La India, 75 años después de su independencia
Con su discurso nacionalpopulista, el primer ministro Modi ha sido excepcionalmente hábil a la hora de canalizar el descontento de una gran parte de la población víctima de la desigualdad
El pasado 15 de agosto, la India celebraba el 75º aniversario de su independencia del Imperio Británico. Un acontecimiento que pasó relativamente desapercibido en Europa —salvo en el Reino Unido, por obvias razones—, pero que ilustra bien el momento en el que se encuentra el milenario país sudasiático. Durante semanas, la ciudadanía se preparó para la celebración y proliferaban la publicidad y las ofertas comerciales ligadas a esta fecha. El Gobierno de Narendra Modi aprovechó para lanzar una campaña de incitación al fervor nacional, centrada en la tiranga —la bandera tricolor, naranja, blanca y verde con la rueda del dharma en el centro—. Se invitaba a todos los ciudadanos indios a lucirla en sus casas, tiendas y vehículos con el objetivo de que al menos 200 millones de banderas ondearan a lo largo y ancho del país. Días después del aniversario, la tiranga sigue siendo omnipresente en las calles de la capital india. Más allá de este ejercicio de patriotismo en lo simbólico, constatan muchos, el clima político actual es muy distinto al de 1947, cuando Jawaharlal Nehru tomaba las riendas del país tras la salida de los británicos, e incluso al de 1997, cuando se celebraron los 50 años de la independencia.
No es la primera vez que gobierna el Bharatiya Janata Party (Partido Popular Indio). Sin embargo, argumentan los críticos, desde que el partido derechista e hinduista ganara las elecciones en 2014 con Modi a la cabeza, el respeto a la pluralidad religiosa y étnica que caracterizó al proyecto fundacional de la India democrática y secular se encuentra cada vez más en entredicho. En los indicadores internacionales sobre calidad democrática, el país ha bajado consistentemente varios puestos en los últimos años, y numerosos observadores globales denuncian una progresiva erosión de las libertades civiles y una creciente marginación de las minorías musulmana y cristiana, así como de los dalits (tradicionalmente, los intocables) y adivasis (la población tribal). El propio Salman Rushdie, días antes de que fuera atacado en Nueva York, firmaba una carta junto con otros 101 signatarios en nombre de PEN América, dirigida a Droupadi Murmu, flamante presidenta de la India, y publicada el mismo 15 de agosto, alertando sobre la degradación de la libertad de expresión en su país de origen.
Según el politólogo francés Christophe Jaffrelot, en los últimos años, la India ha transitado hacia un nuevo tipo de régimen, la democracia étnica, en la que todos los ciudadanos conservan su derecho al voto, pero en la que las instituciones se van modificando para favorecer a una mayoría hindú a expensas de las minorías. Para el analista indio Parsa Ventakteshwar Rao Jr., el partido de Modi se ha apropiado del patriotismo como parte de su ideología; “lo que no se dice es que ese patriotismo es un patriotismo hindú”. La aspiración a una sociedad étnica y culturalmente homogénea y la percepción de las minorías como amenaza se remontan a la ideología hindutva, gestada al mismo tiempo que los fascismos europeos. Si el BJP lleva tiempo capitalizando las tensiones religiosas en el país, Modi, sostienen varios analistas, ha sido excepcionalmente hábil a la hora de canalizar la frustración de millones de indios desencantados con las élites educadas en los valores occidentales que han gobernado mayoritariamente el país desde su independencia. En la lista de agravios figura la corrupción y el impulso neoliberal emprendido en la década de los noventa por el histórico Partido del Congreso, pese a sus raíces socialistas. Pero también el arraigado desprecio hacia las capas más humildes, aun entre las élites ilustradas de ideas presuntamente liberales. La falta de voluntad política real por parte de varias generaciones de políticos indios progresistas para atajar la brutal desigualdad material y social que asola al país se hace palpable. Tal y como señala el periodista Anil Padmanabhan, 75 años después de la independencia del país, “algunos de los retos socioeconómicos heredados de los británicos siguen pendientes; por mencionar algunos: malnutrición severa entre niños menores de cinco años, defecación al aire libre, escuelas inadecuadas y una estructura hospitalaria inexistente”.
No debe sorprender quizá que, en un proceso similar al que vemos en otros países, el discurso nacionalpopulista de Modi, su reivindicación de unas esencias propias ajenas a imposiciones foráneas, pasadas y presentes y su promesa de convertir a la India en una nación desarrollada de aquí al centenario de su independencia en 2047 calen en amplios sectores de la población, más allá de los resultados tangibles de sus políticas para estas mismas mayorías.
En un país con una población de 1.380 millones de personas y en el que el 10% de esta posee el 77% de la riqueza, según Oxfam, el reto que supone convertirlo en una sociedad desarrollada más igualitaria es inmenso. Mas, si algo nos enseña el pasado, es que los grandes avances sociales de una nación se producen cuando toda la ciudadanía, sin distinción, puede participar plenamente de la vida pública y económica de aquella.
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