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Jorge Dioni: “En España el neoliberalismo tiene dos corrientes: el Partido Turístico y el Partido Inmobiliario”

Tras el éxito de ‘La España de las piscinas’, el autor publica ‘El malestar de las ciudades’, un viaje hasta ese centro de la gran urbe que abraza al turista y ahoga al vecino

Jorge Dioni, retratado en el centro de Madrid.
Jorge Dioni, retratado en el centro de Madrid.Gianfranco Tripodo
Miquel Echarri

“¿Os podéis apartar un momento, que yo también quiero hacer mi foto?”. Estamos retratando a Jorge Dioni López en un rincón de la madrileña plaza Mayor y un hombre de mediana edad con un móvil 5G en la mano, tras esperar su turno unos instantes, nos insiste en que acabemos de una vez. No hay acritud en sus palabras, pero sí la velada exigencia del que reivindica un derecho. “Espere un momento”, responde el fotógrafo, “estoy trabajando, ya casi tengo lo que buscaba”. “Oye, que yo me estoy gastando mucho dinero en Madrid y no tengo todo el día”, zanja el (presunto) turista. Quiere su foto, que viene a ser la misma que la nuestra. Y la quiere ahora.

A Jorge Dioni (Benavente, Zamora, 48 años) la anécdota le resulta deliciosa. Cree que ilustra a la perfección una de las tesis centrales de su nuevo libro, El malestar de las ciudades, un ensayo sobre urbanismo, turismo, superficies comerciales y otros accidentes del cuerpo y del alma que publica Arpa Editores. Las ciudades ya no pertenecen a sus residentes. Son escaparates en los que todo está en venta, y los visitantes se sienten accionistas que han adquirido derechos de propiedad. Un rincón de la plaza Mayor susceptible de convertirse en una foto que irá a parar a Instagram es un bien de consumo como cualquier otro, y cuando alguien está invirtiendo una pequeña fortuna en unas vacaciones en Madrid es hasta cierto punto lógico que considere que todo, incluso los encuadres ajenos, le pertenece.

Jorge Dioni, en la plaza Mayor de Madrid.
Jorge Dioni, en la plaza Mayor de Madrid.Gianfranco Tripodo

Minutos después, ante un par de cañas y una tapa de embutido en una terraza del barrio de La Latina, Dioni nos habla del malestar de Madrid, un síndrome difuso pero muy perceptible que podría tener cura “si entre todos encontrásemos la manera de resistirnos al modelo dominante y construyésemos una ciudad un poco más amable y humana que no expulsase a sus ciudadanos a la periferia”. Ese modelo, que describe sin ambages como el “urbanismo neoliberal”, construye ciudades en las que, sostiene, “cada vez ocurren más cosas y vive menos gente”. Según él, Madrid es una urbe “muy terciarizada”, que depende de su capacidad para “captar flujos”, del movimiento permanente, como ya mostró la pandemia: “Si no se mueve, se muere”. Dioni afirma en su libro que Londres y la capital de España son “las ciudades más segregadas y desiguales de Europa”. No es casual: son el fruto de la aplicación del modelo de Margaret Thatcher y Esperanza Aguirre. Es decir, la madre ideológica de la revolución conservadora y su gran albacea en España.

Dioni fue periodista deportivo en el diario Sport. Hoy es articulista, editor y corrector, realiza tareas de comunicación corporativa y da clases de Narrativa en la Escuela de Escritores. Se crio en Benavente, vivió 10 años en el centro de Barcelona y se instaló en 2000 en Parque Oeste, un barrio de nuevo cuño en Alcorcón, muy cerca de Madrid, “pero en una constelación mental algo distinta”. Hace año y medio publicó su primera obra de no ficción, La España de las piscinas, uno de los libros más citados y celebrados de 2021, premio al mejor ensayo del Gremio de Librerías de Madrid. En aquella ocasión, Dioni describía la “periferia azul” (por el color de sus piscinas) de las grandes ciudades españolas, producto del bum inmobiliario y sede de una clase media aspiracional que ha huido de la colmena para abrazar la utopía del suburbio estadounidense, con sus chalés, sus alarmas, sus colegios concertados, su centro comercial y sus hipotecas. Con El malestar de las ciudades, el escritor ha querido recorrer el corto trecho que separa las periferias de sus núcleos urbanos para seguir indagando en cuál es nuestro modelo y cómo condiciona nuestras vidas.

¿Qué tal le han tratado a usted las ciudades?

