia de Járkov; son ellos los que liberaron en noviembre media provincia de Jersón pese al enorme colaboracionismo político y militar en la región a favor de Rusia. Son ellos los que deben garantizar que el país pueda existir sin la amenaza rusa.
Hay escenas que valen más que mil palabras. En el centro de Huliaipole, en el frente de Zaporiyia, prácticamente no queda edificio intacto. Hasta el pasado febrero se libraron combates en la zona del municipio. La ofensiva rusa de invierno en este sector fue calamitosa y las tropas del Kremlin se batieron en retirada. Hoy el enemigo se sitúa a siete kilómetros. La artillería rusa revienta el lugar cada hora. Sus habitantes —algún civil y muchos soldados— evitan andar por el centro. Como Nina, que dejó su casa y se instaló en un sótano-refugio húmedo y oscuro en el que malvive junto a otras seis personas en una sola habitación. En medio de la estampa desoladora del pueblo, en una pared aún en pie, alguien grafiteó la cara de Zaluzhni, como símbolo de la esperanza en la victoria.
Ucrania recibe el apoyo de casi todo el mundo”Svetlana Tsyba, funcionaria municipal en la comarca de Kupiansk
Vídeo | Svetlana Tsiba, en la cocina de su casa.
Desde la comarca de Kupiansk, en el frente norte, la funcionaria municipal Svetlana Tsiba también quiere expresar su admiración por Zaluzhni: “Veo que Ucrania le apoya, el pueblo le apoya. De lo que leemos, tengo una impresión muy positiva y hay una esperanza”. Sentada en la cocina de su casa, en un pueblo que fue ocupado durante meses por los rusos y liberado en la contraofensiva de Járkov del pasado verano, Tsiba mete el dedo en la llaga, en la relación, a veces competitiva, que mantiene la presidencia con el comandante en jefe: “No querría que Zelenski relevara a Zaluzhni, yo no entiendo nada de las cosas militares, nada de nada. Pero quiero que Zaluzhni lleve a Ucrania a la victoria”. Lo que valora esta mujer de su presidente, como Muja, es que, por primera vez, la población siente incluso orgullo por un líder político y que, gracias a su buena labor en el exterior, “Ucrania recibe el apoyo de casi todo el mundo”.
Zaluzhni declaró a finales de 2022 que Ucrania necesitaba 300 nuevos tanques, 700 vehículos blindados de infantería y 500 obuses de la OTAN para liberar todos los territorios perdidos en esta guerra. De momento, ya cuenta con unos 200 carros de combate pesados (150 de ellos, tanques Leopard) y cerca de 700 vehículos de infantería. Sobre el número de cañones aportados no hay cifras oficiales, aunque a principios de este año, el Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos estimaba en unos 450 los obuses que los aliados de la OTAN habían suministrado.
Las fuerzas aéreas ucranias han reiterado que sin los aviones de combate F-16 estadounidenses, el éxito de la contraofensiva está en juego. La Casa Blanca se había negado hasta el momento a entregar estas aeronaves, por miedo a que Kiev las utilice para atacar en territorio ruso, pero el presidente Joe Biden respaldó el viernes una iniciativa internacional para empezar a formar pilotos ucranios para el uso de esos aparatos y anunció su aval a que países aliados los entreguen. Mientras tanto, Eslovaquia y Polonia compensarán esta carencia transfiriendo dos escuadrones —12 aviones cada uno— de los menos avanzados cazas soviéticos MiG-29.
“Quiero vivir, pero ya no tengo miedo a la muerte”
La población que vive a lo largo de estos 1.200 kilómetros de frente está expectante. Lo militar y lo civil están entrelazados. Unos trabajan para los otros, se cruzan en el supermercado, conviven. Aunque la gente intente seguir con su vida y sus trabajos allá donde es posible, la guerra lo impregna todo. Las clases por Zoom de matemáticas o lengua de los niños, que han pasado de las restricciones de la pandemia a la educación online con bombas como sonido de fondo. Los hospitales, que ahora atienden heridos en vez de enfermos. Las mujeres que se enteran a través de un mensaje de Telegram de que su pareja acaba de morir combatiendo. Sirenas que no paran de sonar. O los pueblos en los que ni siquiera hay sirenas, sino explosiones incesantes que escuchan a diario aquellos que no pueden o no quieren abandonar sus hogares.
