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Pamplinas
Columna
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La palabra cancelar

Solíamos pensar que lo que alguien decía lo definía; ahora creemos que lo que dice define al mundo

Una manifestación por la libertad de expresión, el 16 de septiembre de 2019.
Una manifestación por la libertad de expresión, el 16 de septiembre de 2019.Getty Images
Martín Caparrós

Un fantasma recorre el mundo: la amenaza de la cancelación. ¿Se acuerdan de cuando cancelábamos una reserva para comer, un vuelo a Barcelona, una deuda en el banco? Ahora, en cambio, cancelar es ejercer todo el poder del lugar común para conseguir que los que no lo respetan se callen la boca.

La palabra cancelar viene, por supuesto, del latín: cancellare era encerrar entre rejas, enrejar. A veces las etimologías son discretas: esta es un grito. De allí mismo viene, por ejemplo, la palabra cárcel.

Ya todos, por desgracia, lo sabemos: la cancel culture, la cultura de la cancelación, es un aporte de ciertos ámbitos “progres” —woke— norteamericanos que decidieron que la libertad consistía en que ellos decidieran qué se podía decir y qué no, qué hacer y qué no, porque suya era la moral y la superioridad. Y que, entonces, todos los que dijeran o hicieran lo otro merecían su castigo. Coinciden, en eso, con sus vecinos cristianos, que consiguen eliminar miles de libros de las bibliotecas públicas so pretexto de que son “obscenos” o “blasfemos” o esas cosas.

Es curioso: hacía mucho que muchos habíamos dejado de creer en la palabra eficaz. La palabra eficaz es aquella que —supuestamente— produce efectos en la realidad, y nada fue tan decisivo en la construcción de esas magias que, según su éxito, a veces llamamos religiones. Desde siempre los brujos dijeron palabras que debían sanar enfermos, atraer lluvias, derrotar enemigos. Y aquel dios de nosotros los judíos no necesitó más que su palabra eficaz para crear el mundo: “Hágase la luz, dijo, y la luz se hizo”. O su hijastro, para dar la vida: “Levántate y anda”. Desde entonces, sus creyentes creyeron que sus palabras también producían hechos y las cuidaron, se cuidaron: las temían.

Pero hace pocos siglos empezamos a entender que las palabras armaban relatos y conceptos que podían tener ciertos efectos pero no producían la realidad inmediata. Una de las bases de la famosa libertad de expresión fue esta conciencia de que decir, al fin y al cabo, no es tan peligroso. Fue una época de cierta racionalidad, en que se podía hablar, debatir, disentir, mofarse, desdeñar, ser desdeñado. Y las palabras fuera de lugar eran incluso celebradas: mostraban que había un lugar y que no siempre era bueno y que se podía tratar de cambiarlo.

Pero llegó la era de la víctima, y todo eso terminó. Ahora que no sabemos qué queremos pero sabemos muy bien qué no queremos, nuestr@s héro@s son es@s que sufren lo que querríamos evitar: la violencia, la discriminación, más modos de la desigualdad. No hay nada más prestigioso, en nuestros tiempos, que ser víctima. Planea la sospecha de que si alguien no fuera víctima de nada sería cómplice de los victimarios, entonces todos quieren ser víctimas de algo —con lo cual la lista de las ofensas se estira como un chicle viejo. Y se han armado grandes estructuras alrededor de la idea de proteger a las posibles o supuestas víctimas. Lo cual incluye rechazar y perseguir cualquier palabra que no las trate como tales: negro, gorda, puto, sudaca, moro, boba, etcétera —etcétera también, pero menos.

Entonces, la masa amasada y aglutinada por la felicidad del lugar común ejerce su poder y cancela: silencia al que dice cosas que no le parecen “correctas”. Igual que cualquier comunidad religiosa que excomulga al blasfemo, prohíbe palabras como si callarlas cambiara algo más allá de sus oídos. Como si no decir “nigger” lograra que los negros norteamericanos no murieran, en promedio, cuatro años antes que sus vecinos blancos. Como si no decir “gordo” impidiera que la industria alimentaria llenara sus envases de porquerías grasientas. Como si no decir “sudaca” nos consiguiera los papeles.

Lo más curioso, más allá de tanta tontería, es que hayamos recuperado esa vieja creencia de que la palabra crea la realidad. Solíamos pensar que lo que alguien decía lo definía; ahora creemos que lo que dice define al mundo. Si un energúmeno o un cómico o mi tía Porota dice negro puto está describiéndose a sí mismo como alguien que, por razones muy variadas, quiere decir esas palabras —y lo podemos despreciar porque las diga. Si no puede decirlas nunca sabremos qué pensaba realmente: es solo un cobarde que prefiere no meterse en líos. Pero, sobre todo, el mundo no cambia porque alguien hable; cambia, si acaso, la idea que su mundo se hace de ella o él, como cambia —levemente— cada vez que alguien dice algo.

Cancelar, en síntesis, es cancelar dos o tres siglos de laicismo: volver a aquella vieja idea mágica/religiosa de la palabra eficaz. Justo cuando empezábamos a creer —oh gordos cholos bobos locos— que ya podíamos hablar.

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