Regreso al Afganistán que España no pudo terminar de reconstruir
La periodista Ángeles Espinosa viaja a Badghis, una de las provincias más profundas y pobres de Afganistán, donde España lideró un equipo de reconstrucción. La llegada al poder de los talibanes ha provocado el miedo, la huida de los profesionales y el fin de muchos proyectos. Pocos quieren hablar, los islamistas vigilan. Esta es la crónica de un viaje no exento de sobresaltos.
Los impactos de bala y los cristales rotos en el edificio del Departamento de Desarrollo Rural de Badghis dan fe de la resistencia que precedió a la toma por los talibanes de esta provincia, una de las más pobres de Afganistán, el pasado agosto. Fueron 10 días de combates. Aun así, en Qala-i-Naw, la capital provincial, no se aprecian las heridas de la guerra que libraron los talibanes y las fuerzas del Gobierno. Las batallas más cruentas ocurrieron en las olvidadas zonas rurales. Badghis es también la región a la que España sacó de la Edad Media durante los ocho años —entre 2005 y 2013— que, bajo mando de la OTAN, gestionó el Equipo Provincial de Reconstrucción (PRT en sus siglas en inglés) mediante una misión cívico-militar. Aquel esfuerzo, que se ha ido diluyendo con el tiempo, corre el riesgo de desaparecer a medida que la milicia talibán reemplaza a los profesionales locales con sus propios cuadros, y los que pueden escapan al extranjero por miedo a las represalias.
Qala-i-Naw está a 160 kilómetros de Herat, la tercera ciudad de Afganistán y el centro cultural y comercial del oeste del país. Podría encontrarse en otro planeta. La carretera apenas está asfaltada. La mayor parte del camino es una pista pedregosa que atraviesa el paso de montaña de Sabzak, a 2.000 metros de altura. En esta época de invierno, el hielo impide con frecuencia el tránsito.
No obstante, la ruta resulta segura por primera vez en muchos años. Derribado el Gobierno civil contra el que combatían los talibanes, ha desaparecido el riesgo de los ataques de estos y hasta los salteadores de caminos parecen temer su radical justicia. “Larga vida al Emirato Islámico”, proclama una pintada sobre las piedras del camino, en referencia al nombre adoptado por el nuevo régimen. Ni siquiera hay controles en el trayecto. Solo un puesto de vigilancia poco después de cruzar la linde provincial.
“¿Qué tal el camino? ¿Todo tranquilo? ¿Han encontrado algún problema?”, pregunta un miliciano al conductor, evitando mirar al asiento trasero donde viajan dos mujeres. Quiere saber si se han cruzado con un todoterreno que, al parecer, debía llevarles provisiones.
El tráfico es escaso. Solo niños y mujeres con burros cargados de bidones indican que hay aldeas cerca. Los pozos agostados por varios años de sequía obligan a buscar el agua cada vez más lejos. Las casas de barro se confunden con la montaña. Ocasionalmente aparecen hombres sentados en cuclillas junto a la carretera. No está claro si esperan a alguien o si solo observan el paso del tiempo. En la capital provincial, cambia el paisaje.
Qala-i-Naw es una ciudad pequeña y anodina, de casas bajas rodeadas por muros para preservar la privacidad de sus ocupantes. Unas 12.300 personas (2.600 familias) viven en el núcleo urbano, pero suman 70.000 si se cuenta el resto de pueblos de la comarca. Los afganos prefieren las viviendas unifamiliares, por lo que hay pocos edificios de más de dos alturas. El polvo del desierto da un color ocre al conjunto. El pavimento de las calles principales y las tapas del alcantarillado son la prueba de su avance respecto al entorno rural.
En el bazar, tan abastecido como escaso de clientes, apenas se ven mujeres. Las pocas que se aventuran en los espacios públicos se ocultan bajo el burka, ese sayón que cubre el cuerpo con una rejilla a la altura de los ojos. Los talibanes, con sus fusiles al hombro, son mucho más evidentes que en la vecina Herat. La presencia de extranjeros, inusual desde que los españoles abandonaran la provincia en septiembre de 2013, suscita indisimulada curiosidad. Un profesor que habla inglés se atreve a acercarse y expresar su alegría por la visita. La mayoría guarda una prudente distancia.
