Natalia Lafourcade: “Algo debe de tener el reguetón que yo no entiendo”
Una de las personalidades más fascinantes y exitosas del folclore latino llegó a un punto en que necesitó parar, encontrarse y regresar al jardín de su infancia, en Veracruz, en el golfo de México
Aquel árbol de guayaba no era un árbol más. Sus padres se acababan de separar y su madre necesitaba dinero de forma urgente, algo desesperada. Entonces, aquel árbol tropical, con sus hojas simples y ovaladas, empezó a dar unos frutos fuera de lo normal. “No dejaba de escupir guayabas cuando más lo necesitaba mi mamá”, recuerda Natalia Lafourcade (Ciudad de México, 39 años). “Teníamos poco dinero y nos sacó adelante. Cada verano botaba cantidades enormes de guayabas. Teníamos que poner una red para cogerlas todas. Luego, mi mamá hacía mermelada, pastel y dulces. Y los vendíamos”. Lafourcade era una niña de dos años y sintió una conexión mágica con aquel árbol, la primera de esas conexiones que suceden pocas veces durante una existencia. “No solo eso”, explica. “Es que durante los siguientes años ese arbolito me enseñó una lección de vida: la del respeto que hay que rendir a la tierra”.
Aquel árbol de guayaba se encontraba en el jardín de la casa de su madre, Carmen, un hogar familiar en Veracruz donde Lafourcade creció rodeada de flores. Ahora, tres décadas después, la cantante vuelve a habitar esta tierra del golfo de México en la que la naturaleza le mostró todas sus bondades y concedió a su familia “una oportunidad”. De ahí el título de su último disco: De todas las flores. “Cuando decidí grabarlo, sentí que llegó el momento de volver a este jardín interno, a mi mundo musical. Quería recuperar mi lenguaje propio”, confiesa la compositora mexicana, una de las personalidades más exitosas del folclore latino en lo que va de siglo, ganadora de tres Grammy y 15 Grammy Latinos. Tras poco más de una década de carrera, Lafourcade es ya un referente internacional de primer orden, admirada por músicos de toda condición. En España, Leiva dice de ella que “siempre canta bonito” y que es una artista de la que quedarse “prendado”. Y Rozalén asegura que es “toda una fuente de inspiración”. Son dos de los muchos músicos que han elogiado en público a esta artista de mirada cálida y voz apacible, que este verano tocará en las Noches del Botánico de Madrid.
En un reciente viaje a Madrid, una mañana de martes, Lafourcade busca un sinónimo en mexicano para el término “guay”. Las palabras revolotean por su cabeza como golondrinas: “A ver…, qué chido…, qué padre”. Al final, se queda con chido. Podría ser el adjetivo para definir la sensación que le causa su casa de Veracruz, donde compuso muchas de las canciones que se contienen en De todas las flores. “Desde el amanecer ya estoy rodeada de árboles y pájaros. Todo el tiempo la naturaleza está dándome un concierto. La lluvia es maravillosa. El aire huele a limpio. Te invita a salir a caminar y coger las bicicletas”, cuenta. Supo escuchar ese concierto más que nunca durante la pandemia, momento en el cual decidió confinarse en la tierra de su infancia y, después, quedarse a vivir. “Hubo una etapa de mi carrera en la que sabía que había que prender los motores y no pararlos. Había que empujar para conseguir las cosas. Pero tomar ese ritmo se volvió demasiado para mí. Estaba empezando a sentir que estaba en automático”, rememora. “En mitad de todo eso, estuve un tiempo separada de mi pareja. Ahí caí mucho. Había mucha tristeza. Tuve que dejarme caer hasta el fondo”, dice gesticulando para dar a entender cómo se hunde en una especie de agujero imaginario. “Llevaba toda mi vida sin tener tiempo conmigo, de un lado para otro, sin parar. La pandemia me dio ese tiempo y no sabía relacionarme con ese estilo de vida. Tuve que explorar y encontrar esa parte de mí. Cuando tocas fondo, empiezas a construir el proceso de ir hacia arriba”. Y entonces, cuando recuerda el momento en el que empezó a superar esta crisis existencial tras regresar con su pareja y viajar a Veracruz, dice: “Llegó la primavera”.
