Un ejército de la fe en el polígono de la prostitución en Madrid: “Pastor, ¿Dios existe? No sé quién es”
La colonia Marconi, conocida por el tráfico de drogas y la prostitución callejera, acoge desde hace años en la iglesia Fuente de Vida Center a miles de evangelistas, una comunidad en auge que ha despertado el interés de los partidos ante las municipales
Al llegar al solar abandonado, Ignacio Miguel frena en seco para evitar un accidente. Los gatos están hambrientos. Dan vueltas alrededor de una alcantarilla defectuosa. White snow, la China y el Negro oxidado saben que es la hora de cenar. Hoy degustarán un fresco jamón de York del Mercadona recién comprado si Miguel, de 60 años, logra al fin bajarse de su bicicleta gris de segunda mano. Acaba de sufrir un fuerte esguince de rodilla.
La noche funde de negro este lugar siniestro en la calle San Norberto del polígono Marconi de Madrid. Los felinos rebañan las sobras cuando de pronto, una cruz de cuatro metros de altura se ilumina con luces de neón azuladas. Miguel no se inmuta, hace tiempo que dejó de creer. Recoge sus plásticos y los echa en la bolsa de basura de Golli, una prostituta veterana dueña de esa esquina. Varios segundos después, reflexiona:
—Si lo piensas, es como una brújula en medio de este lumpen, ¿no?
—Para los que andan perdidos.
—No es mi caso. Pero ahí es a donde llegan los evangelistas de los que tanto se habla. Los que van buscando el norte caminan hacia el sur, muchacho. Hacia el deep south: lo último de Madrid—, anuncia antes de marcharse por un camino de farolas fundidas.
Miguel sabe bien de lo que habla. Al otro lado de esa fachada de ladrillos color ocre y ventanas protegidas por barrotes se esconde la iglesia Fuente de Vida Center. Incrustada entre una nave industrial con tráfico de drogas y unas chabolas habitadas por toxicómanos, el templo es el lugar sagrado para un ejército de almas atraídas por el protestantismo evangélico que desde hace 17 años no ha parado de crecer a lo largo de esta calle. Cada fin de semana, más de 1.500 personas entran y salen por la puerta automática del edificio para purificar su espíritu y redimir sus pecados.
“Lo mejor aún está por llegar”, asegura Alejandro, el pastor de 28 años encargado del culto de los sábados, mientras tres adolescentes trasladan al exterior una pequeña maqueta con forma de estadio de béisbol encerrada en una vitrina. “Este es nuestro sueño, aunque sea un imposible”, dice señalándola y haciendo alarde de esos eslóganes propios del coaching motivacional que estudió on-line en una universidad estadounidense. Padre de tres hijos, su estilo urbano y moderno —sudadera, pantalones anchos y zapatillas de marca— dista mucho del resto de gurús de la fe, algo que le sirve para acercarse a los más agnósticos: los jóvenes. A su alrededor, una veintena de chicos y chicas se amontonan en el patio con una mano apuntando al cielo y otra en el cristal de la miniatura. “¡Gloria a Dios!”, gritan al unísono.
Tras el acto, juntos se dirigen al interior del templo donde esperan la palabra del señor en un nuevo capítulo de la serie Desbloqueado, una especie de jornadas juveniles para ahuyentar los males interiores de los chavales. “Satanás, tu diablito y cada día el de más gente, te ha bloqueado”, “666k followers” puede leerse en la pantalla gigante que preside la sala, donde se simula un perfil falso de Instagram atribuido al diablo mientras Álex rapea desde el escenario sobre una base de reggaeton.
“A la gente hay que hablarle con palabras que pueda comprender. Esta generación está acostumbrada al contenido diario, a la puesta en escena, a la música… Como el apóstol Pablo, mi fin no es la forma, me da igual el cómo, lo que quiero es que el mensaje llegue a quien nos interesa. Si hay que hablarles a través de Instagram, se hace”, afirma Álex sobre los nuevos métodos de comunicación. “Esto es lo que engancha”, confiesa Heimy Cordada, de 22 años. “El primer verbo del Génesis es creó , Dios siempre fue un artista. En las iglesias católicas no hay creatividad, no hay progreso. Es normal que nadie que sea joven quiera ir. Viven en otro siglo”, finaliza esta estudiante de Turismo.
Todos agitan sus pies, sus manos, sus cabezas, hasta que la canción rompe y estallan en gritos y sollozos. El culto es, en realidad, un concierto con la última tecnología al servicio de la fe. Todo se retransmite en streaming a través de tres cámaras de estudio y seis móviles con señal NDI, dos de ellos amarrados con celo a unas grúas portátiles.
Varios sonidistas controlan la acústica desde la mesa de mezclas, así como tres técnicos supervisan el vídeo desde el estudio de producción y otro se dedica a montar el videoclip de la jornada para proyectarlo antes del final. “Si mi vida fuera un videojuego, si pareciera que esta pantalla se ha acabado… mientras Dios no haya acabado conmigo, ¡hay salida!”, exclama una joven que toma la voz cantante. “¿Qué le vamos a razonar a Dios? ¡Hay que creer en Dios y punto!”, implora.