La seguridad ciudadana de la que se jactan los fundamentalistas tiene su contrapartida en la inseguridad jurídica en la que han sumido al país. El anuncio por los dirigentes talibanes de una amnistía general no ha logrado convencer a quienes colaboraron con los proyectos de desarrollo españoles o trabajaron para el anterior Gobierno de Afganistán.
Varios de ellos comparten un vídeo en el que un talibán local tacha de apóstatas a todos “los que ayudaron a los infieles invasores, aunque fuera con una pequeña señal”; en consecuencia, afirma, es lícito quitarles la vida. Por eso los señalados quieren marcharse de Afganistán. Un ingeniero expresa su temor a que “la salida de la clase educada se traduzca en un regreso a la Edad Media”.
La huella de España no resulta evidente a primera vista. No hay banderas, ni carteles que testimonien los ocho años y un centenar de millones de euros de asistencia al desarrollo invertidos directamente en la provincia. En el Centro de Investigación, Capacitación Agraria y Desarrollo Rural, los profesionales que aún permanecen (varios ya han abandonado el país) han retirado la placa de la entrada porque tenía el nombre y la enseña de la República derrocada.
Dentro, con los abrigos puestos por la falta de calefacción, tres de los técnicos reconocen que los talibanes aún no han pasado por allí, pero esperan en cualquier momento la carta que anuncie el nombramiento de un nuevo responsable afín a la guerrilla. Es lo que está sucediendo en todas las instituciones públicas.
El programa de extensión agraria desarrollado por la cooperación española hace mucho que perdió lustre. Después de concluir la misión, el Gobierno de Kabul no supo, o no pudo, mantener el apoyo para la mejora de las prácticas agrícolas y la atención a la ganadería.
“Todos los equipos que tenemos, del microscopio a la cámara frigorífica, nos los facilitó la AECID [Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo], pero desde que se fue en 2013 no recibimos más aparatos ni reactivos por falta de fondos”, explica Said Ziauddin, el director del laboratorio. La nevera permanece inactiva, a falta una batería solar de repuesto para alimentarla.
La joya de la corona del proyecto, el centro de inseminación artificial, tampoco ofrece el mismo nivel de servicios que cuando estaban los españoles, según uno de los veterinarios que colaboró en su puesta en marcha. Aun así, Ziauddin subraya que fueron capaces de mantener el centro por su cuenta, una prueba de su sostenibilidad.
Los problemas se han multiplicado, sin embargo, desde el cambio de régimen. Varios de sus compañeros han dejado de acudir al trabajo al interrumpirse el pago de los sueldos; otros se han escondido por miedo a que su antigua relación con los extranjeros los convierta en objetivo de los talibanes.
Por ahora, los que quedan siguen atendiendo a quienes acuden con muestras de sus animales para ver si se encuentran enfermos o preñados, aunque no saben por cuánto tiempo podrán seguir haciéndolo. “Antes era un servicio gratuito, ahora cobramos 100 afganis [algo menos de un euro] por cada análisis”, precisa Ziauddin.
Fuera, Abdul Ghafur, un pequeño ganadero de Qadis que posee 40 ovejas y cabras, además de dos vacas, espera las medicinas que le han recetado para una de sus reses. Ha tenido que viajar una hora porque su comarca ya no cuenta con uno de los agentes locales que en su día desplegó la AECID. “Es un servicio muy bueno”, asegura desconocedor de que lo implantaron los españoles. Para él, eran simplemente “extranjeros”.
De repente, unos todoterrenos Land Cruiser azules y rojos cruzan la calle principal de Qala-i-Naw. “Donados por la cooperación española”, consta en los laterales de los vehículos. Sin embargo, únicamente se entera el que pueda leer en inglés. La inscripción en persa solo dice: “Hospital Provincial de Badghis”, sin referencia a los donantes.
Algunos son ambulancias, otros los utiliza el personal sanitario en sus desplazamientos. En cualquier caso, los vehículos siguen funcionando y conducen al centro médico de referencia, cuya rehabilitación y pabellón materno-infantil constituyeron una de las primeras obras llevadas a cabo por el PRT español.
