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INDIA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El desmantelamiento de la democracia india

La India, a efectos prácticos, se ha convertido en un Estado hindú teocrático y corporativo, un Estado muy vigilado, un Estado temible

Narendra Modi India
El primer ministro indio, Narendra Modi, saludaba el sábado, durante un acto en Hyderabad.Mahesh Kumar A. (AP)

Agradezco a la Academia Sueca que me haya invitado a hablar en esta conferencia y por brindarme el privilegio de poder escuchar a los demás oradores. Se planeó hace más de dos años, antes de que la pandemia de coronavirus desencadenara todo el horror que nos tenía guardado y antes de la invasión de Ucrania por parte de Rusia.

Pero esos dos cataclismos no han hecho más que intensificar el dilema que nos ha reunido aquí y que requiere nuestra reflexión: el fenómeno de las democracias que se transmutan en algo irreconocible, pero con resonancias inquietantes por lo reconocibles que resultan. Y la creciente vigilancia sobre lo que decimos de maneras que son muy antiguas, pero también muy nuevas, hasta el punto de que el aire mismo se ha convertido en una especie de máquina punitiva a la caza de herejías. Parece que nos aproximamos rápidamente a lo que da la impresión de ser un punto muerto intelectual.

Cambiaré la secuencia sugerida por el título de esta charla y empezaré por el fenómeno del fracaso de la democracia.

La última vez que visité Suecia fue en 2017, con motivo de la Feria del Libro de Gotemburgo. Varios activistas me pidieron que boicotease la feria porque, en nombre de la libertad de expresión, se había permitido al periódico de extrema derecha Nye Tider montar su caseta. En ese momento expliqué que sería absurdo que lo hiciera porque Narendra Modi, primer ministro de mi país, que era (y es) bien recibido en todo el mundo, es miembro de toda la vida del RSS, una organización supremacista hindú fundada en 1925, y constituida a imagen de los Camisas Negras, la rama paramilitar formada por voluntarios del Partido Fascista Nacional de Mussolini.

En Gotemburgo observé la marcha del Movimiento de Resistencia Nórdica, la primera manifestación nazi en Europa desde la II Guerra Mundial. Jóvenes antifascistas se opusieron a ellos en las calles.

Pero hoy hay un partido de la extrema derecha que, aun no siendo abiertamente nazi, forma parte de la coalición que gobierna Suecia. Y Narendra Modi ejerce por noveno año como primer ministro de la India.

Cuando hable del fracaso de la democracia, hablaré principalmente de la India, no por ser conocida como la mayor democracia del mundo, sino porque es el lugar que amo, el lugar que conozco y en el que vivo, el lugar que me parte el corazón cada día. Y también me lo sana.

Recuerden que mis palabras no son un grito de socorro, porque en la India sabemos muy bien que nadie vendrá a socorrernos. No puede venir ninguna ayuda. Hablo para contarles cosas de un país que, a pesar de sus fallos, estuvo antaño repleto de posibilidades singulares, un país que brindaba un entendimiento radicalmente diferente del significado de la felicidad, la plenitud, la tolerancia, la diversidad y la sostenibilidad al que tienen en Occidente. Todo eso se está extinguiendo, se va apagando espiritualmente.

La democracia india está siendo desmontada sistemáticamente. Solo quedan los rituales. El año que viene sin duda oirán muchas cosas sobre nuestras elecciones, tan ruidosas y coloristas. Lo que no será tan evidente es que la igualdad de condiciones ―algo fundamental para unas elecciones justas― es de hecho una escarpada pared rocosa en la que la práctica totalidad del dinero, los datos, los medios de comunicación, la gestión de las elecciones y el aparato de seguridad están en manos del partido gobernante. El Instituto V-Dem de Suecia, con sus datos detallados y exhaustivos para medir la salud de las democracias, ha calificado a la India como una “autocracia electoral”, junto a El Salvador, Turquía y Hungría, y predice que las cosas probablemente empeorarán. Estamos hablando de 1.400 millones de personas que abandonarán la democracia para caer en la autocracia. O algo peor.

El proceso de desmantelamiento de la democracia comenzó mucho antes del acceso al poder de Modi y el RSS. Hace 15 años escribí un ensayo titulado La endeble luz de la democracia. En esa época estaba en el poder el Partido del Congreso, un partido de viejas élites feudales y tecnócratas que acababan de abrazar con entusiasmo el libre mercado. Leeré un breve pasaje de ese ensayo, no para demostrar que yo tenía razón, sino para mostrarles cuántas cosas han cambiado desde entonces.

