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Maneras de vivir
Columna
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Vargas Llosa ha opinado mucho. Y ha cambiado a veces de opinión, lo cual por otra parte demuestra que está vivo

Mario Vargas Llosa en el interior del vehículo que lo llevaba a casa después de la ceremonia de inducción en la Academia Francesa.
Mario Vargas Llosa en el interior del vehículo que lo llevaba a casa después de la ceremonia de inducción en la Academia Francesa.Samuel Aranda
Rosa Montero

Hace unos días participé en el Instituto Cervantes en una serie de encuentros en torno a Mario Vargas Llosa titulados El fuego de la imaginación, que es como se llama el último libro del Nobel, un precioso volumen que reúne sus artícu­los de crítica literaria, tallados palabra a palabra con esa cabeza de diamante que siempre tuvo. En mi mesa redonda estaban los escritores Héctor Abad, colombiano, y Raúl Tola y Renato Cisneros, peruanos. Al final, Raúl nos preguntó si considerábamos a Vargas Llosa un referente. Por supuesto que sí, dijimos todos. En mi generación, que creció en los finales del franquismo, el boom latinoamericano lo fue todo. Las dictaduras dañan profundamente el tejido cultural de un país, de manera que, salvo excepciones, en mi adolescencia apenas leíamos autores contemporáneos españoles. Y entonces llegaron ellos. Con 19 años leí Cien años de soledad, de García Márquez, y Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa, dos obras colosales que me reventaron la cabeza. De pronto comprendí que la mejor literatura del momento, la más moderna, original, potente, hermosa, arriesgada y ambiciosa, se estaba haciendo en mi lengua. Fue una revelación cegadora que me abrió las puertas del mundo. Parte de lo que soy como persona y mucho de lo que soy como escritora se lo debo a ellos.

Eso dije en el Cervantes, más o menos. Pero luego me quedé pensando y creo que a Mario le debo más cosas. Escribo ahora esto y me río porque recuerdo un irónico comentario de Vargas Llosa de hace mucho tiempo: señaló que, cada vez que alguien iba a decir en público algo bueno sobre él, antes siempre se apresuraba a declarar: “Aunque no comparto sus ideas…”. Tenía razón; era y es un latiguillo inevitable con el que supongo que esperan que su tribu los perdone por alabar al enemigo. Y es que las tribus ideológicas pesan mucho en este país tan sectario. De hecho, me parece que uno de los grandes conceptos que más estrepitosamente traicionamos es la palabra tolerancia. Nos hacemos unos líos tremendos con la tolerancia. En primer lugar, porque no todas las ideas son tolerables, como, por ejemplo, una alabanza de la pedofilia. Pero, sobre todo, porque cuando hablamos de tolerancia normalmente nos estamos refiriendo a la de los otros con nuestras ideas. Ahora bien, tolerar nosotros las ideas contrarias a las nuestras… Hasta ahí podíamos llegar. Venga, admítelo, haz un ejercicio de introspección y verás lo que nos repatea tolerar a quien opina distinto. Y no me refiero a darle la razón, sino a algo tan simple como dejarle hablar y no considerarle de inmediato un imbécil, un traidor, un aprovechado, un dogmático. Ay, es difícil, sí. A mí me cuesta.

El caso es que Vargas Llosa ha opinado mucho. Y ha cambiado a veces de opinión, lo cual por otra parte demuestra que está vivo. Además, siempre ha sido un gran polemista. Para discutir sus ideas, cosa que osé hacer en un par de entrevistas, tenías que prepararte los argumentos muy bien y aun así solía destrozarte. Pero lo que más me gusta de él es su autenticidad intelectual. Ese temple de acero para decir lo que de verdad piensa, aunque tenga que pagar por ello enormes precios. Cuando rompió con la revolución cubana perdió el apoyo del mandarinato cultural mundial, que por entonces estaba alineado con Fidel. Es decir, rompió con sus pares, con la gente que más podía entenderle y ayudarlo. Se salió de la tribu y quedó señalado como leproso, aunque, en este tema, el tiempo le dio toda la razón: el castrismo es un horror.

Como la edad suele hacernos más vehementes, sigue siendo alguien que mancha: de ahí el latiguillo machacón que antes mencioné. Pero para mí ha sido un modelo de honestidad intelectual y de coraje. Me ha enseñado a luchar por mis convicciones aunque sea perjudicial hacerlo (un pensamiento independiente es un lugar desolado y ventoso). Además, gracias a él he desarrollado un poquito de verdadera tolerancia, porque, ¿saben qué? en efecto, los dos pensamos muy distinto, y eso no impide que le admire y le respete. En fin, Vargas Llosa me lleva algunos años y todos empezamos a estar bastante mayores. Y aunque, como dicen en La Celestina, “nadie es tan viejo como para no vivir un día más ni tan joven como para no morir hoy”, no quería dejar pasar más tiempo sin darle públicamente las gracias.

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