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Pamplinas
Columna
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La palabra español

La disyuntiva es simple pero un poco brutal: ¿cómo se llama el idioma en que escribo estas líneas?

Un asistente durante la segunda jornada del IX Congreso Internacional de la Lengua Española que se celebró en Cádiz.
Un asistente durante la segunda jornada del IX Congreso Internacional de la Lengua Española que se celebró en Cádiz.Jorge Zapata (Efe) (EFE)
Martín Caparrós

Hay nombres que no nombran del todo porque pueden nombrar cosas tan distintas que terminan por no nombrar nada. Nombres que son materia de debates y malos entendidos, reyertas y querellas. La palabra español suele ser uno de ellos.

La palabra español es antigua. Dicen que la inventaron los fenicios que ocuparon estas costas hace 2.500 años y que significaba “tierra de conejos”, y que los romanos que la conquistaron después representaban a Hispania como una conejera: Terra cuniculosa la llamó el gran Catulo —y, en su boca, la palabra cunis valía toda una lengua. Después la marca quedó olvidada por cambio de dueño y empezó a reaparecer, lenta, dubitativa, hace unos pocos siglos, cuando una familia alemana, primero, y otra francesa gobernaron estos feudos.

Pero todos los historiadores coinciden en que la primera vez que se proclamó oficialmente fue en la Constitución de Cádiz, 1812, cuando los liberales que no querían familias en el mando definieron a la “Nación española” como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. En el otro hemisferio ya eran cada vez menos y las Cortes de Cádiz fueron disueltas y reprimidas por los Borbones que ahora reinan, pero el nombre quedó.

Y desde entonces. Vivimos en un país que se llama España, colmado de españoles que quieren o no quieren serlo, que se enorgullecen o se avergüenzan de serlo —pero incluso los que se jactan tienen que convencerse. Se diría que no deben creérselo del todo, porque precisan repetirlo varias veces: yo soy español español español, cantan para darse ánimos.

Frente a una historia de brazos desplegados, frente a las culturas y conjuras y calenturas que tironean el Reino, “español” es un concepto en liza. Pero en ningún campo se discute tanto esa palabra como en el de la lengua. La disyuntiva es simple pero un poco brutal: ¿cómo se llama el idioma en que escribo estas líneas?

Yo siempre creí que se llamaba castellano. Cuando era chico, en la escuela, me enseñaban “lengua y literatura castellanas”, no españolas —porque estudiábamos más a Sarmiento y Martí y sor Juana que a Unamuno, más a Neruda y Rulfo y Borges que a Miguel Hernández. Y decir “español” nos habría sonado, lógicamente, al producto de un país llamado España. Pero me he encontrado, aquí y ahora, con que muchos dicen que hablan español y defienden ese nombre.

En Ñaméricaformerly known as “Hispanoamérica”— muy pocos hablaban “español”. De mi lado del agua siempre hablamos castellano, aunque ahora la palabra español se haya abierto camino. En estas décadas la impulsaron los norteamericanos, que dicen “spanish” porque su idioma no usa la palabra “castillan”. Español, en Ñamérica, es casi un anglicismo.

Y el nombre fluctúa y se discute y aparecen las razones históricas y políticas. Castellano es, en última instancia, el nombre del dialecto de una región que se extendió, pero no alude a ningún país actual. Español es lo contrario: el gentilicio y adjetivo de lo que pertenece al Reino de España. Es lógico —sería lógico— que 420 o 430 millones de señoras y señores de 20 países no quieran pensar que hablan la lengua de otro.

Es fuerte. Una consecuencia de los siglos coloniales es que el globo rebosa de países que hablan idiomas que llevan el nombre de su conquistador: el inglés y el francés, por supuesto, y por supuesto el español. En un mundo donde se reivindican todo el tiempo identidades mucho menores frente a afrentas tanto más tenues, no parece que los países excolonias se interesen todavía por llamar a la lengua que hablan con un nombre propio.

Puede ser una tontería —o una gilipollez o una pelotudez o una huevada o una pendejada— pero quizá llegó la hora de empezar a pensar un nombre para esa lengua que no sea el nombre del país que la impuso. Un nombre común, si se puede —sería bueno subrayar esa originalidad absoluta, 20 países capaces de entenderse en una lengua—, pero uno que no sea el nombre de uno, el nombre de otro.

Yo, por supuesto, propondría el que uso desde hace unos años: ñamericano. Donde la eñe, ese estandarte de nuestro idioma, modifica la noción de americano para volverla nuestra. Pero esa es solo una opción mala. Seguro que puede haber mejores: la cuestión es decidirnos a buscarla. Y así, algún día, sabremos qué idioma hablamos, cómo se llama nuestra lengua.

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