“Mientras seguimos discutiendo sobre si hay vida después de la muerte, ¿qué tal si añadimos otra pregunta? ¿Hay vida después de la democracia? ¿Qué clase de vida será? Así pues, lo que realmente nos estamos preguntando aquí es: ¿Qué le hemos hecho a la democracia? ¿En qué la hemos convertido? ¿Qué ocurre una vez que se ha gastado la democracia? ¿Qué pasa cuando ha quedado hueca y vaciada de significado? ¿Qué ocurre cuando cada una de sus instituciones ha hecho metástasis y formado algo peligroso? ¿Qué ocurre ahora que la democracia y el libre mercado se han fusionado en un único organismo depredador con una imaginación estrecha y limitada que gira casi exclusivamente en torno a la idea de maximizar el beneficio? ¿Es posible invertir este proceso? ¿Puede algo que ha mutado regresar a lo que solía ser?”.

Esto fue en 2009. Cinco años después, en 2014, Modi fue elegido primer ministro de la India. En los nueve años transcurridos desde entonces, la India ha cambiado hasta el punto de ser irreconocible. La “república secular, socialista” consagrada en la Constitución india prácticamente ha dejado de existir. Las grandes luchas por la justicia social y los obstinados y visionarios movimientos ecologistas han sido aplastados. Ahora raras veces se habla de los ríos moribundos, del descenso de las capas freáticas, de la desaparición de los bosques o de los glaciares que se derriten. Esas preocupaciones han sido sustituidas por un pavor más inmediato. O euforia, dependiendo de a qué lado de la línea ideológica se sitúe cada uno.

La India, a efectos prácticos, se ha convertido en un Estado hindú teocrático y corporativo, un Estado muy vigilado, un Estado temible. Las instituciones debilitadas por el régimen anterior, en particular los medios de comunicación convencionales, destilan el fervor del supremacismo hindú. Simultáneamente, el libre mercado se ha dedicado a hacer las cosas que hace el libre mercado. Muy brevemente, según el informe de 2023 de Oxfam, el 1% de la población con más ingresos de la India posee más del 40% de la riqueza total, mientras que el 50% de la población con menos ingresos (700 millones de personas) posee en torno al 3% de la riqueza total. Somos un país muy rico de gente muy pobre.

Musulmanes, el viernes durante el rezo en Amritsar.
Musulmanes, el viernes durante el rezo en Amritsar.NARINDER NANU (AFP)

Pero la rabia y el resentimiento que esta desigualdad genera, en vez de dirigirse hacia aquellos que podrían ser responsables de algunas de estas cosas, se han cosechado para dirigirlas contra las minorías de la India. Los 170 millones de musulmanes que suponen el 14% de la población, están en primera línea. No obstante, el pensamiento mayoritario traspasa las barreras de clase y casta y tiene muchísimos votantes también en la diáspora.

En enero de este año, la BBC emitió un documental en dos partes titulado India: La cuestión de Modi. Recorría la trayectoria política del mandatario desde su debut en 2001 como ministro principal del Estado de Gujarat hasta sus años como primer ministro de la India. El filme difundía públicamente por primera vez un informe interno encargado por el Ministerio de Asuntos Exteriores británico en abril de 2002 sobre el pogromo antimusulmán que tuvo lugar en Gujarat durante el mandato de Modi en febrero y marzo de 2002, justo antes de las elecciones a la Asamblea estatal.

El informe de investigación, embargado durante todos estos años, no hace sino corroborar lo que activistas, periodistas, abogados, dos altos cargos de la policía y testigos oculares indios llevan años diciendo sobre las violaciones y matanzas masivas. En el informe se calcula que “al menos 2.000″ personas fueron asesinadas. Califica la masacre de pogromo planificado con antelación que tenía “todas las características de una limpieza étnica”. Y se afirma que fuentes fiables les informaron de que cuando comenzaron los asesinatos, se ordenó a la policía que no interviniera. El informe culpa directamente a Modi del pogromo.

La cinta ha sido prohibida en la India. Twitter y Youtube recibieron la orden de suprimir todos los enlaces a la misma. Obedecieron inmediatamente. El 21 de febrero, las oficinas de la BBC en Delhi y Bombai fueron rodeadas por la policía e intervenidas por inspectores fiscales. Como también lo fueron las oficinas de Oxfam. Y las de Amnistía Internacional. Y los domicilios y las oficinas de muchos políticos importantes de la oposición. Y prácticamente todas las ONG que no están en sintonía total con el Gobierno. Mientras que Modi ha quedado legalmente absuelto por el Tribunal Supremo en relación con el pogromo de 2002, los activistas y agentes de policía que se atrevieron a acusarle de complicidad, sobre la base de innumerables pruebas y declaraciones de testigos, están en prisión o se enfrentan a procesos penales.