La primavera de Lafourcade se recoge en su nueva obra musical grabada con cinta analógica, de forma muy orgánica. Habla del disco como si se entrase en un “mapa circular”, un viaje o una experiencia que al oyente, según su autora, “le haga salir distinto”, mezclando influencias de la cumbia, la bossa nova, el folclore, la ranchera, la canción peruana… “No hay referencias directas, pero por ahí pueden pasar un Simón Díaz, una Violeta Parra, un Roberto Cantoral, una Elis Regina…”, asegura. Y algo más particular, local, cercano, de esa tierra a la que ha regresado y que la vio crecer: “El aire veracruzano. Este aire es para mí como la libertad y la locura espiritual de un disco como A Love Supreme, de John Coltrane. Amo eso que contiene y yo quería trasladar ese trance a parte de mi disco”. La compositora muestra inquietud, como ha demostrado en sus últimas obras, por los sonidos mexicanos, pero también por los que le quedan más lejos: “Hay mucho que estudiar y explorar. Solo hay que mirar a España, con su flamenco y su folclore. ¡Hay tanto! Cuando yo grabé son jarocho vi que era una influencia campesina. Cuando lo escucho me dan ganas de estudiar. Y cuando estudias sientes que el mundo personal se va enriqueciendo”. Y sentencia: “La canción te dice ella a dónde ir. La canción dicta el camino”.
Su camino tuvo ruta directa a su infancia, a su pasado, a ese tiempo remoto de la contemplación de la naturaleza y las primeras canciones de esta artista que ha fascinado con su revisión contemporánea del folclore mexicano en álbumes como Mujer divina (2012), Hasta la raíz (2015) o los volúmenes de Musas (2017) y Un canto por México (2020). “Este disco es un diario musical. Componer canciones es sintetizar mis impresiones de la vida y es un desahogo”, señala. “Mi amigo y colaborador David Aguilar me dijo que era importante capturar esta etapa de mi vida porque era honesta y pura. Porque era yo y, si lo hacía, podría cambiar la página hacia otra cosa”.
Las primeras páginas musicales de Lafourcade se remontan a cuando era, recuerda, “muy pequeña”. Tenía 10 años cuando se subió por primera vez a un escenario. Su padre, Gastón, venía del mundo de la música clásica y a su madre también le gustaba mucho la música, especialmente el tango y tres artistas: Armando Manzanero, Violeta Parra y Mercedes Sosa. “Sin embargo, cuando escuché la música ranchera me gustó mucho y empecé a cantarla en el colegio. Cantaba a Juan Gabriel y José Alfredo Giménez”, rememora. Su pasión por cantar era tanta que convenció a su madre para que la llevase a las cantinas, donde se podía subir a un escenario a interpretar sus rancheras. “A mi mamá le asustó un poco que tuviese que ir allí, pero me apoyó. Me compró un vestido rosa, me peinaba y me ponía unas flores”. La niña cantaba todos los sábados y no había noche que no lo disfrutase. Sin embargo, no sabía que le faltaba técnica, hasta que, un buen día, en el baño de una cantina, a ella y a su madre se les abrieron los ojos: “Una señora me agarró en el baño. Estaba mi mamá también. Nos dijo: ‘Si la niña sigue cantando así, se va a quedar sin voz. Canta con la garganta, no sabe y encima le está cambiando la voz y tiene que prepararse. Se va a romper. Tiene que tomar clases de canto’. La señora cantaba con una banda de mariachi y nos enseñó que debía tener preparación. Le estoy muy agradecida”.
Empezó su larga búsqueda de maestros, con algunos iniciales “nefastos”. “No tenía ni idea de lo que quería hacer. No tenía casi nada de referencias. Mi referencia musical era lo que se veía en la televisión. Sabía que quería cantar y que quería estar en televisión porque era lo que yo veía. Empezaron varias búsquedas: me metí en el grupo de canto de la escuela, donde interpretábamos de todo, como Alicia Villarreal, Mecano, Selena o Luis Miguel”. Nada le resultaba satisfactorio. La joven cantante se obsesionó con ir a la televisión, donde entendía que era el único lugar en el que podría de verdad disfrutar y vivir de la música. “Me puse necia con mi mamá. Quería llegar directamente a Televisa. Mis padres no querían ese contexto. Mi padre era de los que no querían ni que bebiéramos coca-cola. Es decir, era totalmente lo opuesto al pop y a lo comercial. Pero yo estaba tan terca que llamaba todas las semanas a la televisión para que me diesen una oportunidad. Decía: ‘Quiero que me agarren’. Mi madre, después de ver el recibo telefónico, se dio cuenta de que iba en serio y me metió en una escuela de música buena. En las tardes iba a clases de danza y actuación. Ya empecé a aprender más”. Con 15 años, Lafourcade entró en un grupo de pop coreográfico que prefiere no recordar. “Es horrible esa época”, suelta con una risotada.