Me crie en un pueblo grande. Al final de la adolescencia fui a Barcelona y estuve allí 10 años. Viví en el centro, iba andando al trabajo. Hace 23 años me mudé a la periferia de Madrid y aquí sigo. Barcelona me trató bien, disfruté la ciudad. Madrid me fascina y me agobia. Mi barrio periférico me trata muy bien, es una pequeña comunidad con su calle mayor que la vertebra, su comercio de proximidad, su parque público… Un lugar en el que conoces a tu frutero y a tu panadera.

Fue cronista deportivo. ¿Qué le enseñó el fútbol?

El deporte es una gran escuela. Pero tal vez la lección más duradera de esa etapa fue política: viví en tiempo real la emergencia del populismo en la España democrática. A alguien que ha escrito de fútbol en la era de los Jesús Gil, Lopera, Caneda, Cuevas y Del Nido no pueden sorprenderle fenómenos contemporáneos como Bolsonaro o Donald Trump. Lopera llegó a teatralizar la salvación económica del Betis con una falsa llamada en directo en la que daba luz verde al pago de miles de millones de pesetas: “Ya está, hemos salvado al Betis”. Populismo vanguardista de manual.

Dice usted que siempre ha aspirado a escribir ficción, pero el ensayo, la no ficción, se cruza una y otra vez en su camino.

Tengo ahí mi proyecto de novela, aparcado de nuevo, porque estos años leyendo sobre urbanismo y política neoliberal me han atrofiado la imaginación. Una amiga del taller de escritores me recomienda que lea ahora mucha narrativa y, sobre todo, poesía, para desengrasar ese músculo.

El urbanismo neoliberal ha ido apostando por convertir las ciudades en un producto al que se da acceso al que puede pagarlo

¿Cómo se gesta El malestar de las ciudades? ¿Hasta qué punto es hijo del éxito de La España de las piscinas?

Bueno, mi primer libro tuvo una gran repercusión. Eso me dio la oportunidad de viajar por toda España participando en presentaciones, ponencias y actos de todo tipo. Soy más bien introvertido, pero he disfrutado la oportunidad de abrirme al mundo, conocer gente nueva y ver de cerca lugares que apenas conocía. Eso ha supuesto un estímulo para mi curiosidad. Mi abuelo tenía un bar, y de él heredé la costumbre de observar dónde está el trasiego, dónde se reúne la gente, dónde hay actividad económica y qué uso se hace del espacio público. No me planteaba seguir escribiendo sobre modelos urbanísticos porque no soy arquitecto, no soy urbanista. Pero mis viajes llevaron a nuevas reflexiones, y esas reflexiones, a nuevas lecturas, y poco a poco se fue imponiendo la idea de hacer otro ensayo. Primero iba a ser sobre centros comerciales; después, sobre el efecto depredador del turismo, y, por último, encontré en las ciudades, en su apuesta por crecer convirtiéndose en objetos de consumo y expulsando a parte de sus residentes, un escenario de reflexión general que me permitió conectar todos los puntos.

Cuenta usted en su prólogo que uno de los detonantes fue la condescendencia arrogante con la que se suele hablar de la clase media, de sus hábitos y su estilo de vida.

Sin duda. En concreto, el desprecio elitista a los centros comerciales y al turismo, cuando casi todos, en algún momento, somos turistas o consumidores acríticos y frívolos. Hace unos meses se abrió un nuevo centro comercial en Torrejón de Ardoz y fue saludado por la prensa como “un nuevo corral para la clase media”. Pues miren, el centro comercial de mi PAU de Alcorcón es lo más parecido a las calles mayores que conocí en mi infancia, un lugar al que acudes a pasear, dejarte ver y hacer cosas. De hecho, estuve a punto de centrarme en cómo los grandes almacenes habían supuesto una liberación para las mujeres a las que el modelo suburbano estadounidense había encerrado en casa en los años cincuenta y sesenta, esos ángeles del hogar que enloquecían por la soledad y la reclusión, que se atiborraban a ansiolíticos y que encontraron en el mall un lugar en el que podían socializar sin supervisión masculina. Ese es otro libro, sin duda, pero mi interés por el turismo, el gran comercio y, en general, los hábitos de la clase media está sin duda en El malestar de las ciudades.

¿Sin clase media no hay ciudades?

Esa sería una de las tesis del libro. Las ciudades trajeron la democracia y la extensión de la democracia trajo a la clase media. Hoy, cuando debatimos sobre la crisis de esos dos pilares de la sociedad occidental nos resistimos a identificar la verdadera causa, que es el modelo. El urbanismo neoliberal ha ido apostando gradualmente por convertir las ciudades en un producto al que se da acceso al que puede pagarlo. Y como se trata de un producto cada vez más caro, nos hemos acercado peligrosamente al punto de saturación, el momento en que la clase media ya no pueda pagarlo.

