George Monbiot: “Pervive el ideal romántico del campo, pero es un lugar despiadado y violento”
Este ensayista inglés está convencido de que la agricultura, tal y como la conocemos y subsidiamos, es tan nociva para el planeta como los combustibles fósiles. En su nuevo libro, ‘Regénesis’, ofrece una visión radical y sorprendente sobre el futuro de la alimentación.
Si no se puede cambiar el mundo desde un pueblo de 8.000 habitantes y a unos 300 kilómetros de Londres —lo cual está por ver—, como mínimo se puede imaginar el cambio. El vegano más famoso de Inglaterra, George Monbiot (Londres, 60 años), a la sazón uno de los principales divulgadores medioambientales del Reino Unido, gigante de la izquierda gracias a sus libros y series documentales, así como sus columnas en The Guardian, ha dedicado sus últimos años a ello. Prolífico, provocador y desde luego más intrépido que cualquier otro pensador de su generación (en sus viajes por todo el mundo, se ha sobrepuesto a un coma provocado por picaduras de abejas en Indonesia, a un disparo en el Amazonas, a la misma muerte cerebral en Kenia, a un cáncer y un naufragio), este zoólogo cree que el futuro del planeta depende de los humanos en formas de las que apenas hablamos. Su tesis central es que el consumo de carne y la forma en que entendemos la producción alimentaria son las mayores amenazas medioambientales perpetradas por el hombre. De hecho, por esta razón él mismo se convirtió en vegano, para reducir la huella negativa que causaba consumir productos animales. Su nuevo libro, Regénesis. Alimentar al mundo sin devorar el planeta (Capitán Swing), está dedicado a demostrar hasta qué punto dar de comer a la humanidad como lo hacemos nos condena.
Contra la hecatombe, Monbiot propone renaturalización: que el ser humano reduzca su presencia en la Tierra y permita que los ecosistemas naturales se restauren por su cuenta. Enumera, mientras evita con la mirada los conejos troceados que asoman en el escaparate de esta carnicería de Totnes por la que justo acabamos de pasar: “Derribar muros, permitir que vuelvan plantas y animales a los que hemos espantado y bloquear los desagües que contaminan el agua”. En el libro también desarrolla la necesidad de acometer de una vez la intervención en el precio de los alimentos, de labrar pastos silvestres y alternar el suelo que se ara o incluso las bondades de comer kernza, un tipo de cereal que al ser perenne erosiona menos el suelo.
El principal enemigo no industrial sino cultural: nuestro apego a los ideales bucólicos permite a los ganaderos vivir y contaminar como quieren. De todas las ideas que ha publicado a lo largo de los años —y entre ellas está el encarcelar al ex primer ministro Tony Blair por sus mentiras ante la invasión de Irak (“seamos generosos y extendamos esa invitación a José María Aznar, por qué no”, añade hoy)—, es la que más ha desarrollado en las últimas décadas. Nunca tanto como hoy, en Totnes, donde nadie le dispara, ni ningún insecto le pica ni naufraga, y donde puede pensar a gusto sin impactar en el medio ambiente.
Dibuja un mundo bastante deprimente, pero asegura que este es un buen momento para cambiar mentalidades.
La pandemia ha acabado con dos ideas arraigadas de tanto repetirse a lo largo de los últimos 40 años. Una, que los gobiernos no deberían gobernar, y otra, que los ciudadanos no deberían actuar, que deberíamos ser pasivos y delegar toda toma de decisión en una abstracción a la que llamamos mercado. La definición de mercado se explora muy rara vez, Dios nos libre de llegar a la conclusión de que, en realidad, se refiere al poder de los ricos para decidir cómo tienen que vivir los demás. Según esta lógica, un Gobierno no solo no puede interferir en las decisiones de una compraventa, sino que debe apartar todo lo que pueda entrometerse en ella: impuestos a los ricos, servicios públicos, sindicatos… Todo estorba en el camino a una lógica puramente mercantil. Lo aceptamos, como aceptamos nuestro rol como meros consumidores. Pero creo que la pandemia nos ha demostrado, de forma contundente, que eso de que el mercado resuelve los problemas es un mito total. Que los gobiernos deben gobernar si queremos evitar la catástrofe y que la ciudadanía, al ver que estamos todos juntos, está dispuesta a entregarse a proyectos públicos por el bien común.
