Muere Margaret Thatcher
La Dama de Hierro, histórica líder del Partido Conservador británico y primera ministra entre 1979 y 1990, fallece a los 87 años
Nació como la hija de un tendero del centro de Inglaterra y murió de forma discreta y pacífica en una habitación del Ritz de Londres, víctima de un derrame cerebral que ponía punto final a 10 años de mala salud, decenios de polémica política y 87 años de vida y de historia. Era Margaret Thatcher, la primera mujer que alcanzó, en 1979, el cargo de primera ministra británica, quizás la primera mujer que ha tenido realmente poder en estas islas desde que Isabel I reinaba en 1603, al decir de algún reputado comentarista político. Desde luego, la mujer que ha condicionado la política británica de los últimos 35 y años y quizás también los próximos 35.
“Hemos perdido a una gran primera ministra, a una gran líder, a una gran británica”, declaró el primer ministro David Cameron, al que la muerte de Thatcher le sorprendió de visita en Madrid. Los funerales, con honores militares pero sin rango de Estado, se celebrarán en la catedral de San Pablo.
Thatcher no fue la primera ni ha sido la última persona que alcanzó la cúpula del Partido Conservador desde orígenes humildes. Antes lo había hecho Edward Heath y luego lo conseguiría John Major. Pero su llegada al liderazgo tory en febrero de 1975 supuso una auténtica revolución: no solo porque rompía la tradicional hegemonía de líderes elitistas y acomodados, sino porque a pesar de su voz más bien desagradable, oratoria regular y atractivo discutible, encarnaba todo lo que se suponía que debía ser un genuino miembro del Partido Conservador británico: un patriota que creía en la familia, en Cristo y en el progreso con el sudor de la propia frente. Es decir, que creía que el progreso personal llega de la mano del esfuerzo y la responsabilidad individual y no gracias a la herencia recibida o a la generosidad del Estado. A cada uno según sus méritos, no según sus necesidades.
Esa filosofía, esencia de la creencia del verdadero tory en el esfuerzo (y la responsabilidad) individual, se conjugaba en el caso de Thatcher con una obstinación personal casi ilimitada y un margen para el compromiso más bien escaso, aunque no completamente inexistente. Y cuando llegó al poder en 1979, se puso manos a la obra de la mano de un programa de política económica salvaje: las nacionalizaciones se convirtieron en privatizaciones, el tipo máximo del IRPF cayó del 83% al 60% y luego al 40%, se disparó el IVA, se recortaron los gastos sociales, la sanidad, el transporte público, las subvenciones a la industria. Thatcher se enfrentó al poder establecido, incluido el de los sindicatos y en particular los mineros. Y empezó a cerrar empresas deficitarias.
Muchos pobres creyeron hacerse ricos porque pudieron comprar sus viviendas sociales. Pero el resultado de aquella cirugía thatcherista que según ella no tenía alternativa, fue la multiplicación del paro y la pobreza, la división del país, el malestar social.
El general Leopoldo Galtieri llegó al auxilio de Thatcher con la invasión de las Malvinas en 1982. Allí, en una guerra que quizá pudo haberse evitado y dejó miles de muertos, Margaret Thatcher se convirtió para siempre en la Dama de Hierro y en un mito. Nada reanima más a estos isleños que una patriótica victoria militar: las Malvinas convirtieron en triunfo histórico las elecciones generales de 1983, que los conservadores daban por perdidas antes de la invasión de aquel olvidado archipiélago del lejano Atlántico Sur.
El ejército minero fue aplastado en Gales como el argentino había sido aplastado en las Malvinas. El thatcherismo empezó a convertirse en la doctrina de la política británica. Los laboristas concluyeron que jamás volverían a ganar las elecciones con un programa tradicional de izquierdas y abrazaron el centrismo. Ese es el mayor legado de Thatcher: eliminar las barreras ideológicas entre derecha e izquierda. Desde entonces, solo hay matices: todos acatan el principio del equilibrio en las cuentas públicas, la pelea se reduce al calendario, a la “intensidad y ritmo” de los ajustes.
La gran pregunta es: ¿ha transformado todo eso la economía británica? La economía británica se ha transformado, pero no está claro si eso se debe a Margaret Thatcher y si la Dama de Hierro ha logrado imponer sus principios de que a cada cual según sus méritos o su lema de que “no existe esa cosa llamada sociedad”.
Quizás paradójicamente, su revolución económica no significó la creación de un país mucho más eficiente. Detrás del espejismo del poderío financiero, cuyos cimientos de barro han quedado al descubierto desde la crisis financiera, Reino Unido sigue viviendo del tirón del sector público, con profundas diferencias entre el norte y el sur. Su dogmatismo le llevó a negar la necesidad de la presencia del Estado en muchos ámbitos de la vida cotidiana, llevando a un profundo deterioro de servicios públicos esenciales como Sanidad, Educación y Transporte. Pero el debate sobre hasta dónde ha de intervenir el Estado para proteger a los más pobres está estos días tan vivo como en los años ochenta. Y aún hoy la política económica y presupuestaria es en gran parte consecuencia de los recortes que durante años sufrieron los servicios públicos en tiempos de Thatcher.
La Dama de Hierro siempre ha dividido a los británicos. Hay neutrales, pero el país aún se divide en thatcheristas fanáticos y antithatcheristas irreductibles. No parece que eso le molestara mucho a ella. Siempre llevó la división en la sangre política. Pero no fue una gobernante completamente inflexible. Pese a que no le avergonzó practicar la guerra sucia contra el IRA y se salvó de milagro de la bomba del hotel de Brighton con la que los terroristas norirlandeses esperaban haberla asesinado en 1984, fue luego capaz de sembrar la semilla del proceso de paz de Irlanda del Norte con la firma del Acuerdo Anglo Irlandés, por el que Londres admitía por primera vez el principio de una Irlanda unida si así lo aceptaban los habitantes del Ulster.
Y pese a que acabó convirtiendo la construcción europea en una obsesión y en el cáncer que carcomió la unidad de los tories y su propio liderazgo, eso no le impidió firmar el Acta Única y ceder más soberanía a Bruselas que ningún otro primer ministro británico. Un pragmatismo que dejó entrever igualmente en sus relaciones con Mijaíl Gorbachov porque veía en él al hombre capaz de acabar con la Unión Soviética.
Su mundo estaba a menudo dividido en buenos y malos. Entre los malos, quienes no pensaban como ella; sobre todo, los de su propio partido. Entre los buenos destacaba, muy por encima de todos, su marido, Denis, el hombre que muchas noches la esperaba hasta tarde en el apartamento de Downing Street con dos vasos en la mano: uno con una muy generosa porción de whisky para ella, otro con un gin-tonic para él.
Denis se había enamorado de ella cuando era una jovencita recién graduada en Oxford que aspiraba a meterse en política. Él siempre admiró en ella su profundo sentido común, su enorme capacidad de trabajo, su obstinación. Él, hombre de negocios con fortuna, se convirtió en su gran padrino político. De su mano llegó a los Comunes por el escaño seguro de Finchley en 1959. Junto a él alcanzó el sueño de Downing Street. Y él fue quien le pidió que lo dejara cuando el partido ya empuñaba el cuchillo: “Déjalo antes de que te hagan daño”, dicen que le dijo. Y lo dejó. Denis se fue del todo hace ya diez años. Ella murió ayer. Un poco antes de lo que algunos esperaban. Pero ya lo tenía todo hecho. Solo el tiempo dirá si lo que hizo valió realmente la pena.
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