Las mentiras de la guerra de Afganistán al descubierto
El periodista Craig Whitlock destapa cómo Estados Unidos ocultó durante dos décadas la verdad sobre su campaña en el país centroasiático, a partir de centenares de entrevistas confidenciales con altos cargos militares
Las mentiras comenzaron pronto. Dos semanas después del 11-S, un periodista preguntó a Donald Rumsfeld en el Pentágono si contemplaba difundir falsedades en los medios sobre las operaciones militares de la recién iniciada campaña de Afganistán con el propósito de confundir al enemigo. El viejo halcón, secretario de Defensa con Gerald Ford y con Bush hijo, citó a Churchill (“En la guerra, la verdad es tan preciosa, que siempre hay que protegerla con un cortejo de mentiras”), desenfundó una de sus irónicas sonrisas y disparó: “La respuesta es no. No puedo imaginar que eso suceda”.
Pero sucedió. Y no solo esa vez. Aquella fue la primera piedra de un edificio de embustes construido durante casi 20 años. Un edificio que alcanzó una de sus cotas más altas a finales de 2014, cuando Barack Obama, sabiendo que no era verdad, declaró: “Nuestra misión de combate en Afganistán está terminando, y la guerra más larga de la historia estadounidense se acerca a un final responsable”. Ese final se hizo esperar en realidad seis años y ocho meses. Y muy pocos calificarían de “responsable” la caótica retirada en agosto pasado ordenada por Joe Biden, una decisión de devastadoras consecuencias para el país centroasiático. Controlado por los talibanes, que han cercenado los derechos de las mujeres, Afganistán se asoma este invierno al vértigo de la hambruna.
El 31 de agosto de 2021, fecha límite para la retirada, Craig Whitlock publicó Los papeles de Afganistán. Historia secreta de la guerra (que pone a la venta este miércoles Crítica en español, con traducción de Àlex Guàrdia y Héctor Piquer), un libro que desenmascara esas dos décadas de falacias. El grueso de sus revelaciones había aparecido en 2019 en The Washington Post, el diario para el que este reportero de 53 años trabaja como periodista de investigación. Whitlock accedió a más de dos mil páginas de entrevistas llevadas a cabo bajo el radar con 428 personas que desempeñaron un papel directo en la guerra y que hablaban abiertamente a su regreso del frente. Las transcripciones, documentos públicos no accesibles al público, demostraban lo que muchos, él también, ya sospechaban: que presidentes y altos funcionarios de la Casa Blanca y el Pentágono de tres administraciones se dedicaron a tergiversar, dar falsas esperanzas y disimular los reveses militares. Que coroneles y embajadores se conjuraron para encubrir las malas noticias. Y que pronto la mentira se hizo tan grande que nadie se atrevió a desandar su camino. También, que para entonces, la opinión pública estadounidense, que había apoyado casi unánimemente la decisión de ir a la guerra entre los restos aún humeantes de las Torres Gemelas, ya no estaba prestando atención, harta de conflictos en lugares que ni siquiera sabía situar en el mapa.
“El pecado original fue entrar en Afganistán sin un plan claro sobre cómo salir”, explicó Whitlock el viernes en un café de Silver Spring, en el Estado de Maryland, en la práctica, un suburbio residencial de la ciudad de Washington. “Siempre se mostraron vagos sobre lo que pretendían. Si se trataba de acabar con Al Qaeda, bastaron seis meses para que Estados Unidos asesinara o echara a sus líderes del país, incluido Bin Laden, que huyó a Pakistán. En aquel momento el enemigo ya había cambiado: eran los talibanes y otros insurgentes, esa gente a la que no sabíamos muy bien cómo nombrar pero que disparaba a nuestros soldados. ¿Se trataba entonces de acabar con los talibanes? ¿O de fortalecer el Gobierno afgano y de fomentar la democracia? Decían que nos quedaríamos hasta estar seguros de que nunca habría otro ataque como el del 11-S. Así que Bush, Obama y Trump (que llegó convencido de sacar a las tropas) vivían en el temor a equivocarse: ¿Y si ordenaban la retirada y después se producía un ataque?”. Así se cocinó la receta para una guerra sin fin.
Las entrevistas de Los papeles de Afganistán pertenecían al Proyecto Lessons Learned (Lecciones aprendidas), iniciativa de una opaca agencia federal para tratar de entender en qué momento se torció todo. Whitlock, que llevaba en el Post la cartera de defensa, recibió en 2016 de una fuente la pista de que un organismo llamado Oficina del Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán había interrogado in extenso a Michael Flynn, que comandó la inteligencia militar de Estados Unidos y la OTAN en el país centroasiático. Dado que Flynn sonaba como uno de los hombres fuertes del nuevo gabinete de Donald Trump (fue su primer y efímero consejero de Seguridad Nacional), el periodista pensó que sería interesante conocer sus opiniones sin filtros sobre un conflicto que, 15 años después, había batido ya las marcas de un país belicoso. Pidió acceso a esa entrevista. Y se lo prometieron, porque, después de todo, no era material clasificado. Luego se echaron atrás. Ese cambio de idea hizo que Whitlock sospechara que bajo la punta de Flynn se escondía un iceberg de información sensible. Ahí comenzó una cruzada legal, que incluyó dos demandas amparadas en la Ley de Libertad de Información, para acceder a esos papeles.