¿Y la renaturalización es la mejor solución en este momento?
Replantearse la producción alimentaria en sí debería ser nuestra mayor preocupación. Hay dos cosas que tendríamos que hacer para proteger y restaurar la vida en el planeta. Una es dejar los combustibles fósiles enterrados, algo que hemos acabado aceptando con mucha lentitud y de muy mala gana. Pero casi no se habla de que debemos frenar la ganadería, una amenaza seguramente mayor aún que los combustibles. Atiza a cada sistema de la Tierra y es la mayor causante de destrucción de hábitats, de extinciones, de descomposición climática, de degradación solar, de polución en agua y aire; es el principal empleo del suelo. Y eso último es crucial.
¿Por qué es crucial?
Cada hectárea que empleamos para nuestros propios fines es una hectárea que no podrá ser ocupada por ecosistemas naturales, como bosques o sabanas. La inmensa mayoría de las especies dependen de ecosistemas naturales para sobrevivir. Al quitarle suelo a los ecosistemas para dárselos a la ganadería, hacemos más por destruir los sistemas que nos sustentan que con cualquier otra acción, porque la ganadería emplea, de lejos, mucha más tierra que el resto de las actividades humanas. Juntas. Si la reformamos ahora, podríamos restaurar los ecosistemas a gran escala, mucho más que con cualquier otra medida. La renaturalización puede ser lo único que queda entre nosotros y el colapso ambiental.
La agricultura es algo gigantesco. Estructura el mundo entero. Más de la mitad de los fondos europeos están destinados a mantenerla. ¿Querría cambiarlos?
Los fondos de Política Agrícola Común [PAC] es como si estuvieran destinados a la minería de carbón. Es el empleo más destructivo imaginable del erario público. Y no podemos ni opinar: el sistema de subsidios ya está atado y rematado mucho antes de que el público pueda verlo y juzgar. Es tasación sin representación [dice, haciendo alusión al grito de guerra de las colonias estadounidenses contra la tiranía inglesa], un sistema además completamente corrupto. La renta de agricultores y ganaderos [pilar I del presupuesto de la PAC] solo da dinero si mantienes tus tierras dentro de lo que se considera condiciones agrícolas, o sea, que no puedes tener elementos como estanques, bosques regenerados, ciénagas o setos de cierto tamaño. Si los tienes, rodean tu finca con líneas rojas en el mapa por satélite y no ves un euro. Es un incentivo enorme para impedir que el hábitat salvaje vuelva a tu tierra.
¿Y así ocurre?
Lo vi con mis propios ojos en Transilvania, cuando crucé una serie de bosques magníficos, absolutamente repletos de vida. Tantos cucos que volaban en bandada, oropéndolas, águilas pomeranas; lobos, linces, reptiles, anfibios… Y al otro lado del bosque, una serie de parajes de árboles talados, pensados para producir subsidios. No había producción alimentaria alguna. El objetivo es que la tierra esté en condiciones de producir, no que lo haga. Es un sistema irreformable. Hay que desmontarlo.
¿Al menos reduce el precio de la comida?
En absoluto. Si se quisiera bajar su precio, se subsidiarían alimentos saludables directamente en los puntos de venta, no se devaluarían en la granja. Además, no hay relación directa entre las enormes cantidades de dinero que llegan de la PAC y el precio que paga el consumidor. Si ese fuera el objetivo, habrían fracasado completamente.
¿Cuál es el objetivo, entonces?
Mantener una clase rural dominante. Si fuera por bienestar, el dinero iría para los más pobres del entorno rural. No es el caso. El 97% de la población del campo no ve un euro. Los subsidios van para alguna de la gente más rica de Europa. O incluso de fuera de Europa. Cualquier oligarca ruso, jeque del petróleo saudí, magnate minero de Texas puede comprar tierra en la Unión y recibir dinero por ella. No es una cuestión solo ambientalmente destructiva, sino también socialmente retrógrada.
¿Entonces nos dedicamos a comer gallinas camperas?