Allí, su director administrativo, el doctor Pajar Khan Nasseri, se hace eco de los problemas que han dejado inoperativos el 83% de los centros sanitarios de Afganistán. “El personal no ha cobrado sus salarios durante tres meses. El Banco Mundial y las ONG que nos financiaban dejaron de hacerlo cuando cambió el régimen. Ni siquiera teníamos dinero para el combustible del generador”, resume. Sin embargo, se sienten afortunados: desde octubre y para los próximos seis meses, la ONU se ha hecho cargo de los sueldos y Unicef está pagando el carburante a través de una ONG local. El trasiego del centro habla por sí mismo de la importancia de los servicios que presta. El hospital ha salvado a muchas mujeres de morir desangradas en el parto porque, junto a su rehabilitación, la cooperación española estableció una escuela de matronas y enfermeras. Los hombres no permitían (y la mayoría sigue sin hacerlo) que sus esposas fueran atendidas por médicos varones. También los servicios sanitarios han sido clave para combatir la malnutrición, un problema recurrente en la provincia.
En la sala de espera del área materno-infantil, Sharifeh aguarda, junto a otras mujeres, a que el médico vea a su hijo enfermo. No podría pagar una consulta privada. Solo el transporte hasta el hospital, 200 afganis desde su pueblo en un taxi compartido, la ha obligado a pedir prestado ese dinero a un pariente porque su marido está trabajando en Irán. Por la consulta pasan entre 25 y 30 niños al día. En la sección aún trabajan un internista, 17 enfermeras y ocho matronas, pero las dos ginecólogas huyeron tras la llegada de los talibanes.
A pesar del llamamiento para que los profesionales se mantengan en sus puestos, los primeros pasos de las autoridades de facto suscitan desconfianza. Al frente del Departamento de Sanidad provincial han colocado a un miembro de la guerrilla sin ninguna experiencia en el sector, Mohammad Qanet.
Lo que sí tiene Qanet es gran instinto político. Nada más enterarse de la llegada de la periodista de EL PAÍS y la fotógrafa, sugiere la conveniencia de que asista al lanzamiento de la campaña de vacunación contra la polio por parte del vicegobernador, Mohibullah Asad.
A las puertas del Gobierno provincial, otro edificio construido por la cooperación española, se agolpa una multitud en espera del reparto de trigo. Hombres, a un lado; mujeres, al otro. Un talibán grandullón tira de correa y fustiga para mantener a raya a quienes no tienen paciencia esperando su turno. Al día siguiente en las redes sociales, numerosos vecinos se quejarán de que esa ayuda ha ido a parar a los simpatizantes de la milicia.
El lanzamiento oficial de la campaña contra la polio se lleva a cabo en la oficina del vicegobernador sin que este, una figura inquietante que perdió varios dedos de la mano en combate, se digne a mirar a las extranjeras. Ante la cámara de la televisión local, el mandatario administra el suero a una niña de tres o cuatro años y deja que sus ayudantes completen la tarea con los otros dos niños seleccionados para la ocasión.
Hace apenas medio año los talibanes atacaban a esos mismos integrantes de los equipos de vacunación que osaban adentrarse en las zonas bajo su control. No está claro si el cambio de actitud es fruto de la responsabilidad del Gobierno o de la necesidad de hacer méritos para lograr que la comunidad internacional desbloquee los fondos destinados a Afganistán (en forma de reservas soberanas y ayuda al desarrollo).
La ONU ha insistido tanto en la vacunación como en la educación de las niñas. Amparados en las vacaciones de invierno, los talibanes mantienen la ambigüedad respecto al cumplimiento del segundo punto y remiten al inicio del nuevo curso en marzo. Por ahora, en Badghis, como en la mayoría de las provincias afganas, las mayores de 12 años solo pueden acudir a escuelas coránicas.
En la madrasa de la mezquita Mohammad Omer, Mansureh, una de las profesoras de Corán, confía que las alumnas también quieren aprender inglés y matemáticas, pero que carecen de presupuesto para ofrecerles esas materias. Los propios talibanes parecen ser conscientes de las lagunas de formación de sus miembros, exclusivamente religiosa. Así que han enviado a un grupo de jóvenes milicianos a estudiar inglés y el uso de ordenadores.