Cuando finalmente pudo bucear en ellos, comparó lo que aquellos con responsabilidad habían dicho en público, muchas veces en presencia de reporteros como él, en Washington o sobre el terreno, con cómo lo contaron a la grabadora de Lessons Learned. Descubrió a generales de tres estrellas confesando que “al principio no había ningún plan de campaña” o a las autoridades negando que el vicepresidente Dick Cheney fuera objeto en 2007 de un fallido ataque suicida en la base aérea de Bagram, pese a que contaban con evidencias de lo contrario. Había voces que pusieron pronto en duda la viabilidad de crear un Gobierno democrático en Afganistán y hasta un diplomático, Robert Finn, embajador en Kabul entre 2002 y 2003, que advirtió sobre lo imposible del plan de resolver aquella misión “en uno o dos años”. “Yo les dije que tendríamos suerte si salíamos en veinte”.
Para Whitlock, el valor de esos documentos está “en que los protagonistas hablaban sin cortapisas, porque sus superiores les habían pedido exactamente eso”. “El programa empezó en 2014, cuando querían pensar que el final de la guerra estaba cerca, así que trataban de ser sinceros sobre lo que pasó, para extraer enseñanzas. Cuando sacamos esos papeles a la luz, la opinión pública supo que los generales a cargo de la guerra no tenían ni idea de lo que estaban haciendo. Y que además les habían mentido sin escrúpulos”, cuenta el periodista, que completó su investigación con entrevistas de historia oral encargadas por estamentos militares, diplomáticos y docentes, así como de cientos de memorandos de la época de Rumsfeld (2001-2006), breves y contundentes documentos que en el Departamento de Defensa conocían con el sobrenombre de “copos de nieve”, por su forma, lenta pero inexorable, de caer sobre las mesas de sus subordinados.
El libro se puede leer también como un compendio de la desfachatez política y militar que no entendió de bandos. “En las primeras semanas de la guerra”, recuerda Whitlock, “Bush dijo: ‘Hemos aprendido nuestras lecciones en Vietnam. No nos vamos a quedar atascados como entonces’. También aseguró que habían estudiado lo que británicos y soviéticos hicieron mal en Afganistán, y que la idea nunca sería ocupar el país con 100.000 soldados”. Esa fue exactamente la cantidad de tropas que acabaría desplegando Obama.
A la pregunta de cuál de los presidentes lo hizo peor, el reportero no supo escoger: “Todos cometieron errores fundamentales. Bush se equivocó al excluir a los talibanes de la conferencia de Bonn [por el futuro de Afganistán, celebrada en noviembre de 2001] y al dar en 2003 la contienda por ganada demasiado pronto. Pecó de exceso de confianza y después fue difícil desdecirse. Pero embarcarse al mismo tiempo en la guerra de Irak fue seguramente la peor de sus ideas”, opina. “La Administración de Obama, que heredó el desaguisado de su antecesor, erró en su estrategia de alimentar la contrainsurgencia. No quiso ver que a muchos afganos, contrarios a los talibanes, tampoco les gustaba su propio Gobierno, apoyado por los americanos, que consideraban corrupto. Mandó demasiados soldados y gastó muchísimo dinero”. ¿Y Trump? “Él quería retirar las tropas, pero pronto se dio cuenta de que no era fácil y de que no quería ser el presidente que perdiera la guerra, así que dejó un contingente mucho menor. Murieron menos estadounidenses, pero la cosa empeoró para los afganos, porque aumentaron los bombardeos sobre la población”.
Whitlock también ofrece jugosos detalles sobre el asesinato de Bin Laden en 2011, el presidente Hamid Karzai (“lo pusieron porque les gustaba su inglés y su aire sofisticado, pero pronto se convirtió en un problema que no supieron cómo resolver”), las tiranteces, a veces rayanas en el absurdo, en el seno de la coalición aliada, el compadreo con los señores de la guerra y los mecanismos de la corrupción en el país, que alimentó la política estadounidense de gasto sin control. “Nuestro mayor proyecto, desgraciadamente y sin quererlo, por supuesto, puede que haya sido el desarrollo de la corrupción masiva”, se lamenta un diplomático en una confesión a Lessons Learned. “Nos estaban robando a manos llenas”, dice por su parte Flynn en otra entrevista. Los papeles de Afganistán contiene además sendas antologías del eufemismo (“No estamos perdiendo, pero en algunas zonas estamos ganando más lentamente que en otras”, dijo David McKiernan, el primer general en admitir que la guerra no iba bien, poco antes de ser destituido en 2009) y del disparate, mezcla de imprudencia e ignorancia y fruto de la incomprensión de un país en el que Estados Unidos no contaba con Embajada desde 1989.