¡Ni de lejos! Las gallinas camperas provocan un impacto ambiental mayor que las de interior. Sí que hay una cierta mejora en su bienestar, no muy grande porque siguen en fábricas, pero su mierda llega más libremente a los ríos y también ocupan más tierra que las gallinas de interior. Ha surgido la idea, absolutamente catastrófica y promovida por ciertos granjeros orgánicos, de soltar a las gallinas entre el ganado, hacerlas realmente camperas. Son omnívoras. Se comen las crías de rana, los capullos de mariposa y cualquier otro insecto. Se cree que, si las dejamos libres, las gallinas se las arreglarán, pero no. Es un mito. Si lo logran, que está por ver, acabarán con toda la vida salvaje de la zona y rematarán el daño que ya hacen las vacas. Esa imagen de cuento infantil de las gallinas con las vacas, llevándose bien en una granja feliz, nos consuela porque nos recuerda a nuestra infancia. Pero en realidad la vida de una granja animal es horrible.
¿Ese ideal de granja feliz y granjero noble es, para usted, nocivo?
Se nos vende esta idea de que el campo es un lugar inocente, puro, sobre todo la granja con animales entre los bosques. Podemos remontarnos lo que quieras en el tiempo, a Teócrito en el siglo III, al Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y de ahí al Renacimiento. Aún hoy es un tema recurrente en la literatura infantil, sobre todo la de carácter preliterario: el 50% de esos libros ocurren en una granja animal idealizada. Y así, pervive el ideal bucólico y romántico de que en el campo no hay conflicto político. Nada más lejos de la verdad. Es un lugar despiadado y violento, generalmente dominado por mafias locales que destruyen todo lo que se pone en su camino, en Sicilia o en Inglaterra. Hablamos de familias ganaderas que poseen enormes cantidades de tierra y que se han comprado las concejalías y la prensa local. Los pueblos tienen elecciones, pero el campo no. Está regido por fuerzas predemocráticas, aquí y en casi toda Europa.
¿Y este ideal es lo que nos impide progresar en el campo? La idea de destruir empleos rurales suena a suicidio político.
Podríamos habernos detenido con las máquinas de escribir. En cualquier ámbito está aceptado que las cosas evolucionan. Pero algo hay en la agronomía que nos hace decir: “No, no podemos emplear esa lógica evolutiva a la producción alimentaria, no debemos meternos en eso, hay que mantener el sistema neolítico para alimentar al mundo del siglo XXI”. ¿Por qué? De nuevo, esa metáfora de que el campo es bueno, puro y auténtico: que la gente real es la que cuida del ganado y las ovejas en la montaña. ¿Y por eso vamos a darle a este sector privilegios especiales que no le damos a los demás?
Está de acuerdo con Eric Hobsbawm, quien decía que el mito del cowboy, con su soledad y su libertad, tiene mucho de ideología. ¿Sigue siendo así?
Esa libertad que tanto se idealiza y asocia al campo, al rancho en particular, es la misma que tanto proclaman los libertarios, neoliberales y fundamentalistas del mercado: la libertad de hacer lo que te da la gana sin importarte el impacto que tengas en los demás. La historia de los cowboys es esa. Matas a los nativos americanos porque de hecho hacerlo es bueno, te permite mover tu ganado de un Estado a otro. Matas la vida salvaje que encuentras, ya sean lobos, osos o pumas. Y cuanto más mates, más te adoraremos. Es el ideal libertario de que aquellos con capacidad y poder hagan lo que les salga del cuerno. Ese mito sale de las historias pastoralistas: los cowboys, que no se parecen en nada a cómo eran los verdaderos pastores de vacas, son una reconfiguración de los mitos de Sicilia o Arcadia, de los pastores de Teócrates o Virgilio, que tampoco tenían nada que ver con los reales, pasados al Oeste americano. Y se perpetúan hoy. De hecho, las principales milicias que asaltaron los Congresos en Washington y Brasilia en 2021 y 2023 estaban formadas por rancheros. Gente acostumbrada a presionar, extorsionar y amenazar para lograr lo que les apetece en cada momento.
Si ir contra el campo es tan suicida, ¿es bueno que lo acoja la izquierda y arriesgue a alienar a esos votantes?