Por otro lado, muchos de los asesinos convictos están en libertad bajo fianza o disfrutan de la condicional. El pasado agosto, en el 75º aniversario de la independencia de la India, 11 presos salieron de la cárcel. Habían sido condenados a cadena perpetua por la violación colectiva de una mujer musulmana de 19 años, Bilkis Bano, durante el pogromo de 2002, y por el asesinato de 14 miembros de su familia, entre ellos su sobrina de un día y su hija de tres años, Saleha, a la que partieron la cabeza contra una roca. Se les concedió una amnistía especial. Fuera de la prisión, a los asesinos violadores se les vitoreó como a héroes y les arrojaron flores. Una vez más, había elecciones estatales a la vuelta de la esquina. La amnistía especial formaba parte de nuestro proceso democrático.

El profesor Timothy Snyder preguntaba antes: “¿Qué es la libertad de expresión?”. No permitan que nada de lo que acabo de contar les lleve a la conclusión de que no hay libertad de expresión en la India. Hay libertad de expresión y de acción. De sobra.

Los presentadores de las principales cadenas de televisión son libres para mentir sobre las minorías, demonizarlas y deshumanizarlas de maneras que propician que sufran daños físicos o sean encarcelados. Los santones hindúes y las turbas provistas de espadas pueden instar al genocidio y a la violación masiva de musulmanes. Los dalit y los musulmanes pueden ser sometidos a palizas y linchamientos públicos a plena luz del día y los vídeos se pueden subir a Youtube. Hay libertad para atacar iglesias y para apalear y humillar a sacerdotes y monjas.

En Cachemira, la única región de la India de mayoría musulmana, donde el pueblo lleva casi tres décadas luchando por la autodeterminación, donde la India mantiene la administración militar más densa del mundo, y donde no se permite la entrada a ningún periodista extranjero, el Gobierno se ha permitido silenciar libremente casi toda expresión ―ya sea online o de otras formas― y encarcelar libremente a periodistas locales.

En ese hermoso valle cubierto de cementerios, el valle del que no salen noticias, la gente dice: “En Cachemira los muertos están vivos, y los vivos no son más que muertos que fingen”. A menudo se refieren a la democracia india como “endemoniada”.

En 2019, semanas después de que Modi y su partido ganasen un segundo mandato, el Estado de Jammu y Cachemira fue unilateralmente despojado de su condición de Estado y del estatuto de semiautonomía que le otorgaba la Constitución india. Poco tiempo después, el Parlamento promulgó la Ley de Enmienda de Ciudadanía. Esta nueva ley discrimina manifiestamente a los musulmanes. Con esta ley, las personas, sobre todo los musulmanes, temen ahora que les despojen de la ciudadanía.

La Ley de Enmienda de Ciudadanía complementará el proceso de creación de un Registro Nacional de Ciudadanos. Para la inclusión en este registro, se espera que las personas presenten un conjunto de “documentos de legado” aprobados por el Estado, un procedimiento no muy diferente a lo que las leyes de Núremberg de la Alemania nazi exigían a los alemanes. Dos millones de personas del Estado de Assam han sido suprimidos del Registro Nacional de Ciudadanos y se exponen a perder todos sus derechos. Se están construyendo enormes centros de internamiento, donde el grueso del trabajo duro muchas veces lo realizan los futuros internos, aquellos que han sido calificados como “extranjeros declarados” o “votantes dudosos”.

Nuestra nueva India es una India de disfraces y espectáculo. Imagínense un estadio de cricket en Ahmedabad, en Gujarat. Es el Estadio Narendra Modi y tiene un aforo de 132.000 personas. En enero de 2020 se llenó totalmente con motivo del mitin Namastey Trump, en el que Modi felicitó al entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump. De pie y saludando a la concurrencia, en la ciudad en la que durante el pogromo de 2002 se había asesinado a musulmanes a plena luz del día y donde decenas de miles tuvieron que huir de sus casas, y donde los musulmanes siguen viviendo en guetos, Trump alabó a la India por ser tolerante y diversa. Modi pidió una ovación.

Protesta contra la amnistía de condenados por la violación grupal de la musulmana Bilkis Bano, en Calcula el 24 de agosto de 2022.
Protesta contra la amnistía de condenados por la violación grupal de la musulmana Bilkis Bano, en Calcula el 24 de agosto de 2022. Sukhomoy_ Sen / Eyepix Group (Future Publishing via Getty Imag)

Un día después, Trump acudió a Delhi. Su llegada a la capital coincidió con otra masacre. Poca cosa en esta ocasión, una mini masacre según la escala de Gujarat. Ocurrió en un barrio de clase trabajadora a pocos kilómetros del lujoso hotel de Trump y no lejos de donde vivo yo. Hindúes erigidos en vigilantes una vez más se ensañaron con los musulmanes. Una vez más, la policía les dejó hacer. La excusa fue que en la zona se habían producido protestas contra la Ley de Enmienda de Ciudadanía por antimusulmana. Mataron a 53 personas, la mayoría musulmanes. Incendiaron cientos de negocios, hogares y mezquitas. Trump no abrió la boca.

