Afganistán: ganar las batallas y perder la guerra
Estados Unidos abandona el país centroasiático sin saber si ha logrado cumplir los objetivos de su conflicto más largo
Estados Unidos ha anunciado su intención de retirarse de Afganistán sin saber si ha ganado o perdido su conflicto más largo, que se ha prolongado durante casi 20 años, más tiempo que la suma de la primera y la segunda guerras mundiales y la intervención en Vietnam. “La guerra interminable”, como ha sido bautizada, finalizará antes del 20º aniversario de los atentados del 11 de septiembre de 2001 para las tropas internacionales todavía desplegadas allí –casi 10.000 bajo el paraguas de la OTAN, unas 2.500 de ellas estadounidenses–, pero no para Afganistán, que se hunde en un periodo de incertidumbre.
El ex primer ministro sueco y mediador internacional Carl Bildt expresó así el problema en un artículo publicado poco antes del anuncio de retirada estadounidense: “En un discurso pronunciado el 14 de febrero con motivo del 32º aniversario de la retirada de la Unión Soviética, el presidente [afgano], Ashraf Ghani, hizo una importante distinción. La guerra civil que devastó Afganistán no fue causada por la salida de las tropas soviéticas, sino por la incapacidad de formular un plan viable para el futuro de Afganistán. Ahora que Estados Unidos se plantea su salida del país, debería tener en cuenta esta lección”.
Los militares que pasaron por Afganistán, ampliamente entrevistados por la prensa estadounidense, se van con la sensación de que dejan un país al borde del precipicio y sin tener claro si, tras 20 años de intervención y miles de millones invertidos, ha mejorado el tejido institucional afgano, si su Ejército será capaz de mantener la seguridad y tampoco si su población volverá a sufrir una tiranía como la de los talibanes. La coalición liderada por Estados Unidos “no ha perdido ninguna batalla, pero ha perdido la guerra”, explica Félix Arteaga, investigador del Real Instituto Elcano.
“Los talibanes no han podido con las tropas internacionales”, prosigue Arteaga “y la finalidad antiterrorista ha tenido éxito, pero la comunidad internacional ha fracasado en el objetivo de construir un Estado. En realidad, el objetivo final de la intervención nunca estuvo totalmente claro”. Este investigador hace referencia a cómo fueron cambiando los motivos del despliegue, desde la expulsión de Al Qaeda tras el 11-S hasta la construcción de un Estado lo suficientemente sólido como para que no vuelva a convertirse en una base para el terrorismo internacional y para permitir a los afganos (y sobre todo a las afganas) vivir en paz. Y eso, ahora mismo, parece cada vez más lejano. Según los últimos datos de la ONU, los civiles muertos y heridos durante el primer trimestre de 2021 aumentaron un 29% con respecto al mismo periodo de 2020: 1.783 víctimas civiles (573 muertos y 1.210 heridos), más de seis muertos cada día.
David Petraeus, el general estadounidense que dirigió la mayor ofensiva de todo el conflicto, con el despliegue de 100.000 soldados estadounidenses en el llamado surge de 2010, se ha mostrado en público especialmente pesimista. “Comprendo muy bien las frustraciones que han llevado a tomar esta decisión”, señaló el miércoles Petraeus en una conferencia recogida por la revista especializada Defense One. “Nadie quiere ver el final de una guerra más que aquellos que han luchado en ella. Pero creo que debemos tener mucho cuidado con nuestra retórica, porque poner fin a la participación de Estados Unidos en una guerra interminable no pone fin a la guerra interminable. Solo termina nuestra participación. Y me temo que esta guerra va a empeorar”.
El temor es que la historia se repita. Afganistán lleva en guerra desde 1979, cuando las tropas de una tambaleante Unión Soviética invadieron el país para proteger a un régimen comunista títere. Diez años después, como había ocurrido un siglo antes con las tropas británicas, la URSS se convirtió en el segundo imperio derrotado por los muyahidines afganos, que contaron con la ayuda, militar y económica, de Estados Unidos.