En las ciudades grandes como Járkov o Zaporiyia, un poco más alejadas de la primera línea de frente, la vida cotidiana se abre camino. Los restaurantes y bares siguen teniendo clientes, los jóvenes toman copas y hacen fiestas. Y muchos han incorporado tanto la guerra a su realidad cotidiana que han dejado de tener miedo. Todos recuerdan a la perfección dónde estaban en la madrugada del 24 de febrero de 2022. La sensación de pánico, histeria, incertidumbre. “Yo estaba celebrando la boda de mi hermano fuera de mi ciudad”, recuerda Emil Prijodko, un joven veinteañero de Zaporiyia, ciudad en el Dniéper, a escasos 40 kilómetros del frente. “Estábamos en Borsipil. A las 5.13 me despertaron los misiles. La guerra había empezado. Noté cómo el corazón se me aceleraba, una vibración dentro de mí. Escuché más de 10 bombas caer cerca”.
Ahora, más de un año después, uno de sus mejores amigos ha muerto combatiendo. Un niño de 12 años que iba a sus clases de crossfit perdió la vida junto a su hermana, su padre y su madre. La abuela los enterró a todos. Pero Emil ya no se arrastra cuando todo vibra por un misil: “Quiero vivir, pero ya no tengo miedo a la muerte. La guerra lo ha cambiado todo. Y vivir con miedo es dejar que Rusia gane”. Él habla en ruso con su familia y con sus amigos. Habla de paz y de fraternidad entre pueblos, pero dice, con pesar, que Rusia le ha empujado a odiarles.
El desenlace de la contraofensiva es un asunto de vida o muerte para Zaporiyia porque alejaría a los rusos y permitiría que la ciudad recuperara cierta normalidad, como así lo consiguió Kiev. Pero para los padres de Emil ya es tarde: perdieron su negocio con la guerra de Donbás, una operadora de viajes turísticos entre Ucrania y Rusia. Su padre ha tenido que emigrar a otra ciudad de Ucrania para encontrar un empleo. Ellos son del este, de una región que creía en la necesidad de los vínculos culturales y sociales con Rusia. Hasta hoy. Emil relata cómo progresivamente han ido cambiando las tornas: un amigo dejaba de escuchar música rusa; otro dejaba de hablar en ruso para pasarse al ucranio; una de sus mejores amigas lleva más de un año sin poder ver a sus padres, aislados en un pueblo de la provincia ocupado por el invasor. A él le duele algo muy particular, vinculado a la infancia: el no poder volver al pueblo costero del mar de Azov en el que siempre ha veraneado la familia, Kirilivka. Rusia no solo le ha arrebatado amigos y la paz: le ha arrebatado las playas de su infancia.
Los pobladores de algunos pueblos en ruinas, muchos de ellos rusohablantes, confiesan su estupefacción e incredulidad ante esta guerra tan salvaje iniciada por aquellos que consideraban hasta hace poco hermanos. “Ya ve, esto es el russki mir”, repite para sus adentros Olga mientras retira escombros de su casa destruida en Kamianka. El russki mir, el mundo ruso, es un concepto nacionalista ruso que proclama una unidad identitaria y cultural para todos los pueblos eslavos. Según Vladímir Putin y sus voceros, Ucrania forma parte del russki mir, quieran o no sus habitantes.
