El agujero negro de la corrupción que se tragó la milmillonaria inversión de EE UU en Afganistán
Programas basados en objetivos irreales, un exceso de ayuda y el desconocimiento del contexto han condenado también al fracaso los esfuerzos de Washington
El caos desatado estos días en Kabul ha transformado una decisión popular ―la retirada de las tropas de EE UU― en una debacle. Pero no ha sido una sorpresa, ni una fatalidad; tampoco la maldición insondable de ese remoto país al que muchos llaman “la tumba de los imperios”. Afganistán se ha derrumbado como un castillo de naipes pese a los continuados avisos de diplomáticos, militares y observadores sobre el terreno. Once informes del inspector general para la reconstrucción de Afganistán (Sigar, en sus siglas inglesas), una figura creada en 2008 por el Congreso, han venido a constatar los fallos en el país centroasiático, entre ellos la impaciencia política ante el largo plazo, resuelta mediante crecientes inyecciones de fondos, y la insuficiente sinergia de las distintas agencias de EE UU implicadas en la operación; huecos por los que se han esfumado miles de millones de dólares. Pero el verdadero agujero negro ha sido la corrupción endémica del país, que ya en 2010 se tragaba el 25% del PIB nacional.
El incesante maná de la ayuda internacional ha contribuido a socavar aún más los débiles cimientos del país, según muchos analistas. No solo por crear la denominada “fatiga de la ayuda”, esa especie de techo paralizante provocado por el bombeo masivo de dinero, y que limita cuando no malgasta los esfuerzos; también por engordar las cuentas bancarias abiertas en Dubái por prebostes afganos, como denunció en 2019 John F. Sopko, el inspector general designado por Barack Obama en 2012. ”EE UU y sus socios gastaron demasiado, y demasiado deprisa, en una economía demasiado pequeña, con muy poca supervisión”, escribió entonces; “hicimos la vista gorda o directamente no nos enteramos de la regularidad con que buena parte del dinero se iba en pagos bajo cuerda, sobornos y cuentas en Dubái”. El propio presidente Ashraf Ghani tuvo que desmentir esta semana que huyese de Afganistán con 160 millones de dólares en la maleta.
Sopko presentó su última evaluación el pasado 31 de julio. “Tras 20 años y 145.000 millones de dólares intentando reconstruir Afganistán, el Gobierno de EE UU tiene muchas lecciones que aprender (…) para salvar vidas y evitar despilfarro, fraudes y abusos en Afganistán y en futuras misiones de reconstrucción en otras partes del mundo”, subraya el informe. El mundo ha comprometido en el país centroasiático 2,2 billones de dólares, que hoy parecen una inversión a fondo perdido, por no hablar de la vida de decenas de miles de personas, afganas y extranjeras. El proyecto The Costs of War de la Universidad de Brown eleva a 241.000 el balance de muertos en el conflicto.
El Sigar no es el único que pone el dedo en la llaga. Veinte documentos desclasificados publicados este viernes por el Archivo de Seguridad Nacional (ASN), una ONG ligada a la Universidad George Washington, revelan cómo las fuentes sobre el terreno contradecían de continuo el optimismo oficial del Pentágono mientras Pakistán, ofreciendo amparo a los barbudos y a la par manteniendo una relación preferente con Washington, y la corrupción en la cúpula afgana alimentaban la insurgencia talibana. Para el ASN, no se trata de errores de cálculo sino de la actuación “engañosa” de la Casa Blanca desde 2001. “El Gobierno de EE UU engañó a la población durante casi dos décadas sobre el progreso en Afganistán, mientras ocultaba en canales confidenciales los fallos detectados”, subraya el ASN.
El propio Biden desoyó esta primavera las recomendaciones ―más advertencias que consejos― de altos mandos militares, que le instaban a evitar una retirada total y a dejar un retén de tropas para evitar un vacío de poder. El informe del Sigar recuerda las reiteradas garantías dadas por el alto mando militar (los generales David Petraeus en 2011, John Campbell en 2015 y John Nicholson en 2017) acerca de la “creciente capacidad operativa” de las fuerzas de seguridad afganas. “Se han destinado más de 88.000 millones de dólares para apoyar la seguridad. La pregunta de si ese dinero se gastó adecuadamente la dará el resultado de los combates”, dijo Sopko proféticamente, apenas dos semanas antes del colapso del país, cuando distintas capitales provinciales caían como fichas de un dominó en poder de los talibanes.