A algunas personas se nos ha quedado grabado otra clase diferente de espectáculo que se produjo en aquellos días tan terribles: un joven musulmán yace malherido, más muerto que vivo, en una calle de la capital de la India. Está recibiendo una paliza y golpes y unos policías lo obligan a cantar el himno nacional indio. Murió al cabo de pocos días. Se llamaba Faizan. Tenía 23 años. No se han tomado acciones legales contra esos policías.

Nada de esto debería tener importancia para los rectores del mundo democrático. De hecho, nada de esto tiene importancia. Porque, a fin de cuentas, hay asuntos de los que encargarse. Porque la India ahora mismo es el baluarte de Occidente contra una China en ascenso (o eso espera), y porque en el libre mercado podemos soslayar unas pocas violaciones colectivas y linchamientos o una manchita de limpieza étnica o una grave corrupción financiera a cambio de un suculento pedido de cazas o de aviones comerciales. O crudo comprado a Rusia, refinado, despojado ya del estigma de las sanciones estadounidenses y vendido a Europa o, por qué no, según nos informan nuestros periódicos, también a Estados Unidos. Todos contentos. ¿Y por qué no habríamos de estarlo?

Para los ucranios, Ucrania es su país. Para Rusia, se trata de una colonia, y para Europa Occidental y Estados Unidos, es una frontera. (Como lo era Vietnam. Como lo era Afganistán). Pero para Modi es meramente otro escenario en el que actuar. Esta vez su papel es el de estadista-pacificador que pronuncia homilías del tipo: “Ahora no es momento para la guerra”.

Dentro de lo que tiene cada vez más trazas de culto, se halla una jurisdicción sofisticada. Pero no hay igualdad ante la ley. Las leyes se aplican selectivamente dependiendo de la casta, la religión, el género y la clase. Por ejemplo, un musulmán no puede decir las cosas que puede decir un hindú. Un cachemir no puede decir lo que todos los demás pueden decir. Esto hace que la solidaridad, levantar la voz por los demás, sea más importante que nunca. Pero eso también se ha convertido en una actividad de riesgo, y eso es lo que quiero decir con el título de mi conferencia: nos aproximamos a un punto muerto.

Por desgracia, justo en un momento así, la lista de cosas que no pueden decirse y de palabras que no deben pronunciarse crece por momentos. Hubo un tiempo en que los gobiernos y los principales medios de comunicación controlaban el relato. En Occidente serían casi siempre los blancos. En la India, son los brahmanes. Y luego, claro, están los de las fatwas, para quienes censura y asesinato significan lo mismo.

Pero hoy la censura se ha convertido en una batalla de todos contra todos. El arte de hacerse el ofendido se ha erigido en una industria global. La cuestión es cómo atajar esta máquina cazadora de herejías, con cabeza de hidra, con múltiples extremidades, ojo avizor, siempre despierta, siempre vigilante. ¿Es siquiera posible, o es una marea que debe retirarse antes de que podamos hablar de esta cuestión?

En la India, al igual que en otros países, convertir la identidad en un arma como forma de resistencia se ha erigido en la respuesta dominante al recurso de convertir la identidad en un arma de opresión. Quienes históricamente hemos sido oprimidos, esclavizados, colonizados, estereotipados, borrados, ignorados e invisibles precisamente a causa de nuestras identidades —nuestra raza, casta, etnia, género u orientación sexual— ahora nos aferramos a esas mismas identidades para enfrentarnos a esa opresión.

Se trata de un momento histórico poderoso y explosivo en el que, gracias a las redes sociales, la ira salvaje e incandescente está echando abajo viejas ideas, viejas pautas de comportamiento, suposiciones autorizadas que nunca se han cuestionado, palabras capciosas y un lenguaje codificado con prejuicios e intolerancia. Su intensidad y brusquedad han conmocionado a un mundo complaciente obligándolo a repensar, reimaginar e intentar encontrar una manera mejor de hacer y decir las cosas. Paradójicamente, casi increíblemente, este fenómeno, este ajuste, parece avanzar al paso de nuestra caída en el fascismo.

La explosión tiene aspectos profundos y revolucionarios, así como otros absurdos y destructivos. Es fácil abalanzarse sobre los más extremos y utilizarlos para tapar y desestimar el debate en su totalidad. (Por ejemplo, ¿deberíamos llamar ahora a las mujeres “personas que menstrúan”? Una profesora de Arte de Estados Unidos que enseña la rica diversidad del islam, ¿tendría que ser despedida sin contemplaciones por mostrar a sus alumnos un cuadro del siglo XIV en el que apareciera el profeta Mahoma tras anunciar que iba a hacerlo y excusar de la clase a todos los estudiantes que pudieran sentirse ofendidos o molestos por ello? ¿Debería existir una jerarquía establecida e inmutable del sufrimiento histórico que todo el mundo tuviera que aceptar?).

