¿De qué ha servido la Guerra Global contra el Terror?
George Bush anunció una “una larga campaña, como nunca la habrán visto” tras el 11-S. La debacle de Afganistán ha puesto fin a esa estrategia. Diez años después de su muerte, Bin Laden ha conseguido dos de sus objetivos: demostrar la vulnerabilidad de EE UU y forzar su salida Oriente Próximo
Para quienes todavía no habían alcanzado la edad adulta en 2001, una tercera parte de la población mundial, es imposible comprender el grado de estupefacción y de espanto que prendió en Estados Unidos y en buena parte del mundo aquella mañana todavía estival del 11 de septiembre hace 20 años. Jamás en la historia se había producido un ataque de tales dimensiones contra los corazones financiero y político de la primera superpotencia, un país excepcional, resguardado por dos océanos, que no ha conocido invasiones exteriores.
Ni siquiera el ataque aéreo japonés sobre Pearl Harbour, en 1941 y en mitad del Pacífico, había producido tantas víctimas y diseminado tanto dolor y tanta sensación de vulnerabilidad entre los estadounidenses. Tampoco jamás en la historia las imágenes de la destrucción se habían difundido y retransmitido incluso en directo por las televisiones de todo el mundo convirtiéndose inmediatamente en el símbolo de la fragilidad del poder estadounidense.
El idilio y el ensueño de la pos Guerra Fría habían terminado. Se resquebrajó de pronto la majestuosa soledad de la superpotencia única. Fue un cambio de época. El orden mundial unipolar tropezó con un minúsculo grupo terrorista capaz de desafiarlo y declararle la guerra con tanta astucia como determinación y, sin embargo, muy escasos medios materiales, al final unos cuchillos de plástico, que sirvieron para amenazar a las tripulaciones de los cuatro aviones secuestrados, convertidos en descomunales obuses dirigidos contra los centros de poder estadounidenses.
Una nueva luz, apocalíptica y deslumbrante, se cernió sobre el mundo, convertido en un lugar muy peligroso en el que parecía imponerse obligatoriamente el uso de la fuerza para mantener la seguridad y el orden. No era momento para contemplaciones ni diálogos multiculturales ante aquella amenaza siniestra e inasible, que obligaba a cambiar de mentalidad y de costumbres. La demanda de seguridad aplastaba cualquier otra consideración, incluidos los derechos humanos, las libertades individuales e incluso la democracia. Estados Unidos estaba en guerra y se declaró en guerra. Fue un momento de perturbadora unanimidad alrededor del comandante en jefe, el presidente, en defensa de la patria atacada.
En una mañana, el mundo había pasado de la época de las inminencias, propia de la idea de progreso, de las transiciones democráticas y de las grandes esperanzas en el futuro, a la época de la ansiedad, en la que imperan la incertidumbre y el miedo, encarnado por la amenaza de un ataque demoledor e inesperado. El presidente y sus más estrechos colaboradores quedaron traumatizados y convencidos de que iban a sucederse más ataques como los perpetrados por Al Qaeda contra las Torres Gemelas y el Pentágono, y como el que tenía como objetivo la Casa Blanca, hacia la cual se dirigía el avión estrellado en Pensilvania después de ser heroicamente controlado por los pasajeros.
Nadie se llamaba a engaño sobre la respuesta fulminante que iba a producirse inmediatamente por parte del ejército más poderoso de la historia. Iba a empezar una guerra de dimensiones desconocidas, paradójicamente en el punto preciso donde terminan las guerras y desembocan luego en armisticios y acuerdos de paz: tras el ataque letal al corazón de la metrópolis y a su cuartel general, el Pentágono. El mundo entero se sintió concernido cuando George W. Bush estableció con claridad que no iba a admitir actitudes neutrales ni medias tintas: “Perseguiremos a todas las naciones que proporcionen ayuda o refugio a los terroristas. Todas las naciones tienen ahora una decisión a tomar: o están con nosotros, o están con los terroristas”.
Sus palabras fueron premonitorias: “Los estadounidenses no deben esperar una batalla, sino una larga campaña como nunca la habrán visto”. Iba a empezar en el Afganistán de los talibanes, desde donde Al Qaeda había organizado los atentados, pero no terminaría “hasta que todos los grupos terroristas de alcance global hayan sido localizados, frenados y derrotados”. Era la declaración de la Guerra Global contra el Terror, justo clausurada ahora, dos décadas después, por otro presidente, Joe Biden, con su enfática declaración del fin de “la era de las grandes operaciones militares para rehacer otros países”.