El Archivo de Seguridad Nacional detalla los problemas, hoy evidentes, que lastraron la misión desde su inicio, con especial hincapié en “la corrupción endémica, impulsada en buena parte por los miles de millones estadounidenses y los pagos secretos de inteligencia a los señores de la guerra”. Pero tampoco las actividades cotidianas lograban sustraerse del obligatorio peaje: el trato de favor en un hospital, transportar combustible por el país o la titularidad de una propiedad, todo tenía un precio.
“Todos eran muy conscientes de la corrupción generalizada en las más altas instancias del poder. Durante años la comunidad internacional ha intentado combatirla; de hecho, cuando Ghani llegó a la presidencia los donantes le impusieron 20 condiciones, la primera de ellas reducir la corrupción en la Administración en un 80%”, explica Vanda Felbab-Brown, investigadora de Brookings Institution, que cita la existente en las fuerzas de seguridad y el sistema judicial como ejemplo de gangrena.
A diferencia de las autoridades apuntaladas por la comunidad internacional, indica, “los talibanes no han sido corruptos, les bastaban los beneficios de la droga [el tráfico de opio], en cuyo negocio no fueron los únicos actores; también los hubo del Gobierno”, añade Felbab-Brown. “En los noventa se granjearon una reputación de integridad, con casos muy esporádicos de desvío de dinero a bolsillos particulares, para beneficio de sus familias, pero no de manera sistemática como las autoridades del país. Su legitimidad es dudosa, pero no pueden ser acusados de corruptos si tenemos en cuenta cómo proliferaban los sobornos en el sistema judicial estándar, y cómo esa práctica se erradicó en los tribunales islámicos durante su primer mandato [1996-2001]”. Un argumento que podría explicar en parte el apoyo popular a los talibanes en amplias zonas del país.
En otros casos, sin llegar a la corrupción, hubo un patente despilfarro por financiar objetivos destinados al fracaso. Entre 2003 y 2015, sostiene el informe del Sigar, de 140 páginas, EE UU destinó más de mil millones de dólares a programas de fortalecimiento institucional; el 90% de esos fondos fueron para desarrollar un sistema judicial estándar. Fue otro error de apreciación, además de un desembolso vano por la imposibilidad de imponer instituciones formales en un entorno informal. “En el primer año en Helmand [2010] los nuevos jueces solo vieron cinco casos, porque nadie estaba acostumbrado a recurrir a la justicia. ‘Nunca hemos visto esto y necesitamos ver si funciona’, decían los locales”, expone el Sigar, que constata que entre el 80% y el 90% de las disputas civiles se dirimían por medios tradicionales, comunitarios.
Abunda en la idea Felbab-Brown: “Los sobornos alimentaban el funcionamiento del sistema judicial”. La conclusión del Sigar es clara: “EE UU no entendió el contexto afgano y fracasó en ahormar sus esfuerzos” a la realidad, además de infravalorar “la cantidad de tiempo necesaria para reconstruir Afganistán, creando calendarios y expectativas irreales que priorizaron el gasto rápido, lo que incrementó la corrupción”. A ello se añade “la falta de evaluación y monitoreo por parte de las agencias del Gobierno” implicadas. “El punto que remató el fracaso de nuestros esfuerzos no fue la insurgencia. Fue el peso de la corrupción endémica”, dijo en su día el embajador Ryan Crocker, que dirigió la legación en Kabul en dos periodos, con Bush y Obama.
“¿Una inversión a fondo perdido? Es difícil decirlo ahora, solo cabe esperar que los logros en áreas como la salud -especialmente la materno-infantil- y la educación, no se malogren. Los talibanes no podrán mantener esos avances si se les corta la financiación, si no son capaces de pagar los salarios, y solo cabe esperar que la generación de tecnócratas educados en el extranjero [durante la intervención extranjera] sea capaz de desarrollar su trabajo si es que se le permite hacerlo”, concluye la experta.
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