Aprovechando el receso escolar, Mohammad Asif, vicedirector del Instituto Público Hanzala, el primer centro de secundaria de Badghis, ha empezado a impartir a los milicianos clases todas las mañanas. “Quieren prepararse para dejar las armas y ocupar puestos administrativos”, explica Asif ante la mirada absorta de sus alumnos. “Son buena gente, se portan bien”, añade.
Los talibanes, palabra que viene del árabe talib (estudiante), aún están en las primeras lecciones. ¿Por qué desean saber inglés? “Es una lengua internacional”, responde el portavoz del grupo tras levantarse respetuosamente al estilo de los discípulos de otra época.
El jefe de Sanidad manifiesta su “interés en que los españoles vuelvan con proyectos”. “Tenemos dos hospitales públicos y algunas clínicas privadas. Pero hay comarcas como Muqur, Qadis o Jawand que carecen de ambulatorio”, explica. “Si una embarazada se pone de parto y necesita atención, puede morir antes de llegar aquí”, agrega sabedor de la sensibilidad de los extranjeros por el trato a las mujeres. Pero, sobre todo, insiste en que se desbloqueen las reservas cuanto antes, un mantra que repiten todos los dirigentes talibanes.
A pesar de los avances sociales que Badghis experimentó durante la presencia española, hoy sigue siendo una de las tres provincias más atrasadas de Afganistán, después de Daikundi y Ghor. Con 20.590 kilómetros cuadrados (poco más que la provincia de Cáceres) se sitúa en una zona semidesértica. De sus 700.000 habitantes, el 57% vive bajo la línea de pobreza, 511.000 afrontan inseguridad alimentaria aguda y 440.000 necesitan asistencia, según datos de la ONU. Además, la sequía y los combates han arrojado de sus casas a 68.000 personas, la mayoría de ellas durante el último año.
Uno de los escasos cargos del régimen anterior que las nuevas autoridades han confirmado en su puesto es el responsable de Aguas, Said Abdulsalam Mohammedy. Interpreta el gesto como un signo de la preocupación que les suscita la sequía. Mohammedy, que lleva 14 años en ese departamento y tiene en su equipo a dos exempleados de la AECID, conoce bien el trabajo que realizó España. “El sistema de canalizaciones permitió llevar agua a la mayoría de las casas de Qala-i-Naw y nosotros luego expandimos su alcance”, señala mientras muestra la represa que construyeron los españoles en el manantial de Qarghaito, que abastece la ciudad.
Esa buena gestión les había permitido obtener la financiación del Banco Mundial para completar la red e instalar contadores en las viviendas, con el objetivo de moderar el consumo. Pero el colapso del anterior Gobierno ha dejado sus planes en el aire. Los combates y una tormenta posterior han dañado parte del sistema. “Necesitamos asistencia para repararlo y que sea sostenible”, subraya Mohammedy.
Un profesional que participó en alguno de los proyectos señala que los españoles “hicieron mucho” por Badghis. “Cuando llegaron no había un solo kilómetro de carretera ni calles asfaltadas. Llevaron el agua a las casas, hicieron pozos fuera de la ciudad, arreglaron el hospital, construyeron escuelas, un orfanato y hasta este campo de futbol”, resume frente al Bernabéu de Qala-i-Naw. El estadio, que fue testigo de algunos muy recordados partidos entre afganos y españoles, ha seguido siendo lugar de esparcimiento para la juventud local a pesar de su precario mantenimiento.
A Abdulkarim Wafah, director provincial de Deportes durante las dos últimas décadas, hay algo que le preocupa más que el estado del terreno de juego. “A los talibanes no les interesa el deporte. Se han suspendido todas las actividades, no solo el fútbol, sino también el voleibol, que era muy popular entre las chicas”, asegura. De hecho, cuenta que la AECID construyó canchas en varias escuelas de niñas. “Guardamos un gran recuerdo de aquel tiempo en el que trabajamos juntos para mejorar nuestra sociedad”, manifiesta.