Este es el combustible que utiliza la extrema derecha para consolidarse. Pero rendirse a él temerosa e incondicionalmente, como hacen muchos que se consideran liberales y de izquierdas, es también faltar al respeto a esta transformación. Porque la política de la identidad suele contener un eje importante, una bisagra que cuando gira sobre sí misma empieza a reforzar, así como a reproducir, todo aquello a lo que desea resistirse. Eso ocurre cuando la identidad se disgrega y se atomiza en microcategorías.

Incluso estas microidentidades desarrollan entonces una jerarquía de poder y una microélite, normalmente localizada en las grandes ciudades y en las grandes universidades, con capital en las redes sociales, que inevitablemente reproduce el mismo tipo de exclusión, borrado y jerarquía que se combatía en origen.

Si nos encerramos en las celdas de las etiquetas e identidades que nos han sido dadas por quienes siempre han tenido poder sobre nosotros, en el mejor de los casos podremos escenificar una revuelta carcelaria. No una revolución. Y los carceleros no tardarán en aparecer para restablecer el orden. De hecho, ya están en camino. Cuando aceptamos una cultura de proscripción y censura, al final siempre es la derecha, y por lo general el statu quo, el que saca beneficios desproporcionados.

Recluirnos en comunidades, en grupos religiosos y de casta, en etnias y géneros, reducir y uniformizar nuestras identidades y embutirlas en depósitos impide la solidaridad. Contradictoriamente, este era y es el objetivo último del sistema de castas hindú en la India: dividir a un pueblo en una jerarquía de compartimentos impenetrables, y que ninguna comunidad pueda sentir el dolor de otra, porque están en permanente conflicto.

Un sistema que funciona como una intrincada máquina automática de administración y vigilancia en la que la sociedad se administra y se vigila a sí misma, y en el proceso garantiza la pervivencia de las estructuras dominantes de opresión. Todo el mundo, excepto los de arriba y los de abajo del todo ―unas categorías dentro de las cuales existe también una minuciosa escala―, está oprimido por alguien y tiene alguien a quien oprimir.

Una vez tendido este laberinto de cables trampa, casi nadie puede pasar la prueba de la pureza y la corrección. Ciertamente, casi nada de lo que en otros tiempos se consideraba buena o gran literatura. Shakespeare no, desde luego. Tampoco Tolstoi. Dejando aparte su imperialismo ruso, imagínense atreverse a suponer que podía entender la mente de una mujer llamada Anna Karénina. Ni Dostoievski, que se refiere invariablemente a las mujeres mayores como “vieja bruja”. Según su criterio, yo también lo sería. Aun así, me gustaría que la gente lo leyera.

O, si quieren, intenten leer las Obras completas de Mahatma Gandhi. Puedo garantizarles que, sea cual sea el tema, les va a horrorizar: la raza, el sexo, la casta o la clase. ¿Significa esto que se debería prohibir a Gandhi o reescribir sus obras? Ni siquiera Jane Austen daría la talla. Ni que decir tiene que, según estos criterios, los libros sagrados de todas las religiones no pasarían la prueba.

El expresidente de EE UU Donald Trump, junto al primer ministro indio, Narendra Modi, en un acto en Nueva Delhi el 25 de febrero de 2020.
El expresidente de EE UU Donald Trump, junto al primer ministro indio, Narendra Modi, en un acto en Nueva Delhi el 25 de febrero de 2020. ADNAN ABIDI (Reuters)

Envueltos en el aparente ruido del discurso público, nos acercamos velozmente a una especie de punto muerto intelectual. La solidaridad nunca puede ser inmaculada. Debemos cuestionarla, analizarla, discutirla, calibrarla. Al imposibilitarla, reforzamos aquello contra lo que decimos que luchamos.

¿Qué consecuencias tiene esto para la literatura? Como autora de ficción, pocas cosas me perturban más que la palabra “apropiación”, uno de los gritos de guerra de la nueva censura. En este contexto, apropiación, dicho sin ambages, se refiere a los depredadores, incluso a los depredadores contritos que intentan escribir, o representar, las historias de sus presas; hablar de ellas o, en realidad, contarlas en su nombre. Algo bastante repugnante, y un principio útil a tener en mente cuando se critica algo.

Pero no una buena razón para prohibir o censurar. Es verdad que se ha monopolizado el micrófono. Es verdad que hemos oído demasiado a un tipo de personas y demasiado poco a otras. Pero la red de la vida es densa e intrincada, sus criaturas y sus actos no pueden reducirse a una esencia ni catalogarse con tanta facilidad y tan poca inteligencia.