Los campos de Kamianka, como los de los pueblos vecinos, están plagados de minas antitanque y antipersona. Prácticamente no quedan casas en pie. En Krasnopillia, a 12 kilómetros de Kamianka, el alcalde, Serhii Bagrii, acompaña a los periodistas por senderos en los que descansan los esqueletos de blindados destruidos. También el vehículo de un vecino que hace poco saltó por los aires con una mina. En Krasnopillia termina la jornada un equipo de desminado del Servicio de Emergencias Estatal ucranio especializado en abrir caminos seguros alrededor del tendido eléctrico. Preguntado sobre cuándo prevén terminar de limpiar la región de minas, un técnico responde sin dudarlo: 40 años. Lo que parecía una exageración fue confirmado el 17 de mayo en una entrevista en la televisión ucrania por Irina Kustova, directora de la Asociación de Desminadores de Ucrania: el país no estará libre de minas hasta por lo menos dentro de 60 años.
Esta es la realidad que espera a los territorios que serán ahora el campo de batalla de la contraofensiva. Muchas son regiones que Rusia ocupó sin prácticamente resistencia, frente a un ejército defensor que no estaba preparado y con la colaboración interna de políticos y parte de la sociedad. Los tambores de la guerra alcanzarán pueblos y campos de Zaporiyia y de Jersón oriental. La capital de esta provincia, liberada el pasado noviembre, se encuentra en el frente. Solo el 25% de la población sigue en ella. El comandante de otro batallón de fuerzas especiales establecido en la ciudad no puede ocultar cierto pesimismo. Sus hombres llevan demasiados meses infiltrándose detrás de las posiciones rusas y las bajas son importantes. Hay decisiones estratégicas —políticas y del Estado Mayor— que le sacan de sus casillas: cuanto más tiempo se retrase la contraofensiva, más expuestos estarán sus soldados a delatores.
Tanto para este oficial de alto rango como para los habitantes de Jersón ya no hay alternativa: o las Fuerzas Armadas ucranias avanzan o su ciudad continuará siendo bombardeada o, en el peor de los casos, los rusos volverán y el lugar se convertirá en el escenario de combates urbanos como los que borraron a Mariupol del mapa.
“La motivación de los rusos es mínima”
Los oficiales en primera línea muestran una convicción en la victoria que no parece impostada. Algunos de sus mejores hombres critican desde el anonimato decisiones en la cúpula política y militar de las Fuerzas Armadas, pero todos están seguros de que el ataque ucranio los llevará hasta la costa del mar de Azov y a las puertas de Crimea, es decir, a la liberación de las provincias de Zaporiyia y Jersón.
Vladíslav es el comandante de un batallón de fuerzas especiales que opera en el río Dniéper, en el frente sur. El río, con un kilómetro de anchura, es aquí la zona gris que nadie controla: en una orilla están los ucranios y en la otra, los rusos. Vladíslav tiene una barba pronunciada, de alguien a quien hace tiempo le dejó de preocupar su aspecto físico, su cara está tostada por horas apostado bajo el sol. En el vehículo lleva silenciadores para el fusil y gafas de visión nocturna. Acaba de volver de Bajmut, donde llevó a cabo una operación encubierta más allá de las líneas enemigas. Está cansado, reniega de muchas decisiones de sus superiores, pero es más que optimista: no duda del triunfo, porque el enemigo está peor organizado.
Sus hombres llevan meses infiltrándose en las posiciones rusas en el lado oriental del río Dniéper y está seguro de que cuando reciban la orden de iniciar la contraofensiva y asaltar el río, los rusos se batirán en retirada: “Su motivación es mínima. A la primera que estén bajo fuego, se largarán; así ha sido hasta ahora”. Vladíslav no duda de que sus hombres estarán este año en Crimea, la península anexionada unilateralmente por Putin en 2014 y que Moscú considera parte inalienable de la identidad rusa.
Kirilo Babii es teniente, oficial de la 43ª Brigada de Artillería en el frente de Donetsk. Tiene algo de monje guerrero. Pausado, sensible a la naturaleza, lleva rastas y una barba de ermitaño. En otra vida quería ser arquitecto. Cita a los periodistas en una colina de Kramatorsk desde la que se divisan columnas de humo y misiles cruzando el cielo. Babii imparte una breve lección magistral de cómo funciona la artillería, de su rol imprescindible para abrir el camino a los tanques y a la infantería en su avance. De su papel para desgastar la moral del enemigo en el momento de asaltar sus posiciones.
