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Maneras de vivir
Columna
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Estamos fracasando

¿Por qué en el siglo XX la democracia era un sistema deseable para los pueblos y por qué en el XXI parece carecer de legitimidad?

Indira Gandhi en una sesión del Congreso en 1966.
Indira Gandhi en una sesión del Congreso en 1966.Raghu Rai (Magnum Photos / Contacto)
Rosa Montero

A mediados de abril, la India atravesó una frontera vertiginosa: alcanzó los 1.425.775.850 habitantes y superó a China como país más poblado de la Tierra. De hecho, cada día nacen más de 67.000 niños en ese territorio gigantesco. Son cifras que marean. En 1981 fui a Nueva Delhi a entrevistar a Indira Gandhi. La mítica primera ministra había tenido una vida intensa y épica; estuvo en prisión, atravesó por una infinidad de altibajos políticos y muchos la acusaban de corrupción y feroz autoritarismo. Me temo que estas críticas eran ciertas, al menos en parte, pero también me pareció una mujer inteligente y entregada a un ideal: la grandeza y modernización de su país. Claro que hay personas tan convencidas de su valor histórico que terminan confundiendo la grandeza de la sociedad con la suya propia. La encontré, eso sí, triste y cansada: pocos meses antes su hijo Sanjai, el preferido, responsable de las mayores tropelías que se cometieron durante el gobierno de su madre, había muerto en un accidente aéreo. Cuando la entrevisté, Gandhi tenía 63 años. Apenas tres años después sería asesinada a tiros por dos de sus guardaespaldas. Pertenecían a la minoría sikh y estaban vengando una masacre que Indira había ordenado contra los suyos (el ejército asaltó el templo Dorado sikh y mató entre 600 y 1.200 personas, dependiendo de las fuentes). Justo la noche antes de ser acribillada, la primera ministra dijo en un mitin público: “No me importa si mi vida va en servicio de la nación. Si muero hoy, cada gota de mi sangre vigorizará a la nación”. Ya digo que tenía algo mesiánico.

Parece claro, en cualquier caso, que sabía que la iban a asesinar. Que la muerte le llegara de manos de quienes debían defenderla añade tragedia y soledad al magnicidio. Cuando le pregunté sobre sus excesos de autoritarismo, Indira se había defendido diciendo que incluso las democracias más consolidadas necesitan cometer esos excesos en ocasiones y suspender las libertades para defender el sistema, como, por ejemplo, Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial. “¿Por qué no hay otro país en vías de desarrollo que sea una democracia, como el nuestro? ¿Se lo ha preguntado alguna vez?”, me espetó con fiero orgullo. Era una afirmación arriesgada, porque, según las clasificaciones del FMI y de la ONU, había países democráticos latinoamericanos que también podrían considerarse en vías de desarrollo, por ejemplo, pero creo que entendí a qué se refería y sus palabras me hicieron intuir la colosal dimensión de los problemas sociales, culturales y políticos que puede tener un país como la India. Entonces, ay, estaba un poco por debajo de los 700 millones de habitantes. Ahora ha duplicado con creces esa cifra. Sí, el reto es enorme. Y están fracasando. Es decir, estamos fracasando.

Hace dos semanas se publicó en EL PAÍS un texto extraordinario de la gran escritora Arundhati Roy, El desmantelamiento de la democracia india, en donde explica cómo el primer ministro indio, Narendra Modi, miembro del RSS, una organización ultraderechista y supremacista hindú fundada en 1925 a imagen de los paramilitares fascistas de Mussolini, está llevando a cabo una demolición de la democracia india, que, definida en la constitución como una “república secular socialista”, ahora se está reconvirtiendo en una teocracia hindú en la que se persigue brutalmente a los 170 millones de musulmanes que hay en el país. Claro que, por muchas barbaridades que haga Modi, Occidente lo apoyará para utilizarlo contra China. He aquí a dos gigantes que suman casi el 40% de la población mundial, con armas nucleares y con pocas ganas de aceptar las reglas del juego democrático. Por no hablar de Rusia. O, aún peor: por no hablar de Finlandia, un país mundialmente admirado por su desarrollo cívico y por el nivel de bienestar y equidad social, que acaba de encumbrar en las recientes elecciones al partido ultraderechista de Riikka Purra. El estremecedor análisis de Arundhati me recordó las palabras de Indira, que se enorgullecía de seguir la senda democrática aunque fuera por caminos retorcidos. ¿Por qué en el siglo XX la democracia era un sistema deseable para los pueblos y por qué en el siglo XXI parece carecer de legitimidad y de atractivo? ¿En qué nos estamos equivocando? ¿En apoyar a Modi haga lo que haga, por ejemplo?

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