Debutó en la música a los 18 años, con un álbum que llevaba su nombre: Natalia Lafourcade (2002). Allí se recoge una introducción en la que canta en inglés y más bien parece una cantante jazzística, algo retro. Luego se despliegan canciones de una voz que ya demostraba de primeras que se postulaba con ganas al pop alternativo mexicano. Era un artista en plena búsqueda de una identidad, algo que se mantenía en los trabajos posteriores como Hu hu hu (2009) y Mujer divina (2012), el homenaje a Agustín Lara. Ya había cosechado éxitos en México y tenía rango de estrella. Y lo más importante: muchos veían a una cantante y compositora que venía para quedarse. Y entonces llegó Hasta la raíz (2015), un pelotazo de grandes dimensiones, una pequeña revolución en la música latinoamericana. Cosechó cuatro Grammy Latinos y un Grammy al mejor álbum alternativo, todo un hito ante la poderosa industria estadounidense. Como antes había hecho Julieta Venegas, Lafourcade era el nuevo referente. El modelo en el que fijarse, y se fijaron tanto ellas como ellos. Una voz cándida y profunda que aunaba los universos del folclore y el pop como si fluyesen en un solo caudal. Desde entonces, su sello siempre ha sido ser libre, como esos pájaros que sobrevuelan su jardín de Veracruz.
“Me siento, como dicen en inglés, outcast. Fuera de lugar. Me trajeron a esta época, pero yo soy más de los treinta o los cincuenta. A veces no me hallo en absoluto en estos tiempos”, confiesa la cantante, que simboliza mejor que nadie la vía alternativa al reguetón y la música urbana que dominan la región latina. Una vía de personalidad propia, donde los sonidos raíces se hermanan con el pop, el jazz o el bolero. “Por mi parte, lo hago más porque me atrae, me gusta. Me recuerda esa manera de vivir más romántica, con mayor contemplación, como que siento que me da esa cadencia de la vida”. Una cadencia que se guarda en sus canciones delicadas, ensoñadoras y evocadoras, que trazan hilos maravillosos del tiempo pasado con el presente, aunque este sea tan distinto para según quien lo contemple y lo cante. “El reguetón es un reflejo de nuestra cultura actual. Hay una conexión con algo porque son millones de personas conectando con eso. Algo debe de tener que yo no entiendo. Hay un lenguaje, una era… Si está bien o mal, tampoco puedo decirlo. No soy nadie para hacerlo. Respeto mucho eso. Solo sé que, si me metiese eso, todos me verían raro. La gente que me conoce sabe que voy contra marea, aunque ahora la marea y yo vamos juntas. Ya son muchos años de haber conseguido y encontrado mis corrientes. Ahora las exploro”.
Las corrientes la han llevado hasta De todas las flores, un álbum que esconde una de las composiciones más dolorosas en la vida de su autora. Se trata de ‘Muerte’, escrita a su sobrino Nicolás, fallecido a los 38 años en la montaña. “Murió en su espacio. Amaba la naturaleza. Dejó escrita una carta en la que decía que por lo único que él dejaría su vida sería por la tierra”, cuenta. Ella dice que la canción le llegó de una manera “muy brutal”. “Siento que él necesitaba que hiciera esta canción para entregársela a su madre y cantársela. Las cosas que dice la canción no las entendía. Fue una canción dictada. No la hice yo. La hizo él”, explica.
La naturaleza siempre presente, como esas flores cempasúchil que se ponen en el Día de los Muertos en México. Flores de fuerte aroma y muchos pétalos, adornando los altares. “Son unas de mis preferidas”, cuenta Lafourcade. “También las buganvillas, que son muy guerreras, o las orquídeas, que son exóticas, muy femeninas, eróticas. En México, a las orquídeas las llamamos flores volcán”. Todas representan “la esperanza” y se pueden contemplar en el jardín de Veracruz que ahora habita Natalia Lafourcade. “No hay nada mejor que saber que ese jardín siempre va a estar para mí porque es mío”, dice. Y añade, con ese toque de voz tan natural y lindo: “La vida no va plana. Siempre hay cambios y matices. Todo se va transformando poco a poco, como en las flores”.
Créditos de producción
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.