La Casa Blanca se sintió liberada de las ataduras que habían limitado hasta entonces su poder de acción y procedió a utilizar su fuerza inmensa para cambiar el statu quo del mundo y modelarlo a su gusto, sin atender a la Constitución, al Estado de derecho, a las convenciones internacionales y mucho menos a Naciones Unidas. Primero echó a los talibanes del poder en Afganistán y a continuación invadió Irak y derrocó a Sadam Husein, con el propósito de establecer el ejemplo de la instauración de regímenes amigos, aparentemente democráticos, por la fuerza de las armas.
La nueva guerra trajo también una nueva doctrina militar. Según Arthur Schlesinger, historiador presidencial, la doctrina Bush surgida del 11-S “repudió la estrategia vencedora de la Guerra Fría —la combinación de contención y disuasión— y convirtió la guerra, tradicionalmente materia de último recurso, en una opción presidencial”. Fue un cambio revolucionario por el que “se reemplazó una política dirigida a la paz mediante la prevención de la guerra por una política dirigida a la paz a través de la guerra preventiva”.
La política exterior y la diplomacia quedaron militarizadas, sufrieron el derecho y las libertades públicas en su país y en el mundo, poco quedó del multilateralismo en las relaciones internacionales y se degradaron especialmente el sistema y las instituciones de Naciones Unidas. Se crearon limbos legales como Guantánamo o Abu Ghraib para secuestrar e interrogar a sospechosos. La tortura y los asesinatos selectivos fueron reconocidos y empleados por el Gobierno. Desapareció el habeas corpus para quienes fueron designados como “combatientes ilegales sin Estado”, fuera de la cobertura de las convenciones de guerra.
Nada sustancial sucede en los aniversarios, como acontecimientos programados que son, salvo la oportunidad de establecer una mueva mirada sobre el suceso auténtico que conmemoran. Es excepcional que dos acontecimientos que han actuado ya como auténticos hitos que separan las épocas de la historia se entrelacen y sean objeto de programación como sucede con el 11 de septiembre de 2021, día en que se conmemoran los ataques de Al Qaeda contra las Torres Gemelas de Nuevas York y el Pentágono en Washington en 2001, y que fue marcado por el presidente Biden como la fecha límite de la presencia de las tropas estadounidenses en Afganistán. Fue un mal cálculo. La coincidencia del aniversario con el cambio de estrategia, en vez de conducir a una celebración feliz, arroja las preguntas más amargas e incómodas. ¿Han servido para algo los esfuerzos civiles y militares, los miles de millones derrochados y los centenares de miles de vidas perdidas y arruinadas? ¿Hay un vencedor en esta Guerra Global contra el Terror? Y si lo hay, ¿no son acaso los talibanes los ganadores?
No es sencilla la respuesta. La historia se hilvana en ocasiones como un rosario de guerras, cada una sucediendo a la anterior como efecto y precediendo a la siguiente como causa. La paz es difícil y raramente consigue suceder a una derrota, una ocupación militar y un cambio de régimen, como sucedió en Alemania y Japón tras la II Guerra Mundial, el meritorio antecedente del intervencionismo estadounidense, que no ha servido en ningún caso posterior para evitar los desastres. Las guerras mal resueltas, sin reconciliación ni paz, suelen incubar nuevas guerras.
La obsesión de Bush era evitar un nuevo ataque como el sufrido el 11-S. Sus efectos sobre la moral y la imagen de Estados Unidos habrían sido más devastadores todavía que el de hace 20 años, y no digamos ya sus efectos electorales para el Partido Republicano. Si Al Qaeda no ha vuelto a actuar en Estados Unidos, Bin Laden fue eliminado y su organización se halla incluso en decadencia, entonces cabría deducir que Estados Unidos ha vencido. Nada más engañoso. Ante todo, porque poco tiene que ver la presencia occidental en Afganistán con el incremento de la seguridad antiterrorista en Estados Unidos, que se debe fundamentalmente a las enormes reformas impulsadas tras los atentados del 11-S, que afectan a los controles en las fronteras y en los transportes, especialmente los aeroportuarios; al espionaje y la intervención de las comunicaciones, y sobre todo a la coordinación y dirección antiterrorista con la creación del Departamento de Seguridad Nacional.