Sirvan dos anécdotas para ilustrarlo. En 2006, alguien creyó que era buena idea regalar con fines propagandísticos miles de balones de fútbol con versículos del Corán impresos, lo que desató airadas protestas: andar a patadas con las palabras sagradas no suele ser buena idea en un país musulmán, escribe Whitlock. En otra ocasión, se diseñó una campaña destinada a mejorar la higiene de los afganos. “Fue un insulto para la gente. Aquí se lavan las manos cinco veces al día para rezar”, explicó a Lessons Learned Tooryalai Wesa, que fue gobernador de la provincia de Kandahar entre 2008 y 2015. “En su entrevista”, añadió Whitlock durante la charla con EL PAÍS, “el general Flynn se tiraba de los pelos recordando el caso de aquel alto mando que aprendió pastún para conseguir que lo destinaran a Afganistán, y, cuatro meses después de lograrlo, lo mandaron a Japón. Es un inmejorable ejemplo de la tiranía de la burocracia, que alentaba la rotación por encima de la especialización sobre el terreno. También ilustra el escaso interés que tenían muchos esos militares en entender el país, no digamos ya en hablar alguna de sus lenguas”.
Para el reportero, ese desconocimiento aún persiste. Él mismo se pone de ejemplo: no le sorprendió que los talibanes tomaran de nuevo Afganistán cuando Biden, que fue vicepresidente en los años en los que las bajas fueron más onerosas para Estados Unidos, anunció la retirada. Pero nunca pensó que eso sucedería tan rápido, “teniendo en cuenta todo el dinero que Estados Unidos había gastado en formar un ejército afgano [83.000 millones de dólares, más de 70.000 millones de euros, invertidos en la formación de los 300.000 efectivos]”. “La ironía es que Biden coincidía con Trump en su deseo de acabar la guerra”, continúa. “Creo que sabía que no había modo de ganarla. Y acabó creando un terrible caos. Él y sus generales pensaron que los talibanes tardarían unos meses o un año en volver al poder. Que tal vez pactarían con [el presidente Ashraf] Ghani, y que habría tiempo para evacuar a los estadounidenses y sus aliados. Podían haber empezado antes, pero Biden temía que el pánico se adueñara de los afganos. Lo que acabó pasando fue casi peor. ¿Había una manera sencilla de acabar con esa aventura? No, pero seguramente tampoco había una manera más desastrosa”.
El periodista no duda de que “los talibanes, con toda su brutalidad, controlarán el país durante una temporada, y que Washington debe asumirlo y trabajar a partir de ahí”. “Será un tiempo terrible, sobre todo para las mujeres y las minorías religiosas. Espero que al menos haya una cierta estabilidad. Los afganos están cansados de la guerra; llevan 40 años metidos en ella. Hay conversaciones en marcha sobre cómo evitar una horrible hambruna, y la gran cuestión es cómo sortear el colapso económico. El país lleva demasiado tiempo dependiendo de la ayuda exterior”.
Whitlock puso punto final a su libro en marzo de 2021. Para la edición en bolsillo piensa añadir un capítulo con lo sucedido desde entonces. Entre tanto, trata con los abogados de The Washington Post de conseguir más papeles de Afganistán, las entrevistas de Lessons Learned posteriores a 2018, aún a sabiendas de que gracias a su empeño los militares estarán respondiendo ahora con mucha mayor cautela.
El precedente de los 'Papeles del Pentágono'
Craig Whitlock abre su libro con una cita del juez del Supremo Hugo L. Black, pronunciada en 1971, durante el juicio por los Papeles del Pentágono, en el que el alto tribunal falló que el Gobierno no podía impedir a The New York Times o The Washington Post publicar los secretos del Departamento de Defensa sobre la guerra de Vietnam, filtrados por Daniel Ellsberg. "Hay fuertes similitudes y obvias diferencias entre los dos casos", opina Whitlock. "Los Papeles del Pentágono también eran la historia secreta de una guerra estadounidense en el extranjero, pero aquellos estaban clasificados. Los documentos que yo obtuve son públicos, aunque no estuvieran accesibles. Antes o después los iban a poner en conocimiento de los ciudadanos. Los Papeles del Pentágono nunca se pensó que dejaran de ser alto secreto".
Aquel material se filtró, insiste el reportero. "Tampoco eran entrevistas, sino cables y memorandos, la historia escrita de un número reducido de miembros del Pentágono sobre cómo Estados Unidos se enredó en Vietnam". En ambos casos, añade, la historia se puede reducir a un mismo enunciado: 'Un Gobierno que miente a sus ciudadanos para ocultar la realidad de una aventura militar". "Para un presidente admitir que está perdiendo la guerra es sencillamente demasiado, así que se enredan en los embustes. Y cuando al final son descubiertos es 10 veces peor, porque al pecado de la derrota, la opinión pública le sumará el de la traición".
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