En lo que se refiere específicamente a la ficción, no puede haber ficción sin apropiación, porque los autores de ficción también somos depredadores. Si los asesinos en serie son sociópatas despiadados, los novelistas somos apropiadores sin piedad. Para construir nuestros mundos de ficción nos apropiamos de todo lo que se cruza en nuestro camino y lo ponemos todo en juego. Eso es lo que convierte a las grandes novelas en algo peligroso y revelador.

En cuanto a mí misma, he intentado aprender mi oficio no solo de escritores irreprochables políticamente como Toni Morrison y James Baldwin, sino también de imperialistas como Kipling, y de fanáticos, racistas, alborotadores y granujas que escriben de maravilla. ¿Se les debería reescribir ahora para marchar al paso de algún estrecho manifiesto?

La reciente decisión de reeditar la obra de Roald Dahl. Dios mío, ¿quién será el próximo? ¿Nabokov? ¿Tendrá que desaparecer Lolita de nuestros estantes? ¿O será recreada en forma de activista preadolescente encubierta? ¿Se repintarán las viejas obras maestras? ¿Se eliminará de ellas la mirada masculina? Qué triste es el mero hecho de tener que decir todo esto. ¿Dónde nos dejará? ¿En una orilla sin huellas? ¿En un mundo sin historia?

Si la literatura queda inmovilizada por esta red formada por mil hilos enmarañados, se convertirá en una especie de manifiesto rígido y plomizo. Y, por desgracia, quienes participan con tanto entusiasmo en la vigilancia, no solo petrifican a los demás, sino que se petrifican también a sí mismos. Plantan minas terrestres que saben que pisarán sin remedio. En las mentes desconfiadas y recelosas no puede haber baile. Solo el paso pesado y cauteloso de ese nuevo lenguaje. La nueva jerga.

En cualquier caso, ocultar las cosas no hará que desaparezcan. Sin lugar a dudas, si estos debates pueden tener lugar sin la intimidación y el resentimiento que los acompañan, junto a la habitual mezcla caótica de intolerancia, racismo y sexismo aparecerán nuevas voces magníficas contando historias nunca contadas y poniendo en evidencia a gran parte del pasado.

Dicho esto, nunca está de más prestar atención a las palabras. Porque a veces una palabra puede representar un universo.

Por ejemplo, cuando empecé a publicar novelas, la mayoría de las veces que hablaba en público fuera de la India me presentaban como “india, mujer y escritora”. (En la India sería “la primera mujer del país en ganar el premio Booker”). Cada vez que eso ocurría, sentía un estremecimiento dentro de mí y me asombraba esa manera de etiquetar a alguien.

¿Era necesario, o era una manera de limitar y circunscribir a la persona? Al fin y al cabo, estábamos hablando de literatura, no de una solicitud de visado. Me estremecía porque los hombres privilegiados y con derechos me daban lecciones constantemente, no solo en privado, sino también desde las primeras páginas de los periódicos, de cómo escribir, qué escribir, qué tono adoptar, y qué temas serían adecuados para una (mujer) escritora como yo. Los cuentos infantiles eran la propuesta más frecuente. La ficción no parecía molestarles tanto como la no ficción, aunque en principio estuvieran de acuerdo con lo que yo decía.

En una ocasión, el Tribunal Supremo de la India me acusó de desacato por un texto que escribí sobre las grandes presas. Durante el juicio, sus señorías, los jueces del tribunal, se referían a mí como “esa mujer” mientras se pasaban furiosos mi artículo, como si yo no estuviera allí, delante de ellos. Yo me llamaba a mí misma en secreto “la puta que ganó el premio Booker”. Cuando me negué a pedir disculpas al tribunal, me dijeron que no me estaba comportando como “un hombre razonable” y me mandaron un día a prisión.

Las cosas han cambiado desde entonces. Hoy en día, cada una de las palabras de mi tarjeta de presentación —india, mujer y escritora― es materia de un interrogante nervioso y difícil y de un conflicto casi irreconciliable. ¿A quién nos referimos cuando decimos una mujer? ¿O, de hecho, cuando decimos un ser humano? ¿Qué es un país? ¿Quién es un ciudadano? Y, en la era de OpenAI y de ChatGPT, ¿quién o qué es un escritor?

Actualmente, sabemos, aunque muchos no lo acepten, que la frontera entre lo masculino y lo femenino es fluida, y no lo que las convenciones han supuesto que es. Pero, ¿qué hay de la frontera entre el ser humano y la máquina, entre el arte y la codificación, entre la inteligencia artificial y la conciencia humana? ¿Las tenemos tan interiorizadas como creíamos?