En su brigada cuentan con obuses de países de la OTAN, incluso con los estadounidenses HIMARS, la lanzadera de cohetes más decisiva de esta guerra, capaz de golpear con una gran carga explosiva y enorme precisión objetivos a 80 kilómetros de distancia —cuando la distancia media de los obuses occidentales es de 30 kilómetros—. El trasiego de vehículos militares pesados estas semanas en el frente oriental, entre Járkov y Donetsk, es tan intenso que, algo excepcional, los enviados especiales de EL PAÍS pudieron ver dos camiones de lanzaderas HIMARS desplazándose en las cercanías de Izium. Todas las baterías móviles de artillería cambian constantemente sus posiciones para evitar ser detectadas. Otra señal de la ofensiva que se avecina es la circulación constante de camiones de transporte de grandes vehículos: de día se mueven vacíos porque es de noche cuando se mueven con su carga: más y más blindados que llegan al frente.
La mirada de Babii es penetrante y observa fijamente a los periodistas para decirles, completamente en serio, que este 2023 podrán reencontrarse en Crimea. La península del mar Negro es un lugar especial para Babii: es donde nació, es lo más importante de su vida. Le duele no poder volver. Le duele que, desde 2014, se haya repoblado con miles de colonos traídos de Rusia. Sabe que lo que allí les depara puede no ser una bienvenida como la de los aliados cuando liberaron París en la II Guerra Mundial: “Es necesario que vuelvan los ucranios que han salido de Crimea desde la anexión, porque no solo debes recuperar el territorio, debes recuperar a su gente”.
A medida que pasan los días y se acerca la hora decisiva, la ansiedad entre la población y los militares va a más. Oleksii Danilov, secretario del Consejo de Seguridad Nacional, reveló en abril que no más de cinco personas tenían todos los detalles de la contraofensiva. Cada comandante o soldado desde su posición solo ve una pieza del gran puzle que será el ataque: desde el sargento en Bajmut que lamenta que no cuentan con los suficientes recursos porque están siendo reservados para el ataque a gran escala, a la unidad de las fuerzas especiales que quiere avanzar ya. Todos tienen dudas y esperanzas, y a todos les une la fe en el mito de Zaluzhni. El alcalde de Krasnopillia, Serhii Bagrii, lo resume así: “No tenemos otra opción. Es nuestra vida”.
Sobre este proyecto
Un equipo multimedia de cuatro periodistas de EL PAÍS ha recorrido el este de Ucrania, 1.200 kilómetros entre Járkov y Jersón, en las semanas previas a la contraofensiva que determinará hasta dónde puede llegar el país en la liberación del territorio conquistado por Rusia.
Decenas de testimonios de civiles y militares recabados a lo largo de la línea del frente retratan el impacto que tiene una guerra de larga duración en el día a día de la población: tomar cervezas en un bar mientras se recibe un aviso por Telegram de que un misil caerá en cuestión de minutos; qué sucede cuando una línea de pueblos se convierte en frente de batalla; cómo es celebrar las bodas de oro en medio de una ciudad arrasada; la cotidianidad de los soldados, que consiste también en muchos momentos de espera; el miedo de vivir frente a la central nuclear más grande de Europa, ocupada por Rusia, en medio de un conflicto; ser adolescente y vivir a 12 kilómetros del peligroso frente de Bajmut recluido en casa y recibiendo clases online; la búsqueda de colaboradores rusos por parte de Kiev.
Una serie de siete reportajes sobre cómo la vida sigue, a pesar de todo, en medio de la violencia y la destrucción de la guerra, en un momento decisivo para Ucrania: una contraofensiva en la que se juega su destino.
Documental | Ucrania, ante la contraofensiva
Créditos
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