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Pamplinas
Columna
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La palabra escritor

Resume y supera a cualquier otro elogio. Por más vueltas que le intente dar, para mí esa palabra sigue siendo un título

Jorge Luis Borges en 1977.
Jorge Luis Borges en 1977.Sophie Bassouls (Sygma / Getty Images) (¡)
Martín Caparrós

La palabra escritor todavía me parece distinta de la mayoría: a veces noto que, cuando la digo, pronuncio diferente. No hay muchas palabras que haya respetado tanto, a lo largo de mi vida. Sé que es tonto, pero escritor, para mí, no es una descripción sino un título de nobleza, no un sustantivo sino un adjetivo.

Y sin embargo un escritor, al principio, era un burócrata de arcaicas oficinas. La primera imagen conocida de alguien escribiendo es un escriba: un pelado egipcio en flor de loto que toma notas de algo que alguien —demasiado importante como para compartir con él la escena— le dicta. Durante mucho tiempo, la palabra scriptor se aplicó sobre todo a esos copistas —griegos, romanos, medievales— que inscribían las palabras de otros. (Y los franceses todavía dicen écrivain, que se parece demasiado a “escribano”, el sinónimo sudaca del español “notario”).

Quizá por ese origen modesto un escritor es lo contrario de un autor. Un autor es, según los diccionarios, alguien que crea o mejora algo —un texto, un bebé, una represa, un médico en potencia— y eso, supuestamente, le confiere la “autoridad” de que ese texto, ese hijo, esa represa, ese médico en acto tengan, de algún modo, que seguir obedeciéndole. Ser autor crea autoridad, en la más noble de sus acepciones —que, aun así, sigue siendo autoritaria. Yo sé, yo lo hice, yo mantengo el control. Un escritor es todo lo contrario.

Un escritor, si lo es, no intenta imponer nada: ofrece materiales para que cada cual los malee —es bonito malear— como mejor le venga. Un escritor es alguien que pierde cualquier autoridad sobre lo que hizo, lo que hace. Y, sin embargo —o por eso mismo—, nada podía parecerme más deseable. Tanto, que me asustaba la palabra.

Sé que es otra tontería, pero ya había publicado 10 o 15 libros y sin embargo, en ese momento de extrema verdad que son los formularios de migraciones, seguía sin escribir en la casilla de la profesión la palabra escritor. Escritores eran otros, Quevedo, Borges, Shakespeare, Cervantes, Tolstói, Rulfo, Woolf, Proust, Perec, Safo de Lesbos, Catulo, Sófocles, Sor Juana, Juan de Patmos, Dos Passos. Y algunos más, faltaba más, pero no yo. Recién hace unos años, ya cumplidos los 50 y con más de 30 libros publicados, me resigné a un silogismo oportunista: “Bueno, pibe, sos un escritor. Serás un mal escritor, pero escritor al fin”.

Fue una traición: le quité a la palabra su sentido adjetivo, acepté que se pudiera ser escritor y malo al mismo tiempo. Cada vez que lo recuerdo siento un leve escozor en los pulgares. Era, además, una mentira: hay muchos que escribimos; hay pocos escritores. Escritor es el que hace con las palabras o las historias o las estructuras algo que otros no habían hecho; los demás somos como aquel escriba egipcio por los suelos, tomando las palabras que nos dicta el tiempo, el interés, la falta de talento.

Y por suerte un escritor, en general, no sirve para nada. Es mucho más útil una buena médica de urgencias, un padre que trabaja como un perro, los bomberos. Incluso repensando mi vida: seguramente habría sido más interesante ser físico o biólogo y, si quería contar historias, el cine y sus engendros son las formas más presentes de hacerlo. Así que a veces me río de ese respeto idiota por esto que hacemos, pero yo me convencí desde el principio de que no podía aspirar a nada mejor. Supongo que queremos ser escritores los que nos fascinamos con lecturas tempranas y solo podemos pensar que querríamos hacer cosas como ésas, producir en otros esa misma fascinación que nos secuestra.

Así que sigo creyendo que escribir es algo especial y que ser escritor es una especie de privilegio —para quienes lo logran. En las plazas de toros —con perdón—, cuando un torero es demasiado bueno le gritan, como encomio mayor, que es lo que es: “Torero, torero”, corean, y él sabe que lo ha hecho. No se precisa un adjetivo: el sustantivo alcanza. Quizá sea cierto que lo mejor que se le puede decir a alguien es que es lo que pretende ser. A mí me sucede: cuando alguien es notoriamente bueno, diferente al hacer esto que hacemos, el reconocimiento más extremo que se me ocurre está muy claro: “Es un escritor” o “Es una escritora”, digo, y eso, para mí, resume y supera a cualquier otro elogio. Por más vueltas que le intente dar, por más traiciones, para mí esa palabra sigue siendo un título.

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