Usted lo describe como un proceso de autodestrucción gradual.

Exacto. Si tu apuesta no consiste en producir, sino en vender la propia ciudad, acabarás consumiéndola hasta que ya no quede nada. Ese es el efecto a largo plazo de la especulación inmobiliaria y el turismo masivo, y a eso me refiero cuando hablo de urbanismo neoliberal. El mismo modelo, por cierto, que ha adoptado el país en su conjunto. En el libro explico que la mejor materia prima de España son la propia España y los españoles. No producimos casi nada sólido, exprimimos el territorio y a sus habitantes.

¿Es un proceso reversible?

Sí, por supuesto. Pero no resulta fácil. Para entender por qué el modelo neoliberal lleva más de cuatro décadas siendo hegemónico en nuestras sociedades hay que entender lo audaces, lo revolucionarios y lo inteligentes que fueron sus impulsores y lo bien que supieron venderlo. Hablo de gente como Milton Friedman, un extraordinario divulgador de las ideas de economistas brillantes como Friedrich Hayek, o como Margaret Thatcher, la última gran política marxista de Occidente.

¿Marxista porque se tomó muy en serio la guerra de clases y trazó una estrategia eficaz para ganarla?

Claro. Pero también porque utilizó la economía como herramienta para una transformación social revolucionaria. Ella misma lo dijo: no le importaban los resultados económicos ni a corto ni a medio plazo, quería transformar la cultura y las mentalidades. Aspiraba a imponer los valores de la clase media conservadora, de su padre, pequeño tendero de Birmingham. De la misma manera que los bolcheviques y Stalin crearon al Homo sovieticus, Thatcher creó al moderno Homo britannicus o, si lo prefieres, a nivel más universal, al actual Homo economicus.

Insiste usted también en que las ideas neoliberales triunfaron porque eran sexis. Eran un buen producto, adaptado a las necesidades de sus clientes potenciales.

Vendían la promesa de una vida mejor. ¿Cuál era el horizonte vital que te ofrecían las políticas keynesianas de ese periodo de estabilidad que consolidó los Estados sociales entre el fin de la II Guerra Mundial y la crisis del petróleo? La cultura del esfuerzo, el sentido comunitario, un trabajo para toda la vida… Como alternativa, el neoliberalismo ofrece aventura, iniciativa, individualismo, la posibilidad de enriquecerse persiguiendo tus sueños. Es la lógica romántica del individuo excepcional contra la masa. Es Billy Elliot, el hijo del huelguista que quiere bailar y que consigue que su padre dé la espalda a la ética de clase obrera y se convierta en un esquirol para ayudar al muchacho a perseguir su sueño. El padre representa lo caduco, lo obsoleto. Billy Elliot es un personaje que encaja a la perfección en la moderna literatura de autoayuda.

En España, el partido neoliberal tiene dos corrientes principales: el Partido Turístico y el Partido Inmobiliario

De alguna manera, todos queremos bailar, todos tenemos miedo a que se nos perciba como caducos y obsoletos. Usted afirma que el partido neoliberal tiene un comité central bien organizado, pero que su verdadera fuerza radica en sus muchos millones de militantes, que somos, en uno u otro momento, casi todos nosotros.

Sí. Y en España, el partido neoliberal tiene dos corrientes principales: el Partido Turístico y el Partido Inmobiliario. Gran parte de nuestros empleos dependen directa o indirectamente del turismo, y en cuanto adquirimos una propiedad empezamos a pensar más como propietarios que como padres o futuros abuelos de ciudadanos que heredarán el país que les dejemos. Nos convertimos en cómplices de un modelo que genera desigualdad y degrada el territorio.

¿Qué hacemos entonces? ¿Cambiamos la música? ¿Dejamos de bailar?

Dejar de bailar casi nunca es una opción. La mayoría de las personas tenemos un margen de maniobra limitado. Podemos optar por la desconexión radical, por estilos de vida alternativos, pero los héroes contraculturales son cuatro, el resto aspiramos a vivir lo mejor posible con las cartas que nos reparte la vida. Sí, podemos tratar de organizarnos y hacer un esfuerzo colectivo para cambiar la música, pero pensemos que cualquier alternativa con posibilidades de éxito debería ser al menos tan ambiciosa, tan atractiva y tan audaz como fue el neoliberalismo en su fase emergente. Y eso es difícil.