Podrías decir eso de cualquier mito. Los sueldos, por ejemplo.
Pero a todo el mundo le gusta el dinero. El mensaje “debemos hacer todo este sacrificio para que las cosas sigan como están” tal vez no sea muy seductor.
Ese solía ser el mensaje estándar en cuestiones ambientales. “Sígannos y todo será un poco menos mierda de lo que será si no lo hacen”. Necesitamos otros más positivos. “Sígannos y el mundo será mejor que ahora”. Ese es el mensaje. Y frente a él tenemos el colapso ambiental.
Si el votante abrumado se va a la derecha, ¿qué favor le hace a la causa?
Necesitamos buenos ciudadanos tanto como buenos políticos. Y necesitamos que esos ciudadanos participen más. La idea de que deleguemos todo nuestro poder de decisión sobre unos cientos de personas es odiosa para cualquiera que crea en la verdadera democracia. Pintamos una cruz en una papeleta un día y, durante los años siguientes, el Gobierno que logre la mayoría de los votos de la población adulta asume la potestad de hacer todo lo que le apruebe el Congreso. ¿Ese poder de dónde viene? La mayoría de los votantes ni se han leído el programa electoral y si lo hicieran daría igual, porque una vez en el poder, los gobiernos hacen lo que se les ocurre. Y pueden hacerlo. Porque una vez, un día, pintamos una X en una papeleta.
Pero, ¿a usted el Brexit no le ha enseñado nada?
El Brexit fue la primera vez que el pueblo británico tuvo la oportunidad de participar directamente en una decisión que influía en sus vidas. Todo lo demás había sido indirecto. No culpo a la gente por esgrimirlo para darle una patada al sistema. “Votamos por el cambio porque no queremos no utilizar este poder que se nos ha dado”. Claro que entre lo que pensaban que estaban votando y lo que estaban votando hubo un trecho muy grande. Pero cuantas más oportunidades tenga el pueblo de pronunciarse, cosa que ocurre en Suiza por ejemplo, más probabilidades hay de que se use más responsablemente. ¿Qué iba a hacer la gente? Era su única oportunidad de cambiar cosas.
¿De dónde saca la fe en que las cosas mejoren?
De estudiar sistemas complejos. Es todo un fracaso de nuestro sistema educativo que el 99% de la población no lo haga. Todo lo que tiene importancia material para nosotros es un sistema complejo, del cerebro al cuerpo y a la sociedad; del sistema financiero al alimentario. Los estudiamos cada uno por su cuenta como sistemas simples cuando están interconectados entre sí y gobernados por las mismas normas. Y uno de estos sistemas complejos es la sociedad humana. Como todo sistema complejo, tiene su punto de inflexión. Este es bastante bajo, porque somos el mamífero más social de la Tierra, con la posible excepción de la rata topo calva. Vivimos pendientes de los cambios porque no queremos quedarnos atrás y, si vemos que el statu quo muda, nos querremos adaptar a lo nuevo. Esto nos ha llevado a situaciones terribles, pero, aplicado a un rumbo positivo, significa que la humanidad está dispuesta a aceptar un nuevo paradigma.
¿Ese punto tiene un número?
La observación y experimentación lo ubican en el 25%. Si consigues que el 25% de la gente se sume a una nueva realidad, notarás una repentina aceptación generalizada hacia ella. Pasó con fumar: antes tú y yo y todo el mundo en este sitio estaríamos fumando mientras hacemos esta entrevista. Ahora quienes todavía fuman están en la calle, marginados. Pasamos el punto de inflexión de aceptar el humo, incluso el ser fumadores pasivos. Con el matrimonio igualitario pasó algo parecido. Los activistas decidieron sabiamente ignorar a los fanáticos religiosos que nunca iban a aceptarlos y se centraron en sumar gente a sus filas. Llegó un momento en que, simplemente, se aceptó. En Polonia, incluso. ¡Hasta en Irlanda, por Dios! La persuasión está muy sobrevalorada en la sociedad humana. Dirígete a los tuyos y espera a que ese bando vaya creciendo. Cuando llegues a ese 25%, los muros empezarán a caer, uno tras otro. Ya verás. Tras la guerra, todo el mundo dice haber sido miembro de la resistencia.
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