A pesar del esfuerzo de los pastores, no siempre se conecta con el Espíritu Santo con la misma incondicionalidad. Ángel Torres, de 18 años, parece menos entusiasmado que el resto. Desde un discreto segundo plano contempla el espectáculo por primera vez. “Ya no creo, soy débil”, comenta en voz baja, hablando casi para sí mismo. El culto acaba, y a la salida del urinario, Álex y el joven se cruzan por azar. Ambos acaban sumergiéndose en un debate existencial al tiempo que degustan un bizcocho con chocolate caliente.
—Pastor, ¿tú eres feliz?
—No soy feliz. Soy pleno.
—Entonces, ¿no estás triste, pastor?
—La tristeza viene a veces.
—Yo estoy triste, pastor. No veo a Dios. ¿Dios existe? No sé quién es.
—Si quieres superar algo, tienes que limpiar tu círculo. Tienes que ser sabio, Ángel.
—Es difícil alejarte de quien quieres para acercarte a Dios. De verdad que lo intento, pero no lo encuentro.
Silencio de ambos.
—Y entonces, ¿todo viene de la nada? No sé, eso atenta contra las leyes de la física. Hay que creer. Yo sé que nací para esto. Busca tu norte en Dios, Ángel, las puertas están abiertas.
—Yo creo, pastor, que la gente inventa un dios porque no son capaces de creer en sí mismos.
Desde Argentina
La iglesia Fuente de Vida Center llegó a Madrid en el año 2001 procedente de La Rioja, una provincia de 300.000 habitantes en el norte de Argentina. Allí, Osvaldo R. Zapata, un hombre de negocios con cierto éxito en el sector de la mecánica de automóviles, sintió la llamada del Señor. Tras un tiempo pastoreando por la región andina junto a Luisa de Zapata —su mujer—, cuenta la leyenda que una mañana se acercó hasta la casa una señora desconocida que lo instó a venir a España y continuar con su misión, o de lo contrario, caería gravemente enfermo.
Osvaldo, descreído, se negó, hasta que al cabo de un tiempo sufrió una parálisis facial y entonces sí, desembarcó en Madrid. Comenzaron en Vallecas a principios de los 2000 cuando la población latinoamericana se asentó en el sur de la capital. Actualmente, cuentan con otras cuatro sedes más, en Arganda, Villaverde, Parla y San Sebastián de los Reyes, con un total de 2.000 miembros entre todas ellas. Osvaldo falleció recientemente y al frente se quedaron Javier Zapata, su hijo, y Eugenia de Zapata, la mujer con la que este lleva 29 años casado.
Juntos forman el dúo encargado de atraer a las almas de sus feligreses. Son los protagonistas indiscutibles, los líderes. Su oratoria es muy superior a la del resto. Cada palabra, cada frase, cada gesto es aplaudido. En su pequeño microcosmos, son dioses que obran el milagro divino. Javier se muestra accesible en todo momento, y para empatizar con el público invita a los presentes a contar sus pecados. Un hombre robusto sale entre lágrimas y agarra el micrófono.
“Yo vengo de un mundo de brujerías, de drogas, de pornografía, de ser un mujeriego. Quería ser como mi padre: un sicario. Si tenía que apuñalar, apuñalaba, si tenía que robar, robaba”, cuenta. Javier, que hasta el momento había mantenido la distancia, se acerca a él y tras unos segundos de pausa, le mira fijamente a los ojos y le agarra la cabeza. “¿Y ahora? ¿Ahora qué, pecador?”, le pregunta en alto. “¡Ahora ya no!”, grita él antes de que el batería haga un redoble de platillos y los demás alcancen el éxtasis, que terminará con muchos de ellos desplomados por el suelo de moqueta.
La continuidad en el tiempo de este tipo de iglesias no siempre resulta cuestión de fe. Los alquileres de los locales cada vez son más caros y esto dificulta su subsistencia. En Fuente de Vida tienen organizado un sistema de diezmos para los miembros, aportando cada uno en función de su capacidad económica.
Además, al final de cada culto, un grupo de ujieres se coloca a los pies del escenario para que los nuevos y los veteranos aporten su ofrenda, ya sea en efectivo o con tarjeta a través de varios datáfonos. “A día de hoy en Madrid, en el evangelismo hay una competencia brutal. Apenas recibimos ayudas, por lo que muchas iglesias de las que se están formando nacen de la división. Se van de aquí y se lo montan por su cuenta para intentar llevarse a tus fieles”, comenta Álex.
El último soldado de este ejército de la fe es Gabriel Suárez, al que solo le llegan los ecos del Señor. A sus 58 años, es el ujier principal del templo y tiene la orden de no moverse de la recepción en toda la jornada para controlar las entradas y las salidas. Después de unos años oscuros está superando el alcoholismo. Por fin se siente cerca de Dios y no piensa desobedecerle. Sin embargo, sus ojos melancólicos bajan la guardia por momentos. Se entretiene con el vuelo de los pájaros, mirando a través de la puerta acristalada donde también se embelesa observando su propio reflejo.
En el horizonte, con los últimos rayos de sol empiezan a intuirse las siluetas de los toxicómanos que regresan a las chabolas entre las primeras flores de la primavera. Un Peugeot 206 color rojo se detiene en seco frente a la iglesia y de la puerta trasera se baja una prostituta que comienza a caminar campo a través. Suárez da un paso atrás, no puede entender los males del mundo. ”Ahí están a los que se van con Satanás”, declara antes de darle la espalda a San Norberto.
El cielo y la tierra. Una calle, dos aceras, y la vieja historia de siempre: creer o no creer.
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