El filósofo Mark Fisher decía que vivimos la lenta cancelación del futuro, que nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

Tampoco quiero caer en una deriva melancólica. Siempre hay cierto margen de resistencia. Hay varias esferas: la política, el pensamiento, el activismo… La participación en movimientos vecinales, el pensamiento crítico, el intercambio de conocimiento y tantas otras actividades pueden ayudarnos a vivir en ciudades mejores. Pero la sustitución del actual modelo por otro más redistributivo, menos depredador, llevará su tiempo. Si es que ocurre.

¿Hay algún contramodelo de éxito, algún ejemplo concreto de ciudad que esté proponiendo algo distinto y viable?

Bilbao me parece un ejemplo de modelo neoliberal atenuado. Construyeron el Guggenheim, apostaron por el efecto atracción de la llamada arquitectura milagro, pero a renglón seguido trazaron una estrategia de regeneración urbana que pasaba también por reindustrializar la ciudad. Y me interesa el caso de Pamplona, la que fue durante mucho tiempo la ciudad española con mayor proyección internacional. En julio, durante los sanfermines, se convierte, obviamente, en una locura, pero el resto del año es una ciudad equilibrada y bastante humana, en la que la gente se toma sus vinos relajada en los bares de la Estafeta. Han encontrado un cierto equilibrio sin salirse del modelo, pero adaptándolo y matizándolo.

Jorge Dioni.
Jorge Dioni.Gianfranco Tripodo

En El malestar de las ciudades abundan las conexiones insólitas fruto de esas tormentas mentales. El libro nos pasea por la Baltimore que sirvió de modelo a Pasqual Maragall mientras urdía su plan maestro para transformar la Barcelona de los primeros ochenta, pero aborda también el ocaso de la socialdemocracia (“italianos y franceses optaron por prescindir de ella y hoy, en el espectro político tan crispado y convulso que se les ha quedado, la echan de menos”) o habla de fútbol (“la Premier es una perfecta metáfora de cómo el modelo neoliberal se apropia de todo menos, de momento, del patrimonio sentimental: los clubes ya no pertenecen a sus socios, sino a fondos de inversión, oligarcas y jeques, pero símbolos como la bandera o el escudo se blindan para dar al aficionado un vínculo emocional y un cierto sentimiento de pertenencia”). También propone una estrategia de resistencia a la deriva neoliberal de las ciudades que va mucho más allá de los lugares comunes progresistas: “Hay que encontrar la manera de atraer a la gente de orden. A conservadores y nacionalistas periféricos que quieren vivir en sociedades con textura y arraigo, con conciencia comunitaria, y aspiran a preservar su cultura, sus costumbres, su lengua, su idiosincrasia local. Su modelo. Hay que explicarles que, si apostamos por seguir convirtiendo la ciudad, el territorio, en un producto que se pueda vender en un mercado desregulado, nada de eso va a poder conservarse”.

Su libro se cierra con una especie de manifiesto exprés, una hoja de ruta para intentar articular sociedades más humanas: “Trabajo garantizado, semana laboral de cuatro días, jornada de seis horas, salarios y patrimonios mínimos y máximos”.

Es un intento de ofrecer algo de aire, porque entiendo que mi diagnóstico de la actual situación puede resultar un tanto fúnebre. Quería dejar claro que hay alternativas, que hay proyectos que podrían marcar diferencias muy sustanciales, como la apuesta por cooperar más y competir menos, por repartirnos el trabajo y por preservar del mercado lo que nos resulta valioso y consideramos que debe preservarse.

Sin embargo, la receta que triunfa ahora mismo para canalizar el malestar de nuestras sociedades parece más bien cerrar la puerta.

Sí, las políticas de exclusión, el nativismo, el racismo, el particularismo identitario, están de moda. Como no parece factible un debate serio sobre equidad, sobre cómo nos repartimos entre todos el espacio y los recursos de que disponemos, muchos se están dejando tentar por esa lógica de cerrar la puerta. En la guerra del último contra el penúltimo, al penúltimo se le recomienda que agite bien la bandera, porque es su manera de demostrar que cuando llegó el último él ya estaba. Y lo cierto es que en el modelo neoliberal llevado a sus últimas consecuencias no cabemos todos. En mi opinión, la clase media no ha entendido aún que ese espacio de exclusión tiende a ampliarse y que, si insiste en cerrar la puerta, al final va a ser ella quien se quede fuera. Lo estamos viendo en las ciudades.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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