La era de los simuladores de conversación ya está aquí, y algunos califican la inteligencia artificial de cuarta revolución industrial. ¿Iremos desapareciendo los escritores, los periodistas, los artistas y los compositores de la misma manera que han desaparecido los tejedores, los artesanos, los trabajadores de las fábricas y los agricultores del viejo mundo? (Quizá, al igual que las prendas de vestir y los artefactos “hechos a mano” y “tejidos a mano”, las novelas volverán a ser “escritas a mano” y vendidas en ediciones limitadas como obras de arte, y no como literatura). ¿Producirán mejor literatura ChatGPT, Sydney o Bing?

El gran lingüista Noam Chomsky piensa que no. Si lo entiendo bien, sostiene que un programa de aprendizaje automático puede producir falsa ciencia o falso arte procesando un volumen de datos casi infinito a gran velocidad, pero nunca podrá sustituir las complejas capacidades del instinto humano.

Un motivo de gran inquietud es lo que podría pasar si OpenAI consigue abrirse paso en el mundo sin las regulaciones ni las barreras imprescindibles.

En lo que respecta a la literatura, me preocupa menos si los programas de simulación de conversación van a sustituir a los escritores. (Tal vez soy demasiado vieja y demasiado vanidosa para eso. O a lo mejor es solo que no veo la literatura como un producto. El dolor, el placer y la pura locura del proceso son la única razón por la que escribo). Lo que me preocupa es que, dada la cantidad de datos e información que los escritores humanos ―fíjense, lo he dicho, he dicho “escritores humanos”― tienen que procesar hoy en día, y considerando el laberinto de cables trampa que se ven obligados a sortear para no cometer errores y ser perfectos políticamente, el peligro es que los escritores pierdan su instinto y se conviertan en chatbots. Quizá entonces se produzca un trasvase de almas, y los chatbots parezcan almas reales, y las almas reales sean chatbots que simulan.

En medio de toda esta fluidez y esta porosidad, las únicas fronteras que parecen endurecerse son las fronteras entre los Estados nacionales. Esos confines siguen vallados sólidamente y vigilados. Cuando los traspasa un ejército, lo llamamos guerra. Cuando los traspasan personas, lo llamamos crisis de refugiados. Cuando los traspasa la circulación no regulada de capital lo llamamos libre mercado. El Estado nacional moderno es, junto con Dios, una idea por la que merece la pena matar o morir. Pero actualmente, en la era digital, ¿nos dirigimos hacia un nuevo tipo de Estado? El Estado Electrónico, o lo que se ha dado en llamar el Estado en un Teléfono Inteligente. Un Estado Avatar, por así decirlo.

Con la financiación de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) y el apoyo de las grandes tecnológicas ―Amazon, Apple, Google, Oracle―, el Estado Avatar está casi a la vuelta de la esquina. En 2019, el Gobierno de Ucrania puso en marcha DIIA, una aplicación de identificación digital para teléfonos móviles. Además de proporcionar más de 100 servicios oficiales, DIIA puede albergar pasaportes, certificados de vacunación y otros documentos de identidad. La ciudad DIIA es su capital financiera extraterritorial, una especie de centro de capital riesgo en el que los ciudadanos pueden registrarse y hacer negocios.

Tras el inicio de la guerra, DIIA, concebido inicialmente como una herramienta burocrática para garantizar la “transparencia y la eficiencia”, “se reorientó para la guerra”, en palabras de Samantha Power, administradora de USAID. Desde todos los puntos de vista, DIIA ha prestado un enorme servicio al valiente pueblo ucranio. Actualmente, cuenta con un canal informativo oficial que funciona 24 horas al día siete días a la semana para que los ciudadanos reciban las últimas noticias sobre la guerra. Los refugiados pueden utilizarlo para registrarse y presentar solicitudes de indemnización. Al parecer, los ciudadanos tienen la posibilidad de colgar información sobre colaboradores y fotografías del movimiento de las tropas rusas. Es una especie de red pública de espionaje y vigilancia inmediatos gestionada por ciudadanos de a pie.

Cuando empezó la guerra, los datos privados de los ciudadanos ucranios almacenados en DIIA se transfirieron para su custodia a discos duros militares de Amazon llamados bolas de nieve AWS ―el equivalente terrestre de la Nube―, se transportaron fuera de Ucrania y se subieron a la Nube. En una guerra tan devastadora como la que los ucranios están librando y soportando, si un pueblo está alineado totalmente con su Gobierno, tener a su Estado en el teléfono móvil seguramente tenga ventajas asombrosas. Pero, ¿esas mismas ventajas siguen siéndolo en tiempo de paz? Porque, como sabemos por Edward Snowden, la vigilancia es una calle de doble sentido. Nuestros móviles son nuestros enemigos íntimos; ellos también nos espían.