No ofrece dudas la mejora de la seguridad interior, pero no puede decirse lo mismo de la difusión global del terrorismo en todos los continentes, el incremento de los atentados en los países aliados de Europa y la persistencia del yihadismo radical en todo el mundo musulmán como ideología religiosa difusa con potencial para pasar a la acción violenta. Nadie puede descartar que el propio emirato de Afganistán se convierta de nuevo en territorio de una subasta de radicalización entre las distintas corrientes de los talibanes, el Estado Islámico y Al Qaeda. Biden lo ha reconocido: “La amenaza terrorista se ha metastatizado en todo el mundo, más allá de Afganistán”, aunque la conclusión a la que ha llegado no puede ser más decepcionante para los aliados de la OTAN que fueron en auxilio de Estados Unidos en 2001 y ahora reciben el mensaje de que Washington solo se ocupará de su seguridad.
Como en un paisaje de ruinas, las derrotas se amontonan este 11-S de 2021. La militar, del ejército más poderoso del mundo en manos de unas guerrillas de desarrapados. La política, de una estrategia de intervencionismo liberal y de exportación de la democracia por las armas. La moral, tanto por los valores democráticos derrotados en Afganistán como por la confianza y la credibilidad perdidas: la victoria de Trump ya fue una advertencia que no desmintió la victoria de Biden, en la que no había garantía alguna de un regreso todavía más lamentable del trumpismo. La salida precipitada y unilateral de Kabul, sin atender a los intereses y a las obligaciones con unos aliados tan devotos como los europeos, ha corroborado la degradación del vínculo de 70 años. La derrota pertenece por entero a la OTAN. También el Brexit, con su idea de Reino Unido global y su cada vez más debilitada relación especial con Estados Unidos, ha sido derrotado.
Difícil no conceder que la victoria está del otro lado. Los talibanes se hallan de nuevo en el poder. El islamismo, en todas sus ramas, incluso las más reticentes ante el terrorismo, se siente reforzado en sus convicciones antioccidentales. El yihadismo ha recibido una inyección de moral para sus combatientes. Bin Laden ha conseguido, a los 10 años de su muerte, los dos objetivos que se proponía: demostrar la vulnerabilidad de Estados Unidos y obligar a sus ejércitos a abandonar Oriente Próximo. Lo han revelado los papeles encontrados en el complejo de Abbottabad donde fue abatido el 1 de mayo de 2011, tras ser analizados por la investigadora Nelly Lahoud en un destacado artículo de la revista Foreign Affairs de este mes de septiembre (‘El éxito catastrófico de Bin Laden. Al Qaeda cambió el mundo, pero no de la forma que esperaba’).
De las notas y diarios personales hallados en su guarida, Lahud deduce que Bin Laden quería desencadenar “una campaña de violencia revolucionaria que anunciara una nueva era histórica”, hasta llegar a reunir a toda la comunidad musulmana global, la Umma, bajo su única autoridad. Su pretensión inmediata era echar a Estados Unidos de la región y facilitar el derrocamiento de los regímenes autocráticos árabes por parte de los yihadistas, pero no llegó a imaginar una respuesta como la declaración de una guerra global contra el terror y la invasión de Afganistán e Irak.
La mayor derrota para Estados Unidos no es ni siquiera la victoria territorial de los talibanes, sino la sufrida en el plano geopolítico, más visible bajo el foco de los 20 años transcurridos desde el 11-S. En vez de la democratización del gran Oriente Próximo entonces anunciada, estas dos décadas han dejado sin excepción un rosario de Estados fallidos y de dictaduras. Han facilitado la ampliación de la hegemonía iraní sobre Líbano, Siria e Irak. Y han regalado una victoria estratégica a Pakistán en su confrontación y rivalidad con India. Minimizar la pérdida de Afganistán por el limitado valor económico y político del país desvía la atención respecto a la ventaja estratégica obtenida por China y Rusia gracias al desgaste autoinfligido por la superpotencia única.
Washington contó hace 20 años con el apoyo de Moscú y Pekín en el Consejo de Seguridad en su respuesta a los atentados. Ambas potencias ya sacaron entonces rendimientos inmediatos de las resoluciones de Naciones Unidas y de la nueva atmósfera internacional antiterrorista en su política de represión de las minorías chechena, en el caso ruso, y uigur, en el chino. Como si hubieran seguido al pie de la letra una sentencia célebre de Bonaparte —“Nunca interrumpas a tu enemigo cuando está cometiendo un error”—, chinos y rusos han exhibido una gran paciencia estratégica en el aprovechamiento de las debilidades de su adversario, al que ahora declaran en abierto declive.
Si llevaran razón, esta sería la mayor y más amarga derrota para Estados Unidos en aquella guerra declarada hace 20 años.
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