El nuevo jefe de Desarrollo Rural, Mohammad Razi, no tiene tan claro el beneficio del paso de los españoles por Badghis. “Soy nuevo aquí. Tal vez ayudaron a la gente, pero no lo sé”, responde elusivo. Razi, que antepone a su nombre el honorífico qari (recitador del Corán), solo tendría que mirar por la ventana de su despacho para ver la maquinaria de obras públicas que la AECID trajo a Qala-i-Naw y que ahora languidece en un extremo del vecino aeródromo construido, al igual que la sede de su departamento, por la agencia de cooperación española.
Su escepticismo no le impide recabar ayuda. “Tenemos falta de agua. Si los españoles planean volver para solucionarlo, bienvenidos”, apunta con evidente desapego. También añade entre sus preocupaciones el mal estado de las carreteras y, sobre todo, el bloqueo de las reservas monetarias afganas. “Dificulta la solución de los problemas y tiene efectos sobre la gente”, asegura.
Tampoco ayuda el empeño de las nuevas autoridades en vetar a los trabajadores de las ONG. Estas requieren su visto bueno para operar en Badghis. Varias de ellas han denunciado sus continuas interferencias en el proceso de selección de personal, según se ha hecho eco la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU. Al parecer, el jefe de Desarrollo Rural, Razi, las acusa de seleccionar a “malas personas que no cumplen con la ley islámica”; critica que anuncien las vacantes sin informarle previamente. Al menos en una ocasión ha intentado colocar a un recomendado suyo.
El responsable de Desarrollo Rural era, hasta asumir el cargo, líder de la guerrilla en Bala Morghab, cerca de la frontera con Turkmenistán. Ese recóndito rincón constituyó una de las mayores pesadillas de los soldados españoles desplegados en Badghis, que fueron víctimas de ataques. Al igual que las comarcas de Ghormach, Muqur y Jawand, Bala Morghab es un enclave pastún en una provincia de población mayoritariamente tayika (62% frente a 28%), lo contrario del resto de Afganistán, donde la proporción se invierte. Y aunque es erróneo equiparar pastunes con talibanes, las zonas pastunes han mostrado un mayor apoyo a la milicia.
Razi evita referirse a la presencia militar española, pero uno de sus colaboradores durante la guerra de guerrillas, Mohibullah Akhundzada, que ahora dirige la radiotelevisión provincial, admite haber participado en emboscadas contra los soldados españoles. Luego se retracta y asegura que no sabían a quién atacaban, solo que eran extranjeros, e incluso afirma haber ayudado a rescatar a varios uniformados españoles que cayeron en un barranco. Doce soldados, dos policías y dos intérpretes murieron por atentados durante la misión.
Akhundzada es un tipo cuya influencia parece desbordar el ámbito de la propaganda. Intenta mostrar la cara amable con la que los talibanes tratan de distanciarse de las rigideces de su primera dictadura (1996-2001). Se muestra accesible, dispuesto a abrir puertas para que las periodistas puedan conocer la situación de Badghis. Sin embargo, no solo su presencia crea incomodidad entre los locales, sino que termina revelándose un burdo intento de control.
El antiguo guerrillero estalla cuando un entrevistado deja deslizar su deseo de salir del país, e impone que las reporteras y sus acompañantes se alojen en su oficina, en el edificio inacabado de la radiotelevisión provincial, donde dormirán en el suelo. Su hospitalidad incluye vigilancia armada en el exterior de la construcción.
Además, termina evidenciando las mismas fracturas que la guerrilla ha dejado patentes en el ámbito nacional. En una de las visitas que organiza, los milicianos rodean enfadados al grupo porque se han tomado fotos sin su permiso, y le acusan de no tener autoridad para estar allí. Más tarde, buscará a quienes hablaron con El País Semanal para interrogarlos sobre los temas abordados.
Los habitantes de Badghis observan con tanto temor como preocupación las consecuencias del cambio de régimen. Pocos recuerdan ahora que, hasta la llegada de los españoles, la provincia ni siquiera tenía un destacamento militar permanente y la presencia policial era escasa fuera de la capital. España entrenó y formó a las fuerzas de seguridad a las que luego, escasamente apoyadas por Kabul, los talibanes atacaron sin piedad. Lo mismo puede decirse de muchas de las infraestructuras. “Solo cuando se pierde algo se comprende su valor”, concluye Wafah, el responsable de Deportes.
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