A fin de “proteger el mundo democrático”, USAID tiene intención de llevar DIIA o su equivalente a otros países. Lugares como Ecuador, Zambia y República Dominicana son los primeros de la cola. Lo preocupante es si, una vez “reorientada para la guerra”, una aplicación como DIIA puede “volver a orientarse” para la paz. ¿Se puede revertir la conversión de una ciudadanía en un arma? ¿Es posible desprivatizar los datos privatizados?

La India también ha recorrido un buen trecho en esta dirección. Durante el primer mandato de Modri como primer ministro, Reliance Industries, entonces la mayor empresa del país, lanzó JIO, una red inalámbrica de datos gratuita que venía acompañada de un teléfono inteligente muy barato. Una vez que la compañía consiguió expulsar del mercado a la competencia, empezó a cobrar una pequeña tarifa. JIO ha convertido a la India en el mayor consumidor de datos inalámbricos del mundo, más que China y Estados Unidos juntos.

En 2019 había 300 millones de usuarios de teléfonos móviles. Aparte de los innegables beneficios que les proporciona estar conectados a internet, esos millones de personas se han convertido automáticamente en la audiencia receptora de los mensajes de odio con efectos radiactivos para la sociedad y de las infinitas noticias falsas que llegan sin cesar a sus móviles a través de las redes sociales. Es allí donde se puede ver a India desnuda de cualquier adorno.

Es allí donde se amplifican los llamamientos al genocidio y a la violación en masa de musulmanas. Donde se difunden vídeos de guerreros hindúes vengadores que masacran a musulmanes, y vídeos falsos de musulmanes que asesinan a hindúes y de vendedores de fruta que profesan el islam y escupen en su mercancía a escondidas para propagar la covid (igual que se acusaba a los judíos en la Alemania nazi de propagar el tifus), todo con el objetivo de empujar a la gente a un delirio de rabia y odio. Los canales de los supremacistas hindúes en las redes sociales son para los medios de comunicación lo que una milicia de vigilancia es para un ejército convencional: las milicias pueden hacer cosas que son ilegales para el ejército oficial.

La revolución digital en la India es el mejor ejemplo de la coincidencia perfecta entre los intereses de las grandes empresas y la supremacía hindú. A medida que millones de ciudadanos del país son dirigidos al universo digital, vidas enteras se viven a través de internet: la educación, la atención médica, los negocios, la banca, la distribución de raciones de alimentos a los pobres. Las empresas de redes sociales tienen que estar cada vez más atentas al Gobierno, que controla esa alucinante cuota de mercado.

Porque cuando ese Gobierno no está contento, como suele ocurrir, sencillamente puede cerrarlo todo. Estamos a la espera de la nueva y draconiana Ley Digital India de 2023, que otorgará al Gobierno poderes inimaginables sobre internet. La India ya impone más cierres de la Red que cualquier país del mundo.

En 2019, los siete millones de habitantes del valle de Cachemira fueron sometidos a un cerco generalizado a las telecomunicaciones y a internet que duró meses. Ni llamadas, ni SMS, ni mensajes, ni contraseñas de un solo uso, ni internet. Nada de nada. Y no había nadie cerca para lanzarles un satélite Starlink.

Hoy, mientras hablo, el Estado de Punyab, con una población de 27 millones de habitantes, sufre su cuarto día consecutivo de cierre de internet porque la policía busca a un fugitivo político y teme que consiga apoyos.

Se calcula que, en 2026, la India tendrá 1.000 millones de usuarios de teléfonos móviles. Imagínense ese volumen de datos en una aplicación DIIA hecha a medida para el país. Imagínense todos esos datos en manos de empresas privadas. O, desde otra perspectiva, imagínenselos en manos de un Estado fascista y de sus partidarios adoctrinados y armados.

Supongamos, por ejemplo, que tras aprobar una nueva ley de ciudadanía, determinado país produce millones de refugiados a partir de su propia población. No puede deportarlos ni tiene dinero para construir cárceles para todos ellos. Pero ese país no necesitará un gulag ni campos de concentración. Puede limitarse a desconectarlos. Puede desconectar el Estado de sus móviles. Entonces podría disponer de una vasta población de servidores, algo así como una subclase de trabajadores sin derechos, ni a salario mínimo, ni a voto, ni a asistencia sanitaria, ni a raciones de comida.

No tendrían que aparecer en los libros. Mejorarían enormemente los indicadores estadísticos del país. Podría ser una operación bastante eficaz y transparente. Incluso podría parecer una gran democracia.

¿A qué olería un Estado así? ¿A qué sabría? ¿A algo irreconocible? ¿O a algo muy reconocible?

Gracias por su paciencia. Por ahora, permítanme dejarlos con estas reflexiones: ¿qué es un país?; ¿qué es un Estado?; ¿qué es un ser humano?, y ¿quién o qué es un escritor?

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