Con la salida de Moscú comenzó una guerra civil salvaje, durante la que los señores de la guerra, en muchos casos los mismos que mantienen hoy el control sobre sus respectivos territorios, destruyeron el país. Gran parte de Kabul, por ejemplo, quedó reducida a escombros. Los talibanes, una milicia islámica radical, lograron el control de casi todo el país en 1996 porque fueron capaces de imponer el orden. Lo malo es que su orden se basa en una interpretación brutal del islam, que condenó a las mujeres y niñas al terror, el sometimiento y la ignorancia. Además, Afganistán se convirtió en puerto seguro para el grupo terrorista Al Qaeda, que Osama Bin Laden utilizó para planificar y ejecutar el 11-S.
Tras los atentados contra Washington y Nueva York, el presidente George W. Bush consideró el ataque un acto de guerra y lanzó una ofensiva contra los talibanes. En noviembre de 2001, con apenas un puñado de fuerzas especiales sobre el terreno, pero con un amplio apoyo aéreo, fueron cayendo todas las ciudades del norte de Afganistán casi sin apenas combatir, menos en Kunduz, un bastión pastún, la etnia afgana a la que pertenecen la mayoría de los talibanes. Ciudades como Taloqán o incluso Kabul fueron abandonadas sin apenas lucha.
Los talibanes se replegaron a las zonas pastunes y abandonaron ciudades de mayoría tayika, hazara o uzbeca, las otras etnias del país. Y comenzaron una larga guerra de guerrillas: hoy los optimistas consideran que controlan el 50% del país y los pesimistas el 70%. Desplazarse por carretera, incluso moverse por Kabul, resulta cada vez más peligroso. Los talibanes han lanzado además una campaña de terror contra mujeres, intelectuales y líderes sociales. Muchos temen que se trate de la primera fase de su nueva ofensiva de primavera.
Ocurra lo que ocurra en los próximos meses, Afganistán seguirá ocupando el mismo lugar crucial y estratégico que ha marcado su historia desde los tiempos de Alejandro Magno, que mandaba sobre el único imperio que logró invadir al país, aunque después de haber pactado con las tribus locales. “Es importante recordar que Afganistán forma parte de Asia central”, explica el historiador de la universidad de Houston (Texas) Frank Lee Holt, autor de un gran libro sobre Alejandro en Afganistán, Into the land of bones. “El término ‘central’ es muy significativo porque esta región es central en la geopolítica del mundo. Los occidentales suelen confundir Afganistán con una zona periférica; pero está en el corazón de la gran masa terrestre euroasiática. Lo que ocurre allí repercute en casi todo el mundo”.
102 fallecidos españoles
Tras la intervención estadounidense, en diciembre de 2001 el Consejo de Seguridad de la ONU estableció en su resolución 1.386, el despliegue de la ISAF, una fuerza internacional de la que formaban parte más de 40 países, entre ellos España. La misión se prolongó hasta 2015, cuando fue reemplazada otra fuerza internacional de la OTAN, centrada sobre todo en el entrenamiento del Ejército afgano. Las tropas españolas tenían su base en Herat, en el este del país. Como explica el teniente coronel Joaquín Aguirre Arribas, jefe de la Sección de Comunicación Estratégica del Estado Mayor de la Defensa y él mismo veterano piloto de helicóptero en Afganistán, “el objetivo era permitir al Gobierno afgano proporcionar una seguridad efectiva y desarrollar unas fuerzas de seguridad propias y después ofrecer el entrenamiento, asesoramiento y asistencia a las Fuerzas Nacionales de Defensa y Seguridad Afganas”. “Ha supuesto un tremendo esfuerzo en personal (27.100 efectivos durante 19 años), logístico y de sostenimiento del material allí desplegado. Sin olvidar el sacrificio de los 100 militares y 2 intérpretes fallecidos durante estos años”.
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